miércoles, 7 de noviembre de 2007

LOS PECES DE LA AMARGURA, Fernando Aramburu

Fuimos Andoni y yo a buscarla a media mañana. Esto fue a finales de noviembre del año pasado. El día no po­día ser más desapacible. Uno de esos días grises de llu­via, de viento racheado que lo mismo sopla de aquí que de allá. En días como ése uno mejor se queda en casa a menos que lo saque a la calle una obligación. En el mo­mento de despedirme, le dije a mi Juani que a esta hija nuestra la persigue la mala suerte. Juani, en la cama con jaqueca, respondió que a ella también la perseguían la mala suerte y cosas peores. La enfadaba no poder acom­pañarme. Bueno, bueno, no te hagas mala sangre, le dije. Una jaqueca se pasa; en cambio, lo de la hija ya no tiene remedio. No hablamos más porque Andoni estaba esperándome abajo. Queríamos evitarle a la hija un viaje con sacudidas que le pudieran causar dolor. Por eso fuimos en el coche de Andoni, que era más cómodo que el mío. Yo a Andoni le tenía afecto. Chico callado, formal, tra­bajador. Todo lo que se diga es poco. Por la carretera del hospital, delante de un semáforo en rojo, me dijo de gol­pe: Jesús, mantengo mi promesa de matrimonio. Lo miré sin hablar. Él me miró igual. No sé por qué nos mi­ramos. Después de unos segundos, no pude aguantarle la mirada. Entonces volví la cara hacia la ventanilla de mi costado. El viento inclinaba la punta de los árboles. Volaban las hojas de un lado para otro. Desde la víspe­ra no paraba de llover. El resto del trayecto lo hicimos en silencio. Triste. No la encontramos en la habitación. El corazón me dio un vuelco. Yo soy así. El miedo se me suelta ense­guida. Y desde que sucedió aquello, no digamos. En el lugar donde la hija había estado penando durante seis meses, sin contar los días en la UVI, había ahora otra cama con otra paciente. Fuimos a preguntar. Nos dije­ron que esperáramos al final del pasillo, que ya nos la iban a traer. Al rato vimos que aparecía por el fondo, sentada en una silla de ruedas. Mi hija. Llevaba un ramo de rosas blancas sobre el regazo. De algunas habi­taciones salió gente a decirle adiós. La silla de ruedas la empujaba la enfermera esa de la que se había hecho tan amiga. A su lado venía otra que cargaba con las bolsas, el neceser y las muletas. Andoni se apresuró a hacerse cargo de los bultos. Oí a la hija advertirle que tuviera cuidado, que no dejara caer nada al suelo. Eso fue en el momento en que me acerqué a besarla. ¿La amá?, pre­guntó. Le noté en las mejillas más hueso que carne. An­doni y yo nos pusimos detrás de ellas para no cortarles la conversación. Como no cabíamos todos en el ascen­sor, él y yo bajamos por las escaleras. Aun así llegamos los primeros a la planta baja. Pensé que en adelante cada uno de nosotros tendría que apañárselas para acostumbrarse a la lentitud. La hija me pidió que escogiera las rosas. A Andoni las enfermeras le mandaron acercar el coche a una entrada reservada al personal sa­nitario. No era aconsejable andar con la hija por medio del gentío que suele juntarse delante de la puerta princi­pal. Por primera vez después de mucho tiempo la vi po­nerse de pie. Mi hija de pie. Ya es desgracia que tenga uno que maravillarse de una cosa así. Y, sin embargo, me parecía estar asistiendo a un milagro. La hija se apo­ en las muletas. Sentí un pinchazo por dentro al ver su fragilidad, sus delgadas manos sin fuerza. Mi hija, la única que tengo. Quieta, se dejó besar por las dos enfer­meras. Hasta la próxima, les dijo en un tono que les cor­ de golpe la sonrisa. ¿Qué iba a decir ella si más tarde o más temprano debía volver a que le retiraran los cla­vos de la pierna? Andoni cometió la indelicadeza de re­cordar a las tres mujeres, las tres al borde de las lágri­mas, que estaba lloviendo. Buen chico, el Andoni. Tan bueno como grande, tan grande como torpe. La hija re­chazó su brazo en el momento de tomar asiento en la parte trasera del coche. Como no lograba entrar me pi­dió a mí que la ayudara. Ya en la carretera que baja a la ciudad, la lluvia azotaba con fuerza el parabrisas. La hija protestó: Más despacio. Miré el indicador de velo­cidad. Íbamos a cuarenta por hora. A cuarenta y cuesta abajo. Andoni, obediente, redujo la marcha. A todo esto, se nos pegó detrás un autobús urbano. El conduc­tor hizo una maniobra brusca para adelantarnos. Cuan­do pasaba por nuestro lado hizo un gesto ofensivo. Yo no lo vi, pero Andoni sí lo vio. Triste.

Al mar. Que quería ir al mar. Que llevaba varios meses con la ilusión de ver el mar. Le daba igual que llo­viera. Otros hacen una promesa a Dios o peregrinan a Santiago. A ella se le había metido en la cabeza que si algún día lograba salir del hospital iría derecha a ver el mar. Andoni me miró como suplicándome que intervi­niese. Pregunté: ¿No prefieres que vayamos primero a casa a buscar un paraguas y una gabardina, y a ver a la amá, que te está esperando? Después de un rato de si­lencio, ella se limitó a decir que no necesitaba más de cinco minutos para cumplir el capricho. Encontramos el paseo marítimo desierto. Normal. ¿A quién se le podía ocurrir andar por aquel sitio tan expuesto a las incle­mencias, con el tiempo que hacía y con la marejada que cada dos por tres levantaba una rociada de espuma hasta la carretera? Intentó abrir la puerta y no pudo. Aitá, dijo. Me hice el sordo para que fuera su novio quien la ayudase. Llovía menos, pero llovía. Pretendía ir sola a la barandilla. Andoni y yo dijimos que no. Aceptó que la acompañáramos a condición de que después nos apartásemos de su lado. Aún le faltaba práctica con las muletas. Le preguntamos si no le parecía mejor sentar­se en el banco, desde donde tenía las mismas vistas que de pie. El banco estaba mojado. Andoni le trajo una manta. Ella se sentó encima. Por fin estaba sola frente al mar. Nosotros, dentro del coche, como a diez metros, esperábamos a que nos llamase. El salitre daña la carro­cería. Pues sí, dije, y me callé. Pasaron cinco minutos. Pasaron más. Andoni se empezó a impacientar. Que sólo faltaba que pillase una pulmonía. Jesús, la que nos va a armar Juani cuando se entere. La hija llevaba un pañuelo anudado al cuello. Una punta le caía sobre la espalda. A veces venía una racha de viento y la punta se agitaba. A todo esto, la hija volvió un poco la cara para hablarnos. Andoni bajó la ventanilla. Las rosas. Que le lleváramos el ramo de rosas. Se lo llevamos. Con nues­tra ayuda avanzó hasta la barandilla. Estaba todo el mar de color ceniza y blanco, con un desorden furioso de aguas. El cielo era una pasta de nubes sucias. Una a una ella fue tirando las rosas al fondo del acantilado. Tenía el pelo y la ropa empapados de lluvia y del rocío de las olas. Y nosotros, al poco rato, lo mismo. Cuando hubo tirado todo el ramo, respiró profundamente. Aho­ra sí, dijo, ahora a casa. Triste.

Se empeñó en subir sola la escalera. Andoni subió detrás, a un peldaño de distancia por si acaso. Menos mal que vivimos en el primer piso y no más arriba. La pierna izquierda la tiene curada; en cambio, la derecha nunca podrá apoyarla como es debido ni apenas doblarla por la rodilla. Le cuelga, eso es todo. Ella solía echar en cara a los médicos que no se la hubiesen am­putado. ¿Para qué me sirve, decía, un miembro inútil que, encima, rara vez deja de dolerme? Una tarde llegamos Juani y yo al hospital y la pillamos en la cama escribiendo. Eso fue por los tiempos en que ya no la te­nían colgada de la grúa. Mi hija. Ya se podía levantar; ya se ejercitaba un poco con las muletas. ¿Qué andas, de poesías? A mí me aguanta las bromas. A los demás no les consiente ni una. Pero yo soy su aitá y ella sabe que dentro de su aitá no hay sitio para las malas inten­ciones. Nos respondió que estaba escribiendo una lista de las cosas que nunca podría hacer. Vi que tenía la hoja llena. Empezó a leerla: Trabajar fuera de casa, vol­ver a las clases de aeróbic, montar en bicicleta... Bueno, bueno, le cortó Juani, no hemos venido aquí a que nos deprimas. Yo reconozco que sí, que soy propenso al de­sánimo. Mi Juani es más entera. Se crece con los pro­blemas, se enfada, nos estropea un poco la vida a los demás, pero sale adelante. Yo no se lo tomo a mal. Si quiere pegar gritos, que los pegue. Porque la verdad es que sin Juani y sin la energía y fortaleza de Juani es­taríamos todos mucho peor. Cuando entramos en casa, se asomó en camisón a la puerta. Se notaba en las oje­ras y en las arrugas de la frente que ese día le estaba pegando duro la jaqueca. La hija le dijo que se acosta­ra, que ya habría tiempo más tarde para besos. Juani le preguntó con los ojos cerrados si venía con dolor. Tam­bién con los ojos cerrados esperó la respuesta. Mi Jua­ni habla con los ojos cerrados cuando se siente muy mal. A punto de retirarse, levantó un poco los párpa­dos. Lo suficiente para darse cuenta de que la hija ve­nía mojada. Andoni empezó a balbucear una explica­ción. Le hice gestos para que se callara. Triste. A la hija se le encendió la cara de gusto nada más en­trar en su dormitorio. Habíamos dejado todo tal como estaba el día en que salió a sacar dinero de la caja de ahorros y ya no volvió. Se alegró del reencuentro con sus objetos personales. Desde el umbral nombró unos cuantos paladeando las palabras. Mis chinelas, decía en el tono ensimismado de quien habla a solas. Mi colcha de rayas. Mi espejo. Mi ordenador. Y cada vez que nombraba un objeto, a mí me parecía como si hubiera un temblor en el aire. Entró y los demás entramos en fila india detrás de ella. Nos estábamos acostumbrando a la lentitud. Con pasos inseguros se dirigió al ropero. Jua­ni le abrió las puertas. La hija me entregó una muleta. De ese modo le quedó una mano libre para pasarla por sus chaquetas, sus blusas, sus zapatos repartidos por las baldas. Se estuvo mirando en el espejo. La pierna no se la miraba. En eso me fijé. Se miraba la cara sonriente. Guiñó un ojo y se sacó la lengua. Luego encontró sobre el escritorio una novela. Un calendario de bolsillo mar­caba la última página leída más de seis meses atrás. En­contró asimismo unas flores resecas dentro de un vaso sin agua, regaladas alguna vez por Andoni. A mi Juani, entretanto, le pareció que había llegado el momento de sacar ropa seca del armario. Al momento se pusieron a discutir las dos mujeres. Andoni y yo nos marchamos a la cocina. A mí me gustaba Andoni para yerno por su tranquilidad. Me acuerdo de cuando compramos el sofá. Andoni lo subió solo desde la calle. El trasto cabía justo, justo, por el hueco de la escalera. Más tarde, yo intenté moverlo cuando nadie me veía. A duras penas conseguí despegarlo unos centímetros del suelo. Me parecía inconcebible que alguien pudiera tener tanta fuer­za. Temí por la hija. Y, sin embargo, ella manejaba al fortachón como a un corderito. Haz esto, haz lo otro. Levántate, siéntate. Así a todas horas. Y el coloso, feliz. Será que la relación es mucho más fácil cuando uno manda y el otro obedece. Juani y la hija tienen demasia­do carácter. Para ellas no hay diferencia entre conversar y discutir. Discuten hasta cuando están de acuerdo. Y no es que se lleven mal en el sentido de no quererse. Se quieren a rabiar. Pero tienen ese arranque autoritario que les impide dar el brazo a torcer. No tuve que hacer­le una seña a Andoni. En cuanto empezaron las dos a llevarse la contraria salimos del dormitorio. Nos toma­mos un café sentados a la mesa de la cocina. Jesús, me preguntó, ¿tú cuándo crees que nos podremos casar? Le dije: Ahora, difícil. Un rato después me preguntó si yo suelo tomar el café con mucho o poco azúcar. Yo lo tomo con bastante. El, también. Eso fue todo lo que ha­blamos. Triste.
Pasé la tarde solo en el comedor limpiando el filtro del acuario, rellenando crucigramas y sopas de letras; en fin, matando el rato como acostumbro desde que me jubilé. En la vasca repitieron el partido de pelota de la víspera. Lo vi de nuevo, aunque sin sonido para no mo­lestar. El viento soplaba en la calle con más fuerza que por la mañana. A veces las ráfagas de lluvia repiquetea­ban contra los vidrios. Fuera estaba tan oscuro que an­tes de las cuatro tuve que encender la lámpara. Llevába­mos largo tiempo soñando con la vuelta de la hija. El sueño por fin se había cumplido. Se supone que debería­mos estar todos dando botes de alegría. Sin embargo, el piso continuaba tan silencioso como desde hacía medio año. Quizá cuando Juani se recuperase podríamos cele­brar el acontecimiento. De hacer algo juntos tendría que ser por la mañana para que Andoni también estu­viera presente. A Andoni le tocaba esa semana turno de tarde. No ¡e había quedado más remedio que irse poco después de mediodía. Lo acompañé hasta la puerta. Era tan alto que debía agacharse para no pegar con la fren­te en el dintel. Bueno, Jesús, dijo con aire mustio desde el descansillo. Me miró como esperando que yo añadie­ra algo. Agur, Andoni. Otra cosa no se me ocurrió. Ce­rré la puerta. A lo mejor pensó que le daba con ella en las narices, pero es que tenía una cazuela en el fuego. Mi Juani no comió. En cuanto vio a la hija con ropa seca se volvió a la cama. La hija se acostó a las dos. Casi no probó la comida. Estaba ella sentada ahí y yo aquí. Hundía el borde de la cuchara en la sopa. Sacaba lo jus­to para mojarse la punta de la lengua. Sorbes como un caballo, me reprochó. Al final empujó el plato casi lle­no hacia un lado y comió sin apetito tres o cuatro gra­nos de uva. Insistió en fregar los cacharros. No eran muchos. Intenté disuadirla. ¿Me consideras una inútil o qué? Bueno, bueno. Arrimé una banqueta al fregadero. La hija se sentó con mi ayuda. No me aparté de su lado mientras fregaba lo poco que había para fregar. ¿Ves como sí puedo? La espuma del detergente cubría sus manos delgadas. Las agujas del hospital le habían deja­do marcas moradas en los dos antebrazos. La ayudé a bajar de la banqueta. Se tomó un analgésico, cogió sus muletas y salió de la cocina diciendo que se retiraba a su dormitorio a escuchar música y estar sola. Esto último lo entendí muy bien. Por la tarde, el teléfono sonó cua­tro o cinco veces. Parientes y conocidos. Que qué tal. Bien, pero no se puede poner. Mi cuñada tocó el tema de empezar una vida nueva. Me apresuré a darle la ra­zón para que se callara. También Andoni llamó, pero tarde, cuando estábamos cenando. La hija me pidió en voz baja que le dijera que aún no se había levantado. Transmití la mentira y colgué. Juani desaprobó aquella manera tan poco amable de tratar a un novio. Amá, no te metas. A Juani le dolía demasiado la cabeza como para enzarzarse en una discusión. Se calló y hubo paz. Les preparé pisto para cenar. La una: Cuántas veces te he pedido que cortes el pimiento en trozos más peque­ños, ¿o es que crees que tenemos boca de elefante? La otra: Deja tranquilo al aitá, hace lo que puede. Poco después, mi defensora: Se te ha olvidado la sal, ¿ver­dad?, esto no sabe a nada. Juani: ¿Por qué no lo dejas ahora tú tranquilo? Y la hija: No se lo digo como críti­ca sino para que lo tenga en cuenta la próxima vez. En una de ésas, metí baza. Al momento me arrepentí. Les dije de buena fe, para reconciliarlas: Me gusta vuestra discordia, es señal de que os sentís mejor. La hija repli­ que nadie contara con ella para formar un hogar fe­liz. La frase me dejó de piedra. No me la pude apartar del pensamiento en toda la noche. Por lo general, cuan­do Juani se acuesta yo ya duermo. Es raro que la sienta llegar. Esa vez me pilló mirando el techo. ¿En qué pien­sas? En nada. Apagó la luz. Ella tampoco podía dormir. ¿Todavía te duele la cabeza? Un poco. Al rato, en la os­curidad, dijo: Que se ande con cuidado si no quiere per­derlo. Triste. Una noche, la hija nos despertó. Faltaba semana y media para que los periódicos la describiesen como una mujer de veintinueve años que pasaba casualmente por el lugar de la explosión. Serían las tres o las cuatro, no estoy seguro. En realidad, a mí me despertó Juani de un codazo. Yo ni sentí a la hija llegar ni oí que había em­pezado a hablarnos con la cabeza metida por la abertu­ra de la puerta. Entraba luz del pasillo. Jesús, dice ésta que se casa. Pregunté, medio dormido, que con quién. Juani se adelantó a la respuesta de la hija. Con quién va a ser, con el gigante. Se llama Andoni, precisó la hija desde la puerta. Se le notaba alegre. Eran otros tiempos. Pienso en el año pasado como si formara parte de una época antigua. Yo al menos me he hecho muy viejo en los últimos seis meses y pico. El hombre había venido un par de veces a casa. Pensábamos que sería un amigo de la cuadrilla, a lo mejor un compañero de trabajo. No se agarraban de la mano ni se besaban en nuestra pre­sencia. Recuerdo la primera vez que hablé con él. Me vio en la sala, con la tapa del acuario levantada. Le es­treché la mano. Una mano, sin exagerar, el doble de grande que la mía. ¿Qué, dando de comer a los peces? Pues sí. Estuvo un rato mirándolos sin hablar. De pron­to enderezó el cuerpo y dijo: Bonitos. A partir de aquel instante me cayó simpático. Conque a mí me pareció bien que la hija se quisiera casar con él. Andoni tenía un buen puesto de trabajo, vestía y se comportaba con de­cencia, estaba pagando los plazos de una vivienda y en­cima había dicho que mis peces le gustaban. Para mí, el yerno ideal, y para Juani, lo mismo. Lo que pasa es que ella es como es, metete y discutidora, y necesita soltar la última palabra, se hable de lo que se hable. Mandó a la hija a dormir. Se conoce que no la creía. Mañana ha­blaremos. Queme caso, amá. No he bebido. Claro, cla­ro, habrás estado toda la noche dale que te pego al agua bendita. Tercié: Enhorabuena. Juani se revolvió en la cama. De un tirón a la manta me dejó, como quien dice, a la intemperie. Tú estate calladito. Gracias, aitá. Fue lo último que dijo la hija antes de cerrar la puerta. El cuar­to volvió a llenarse de oscuridad. Juani me imitó en son de burla: Enhorabuena, enhorabuena. ¿Te crees que ha ganado en una rifa o qué? Si supiera ésa lo que es estar casada! Triste. Desde la vuelta de la hija yo dedicaba más tiempo a los peces. Los había tenido bastante abandonados mien­tras ella estuvo ingresada en el hospital. Un día de tantos me levanté por la mañana y encontré seis o siete muertos. También el chupador, que alguna vez había sido mi pieza más preciada. Ahora había recuperado el interés por los peces y volvía a cambiarles el agua a me­nudo. Arranqué todas las plantas cubiertas de algas ne­gras, puse otras nuevas, compré un chupador parecido al anterior y vertí en el agua un líquido que me recomen­daron en la tienda de animales. La ocupación me entre­tenía, pero sobre todo era una manera de quitarme de en medio. Como lo ven a uno atareado lo dejan en paz. Na­die, además, ponía objeciones al acuario. De las visitas que pasaban al comedor, rara era la que no les dedicase a los peces un comentario elogioso. Mi Juani gusta de sentarse junto al acuario. Por lo visto, la proximidad de los peces y las plantas acuáticas la relaja. Y como los tubos fluorescentes que hay dentro dan una luz clara, que no hiere en los ojos, muchas veces se sienta allí con sus agujas y sus hilos. Yo estaba probando una de esas tardes lluviosas de finales del otoño un artilugio para limpiar los cristales por dentro. El chupador hace su par­te, pero eso no basta. De pronto oí unos ruidos prove­nientes del cuarto de baño. Sonaban como a frascos ro­tos al estrellarse contra las baldosas. Enseguida me di cuenta de que aquello era intencionado. No por eso dejé de alarmarme. Juani había ido a la pescadería. Tenía­mos un convenio secreto para que la hija no se quedara sola en casa. Llamé con los nudillos a la puerta. Los rui­dos cesaron al instante. Le pregunté si le pasaba algo. Entra, dijo. Hacía muchos años, desde que era pequeña, que yo no la veía desnuda. A su alrededor se esparcían trozos de cristal mezclados con toda clase de líquidos y sustancias viscosas. Había también recipientes de plásti­co, intactos. Me dio en la nariz un fuerte olor a produc­tos de higiene. Reconocí mi espuma de afeitar en medio del estropicio. No te cortes, le dije. Estaba descalza, apo­yada en las muletas. Su cara traslucía enfado. Con un giro brusco de barbilla señaló hacia la bañera. La había llenado hasta la mitad. Del agua se desprendía un tenue vapor. Me pareció extraño que tratara de bañarse no es­tando su madre en casa. Por la mañana había tenido, además, su sesión de rehabilitación y yo sé que en esos casos siempre se duchaba antes de ponerse en camino. Aitá, méteme en el agua y limpia esto. No fue una orden estricta. Fue un ruego envuelto en una voz brusca. Tiró llena de rabia las muletas ai suelo antes de rodear mi cue­llo con sus brazos. La levanté con cautela. Pesaba poco. La introduje en el agua. De la cocina traje el cepillo, el recogedor y una bolsa de plástico. Mientras limpiaba el suelo yo evitaba mirar a la hija. No sé, me daba apu­ro. Me lo reprochó. ¿Por qué no me miras? La miré, pero no la veía. Estaba delante de mí, dentro de la bañera, con el agua hasta la cintura y, sin embargo, yo tenía la sen­sación de poder ver los azulejos de la pared a través de su cuerpo. Aitá, eres demasiado bueno. Me encogí de hombros. ¿Qué te iba a responder? Cuando termi­né de limpiar volví a mis peces. Largo rato después me llamó. La saqué de la bañera. Acto seguido la tuve que secar. La sequé sin tiquismiquis ni pudores, de arriba abajo, como ella quería. Por lo visto, aún tenía el pelo mojado cuando llegó Juani. La puerta del comedor esta­ba abierta. La oí renegar: No me digas que has vuelto a ducharte. ¿Sola? Huele a perfume de baño hasta en el portal. Y echándome a mí la culpa: Ese te habrá llenado la bañera de sales. Triste.

Lo intentamos tres veces. La idea me pareció dispa­ratada desde el comienzo; pero como había partido de Juani hubo que llevarla a cabo. La primera vez fue el domingo anterior a la Navidad. Acabábamos de comer. La mesa estaba recogida. Nos disponíamos a compar­tir una docena de pasteles. Eran obsequio de Andoni para celebrar su reciente cumpleaños. Entre semana ha­bía cumplido treinta y dos. Mientras servía el café, Jua­ni les preguntó si pensaban salir. Andoni miró a la hija y la hija andaba remolona y más bien con ganas de que­darse en casa. Que si la pierna, que si el mal tiempo. Empezó un rifirrafe entre las dos mujeres. Aquí te vas a oxidar como un hierro viejo. Como lo que soy, amá. Intervine con la primera ocurrencia que me acudió a la lengua. ¿Por qué no vais al cine? A Andoni se le alegró el semblante. Echaban una de risa, dijo. No se ponían de acuerdo y me fui a la cama. Al levantarme de la sies­ta supe que la hija había cambiado de opinión. La pa­reja estaría de vuelta a las nueve. A las nueve menos veinte, Juani me metió prisa para que me cambiase de ropa. Nos íbamos. Mientras bajábamos por la escalera le pregunté adónde. Pronto lo sabrás. No me di por sa­tisfecho. Me contestó que había dejado una nota en­cima de la mesa de la cocina para que la hija no se preocupase. Nada más salir a la calle me tuve que aga­rrar la boina. Soplaba un viento de cuidado. A Juani se le dobló el paraguas y lo tuvo que cerrar. Había oscu­recido. A la luz de las farolas, las gotas de lluvia caían como disparadas, a veces casi horizontales. Andaba poca gente por las aceras. Cerca de nuestro portal hay una cafetería, pero cierra los domingos por la tarde. Jesús, habrá que buscar un escondite. Me puse serio: Ya me estás explicando para qué me has hecho salir o me vuel­vo a casa. Antes de las diez no vamos a volver, así que calla y sígueme. Nos resguardamos en el porche que hay al lado de la farmacia. Como el sitio hace esquina, había mucha corriente. El frío se nos colaba por dentro de la ropa. La única ventaja era que estábamos a salvo de la lluvia. Me voy a perder el partido de pelota. Jua­ni no me escuchaba. De vez en cuando sacaba la ca­beza entre las columnas para mirar en dirección a nues­tro portal. Pasadas ¡as nueve, los vimos llegar. Andoni se apeó del coche, pasó al otro lado y ayudó a la hija a salir. Con la gabardina hizo una especie de techo para que la hija no se mojase. Hombre atento, el Ando­ni. Con sus muletas y sus dificultades para desplazarse, la hija desapareció dentro del portal. Al rato se encen­dió la ventana de su cuarto. Fue entonces cuando mi mirada y la de Juani se encontraron. No le quise pre­guntar. ¿Para qué? Su cara hacía inútil cualquier acla­ración. Estábamos de acuerdo en que la hija no debía quedarse sola en casa. Por si no se podía valer. Por si se caía. Ahora era distinto. Estaba con Andoni. Y había luz en el cuarto. Intenté imaginar lo que estaría suce­diendo allá arriba. Juan me sacó de mis cavilaciones. Ponte ahí detrás. Con uno que mire, basta. Transcurridos apenas cinco minutos desde que se había encendido la luz, Andoni salió del portal. Nos escondimos detrás de una columna para que no nos viera al cruzar por delan­te con el coche. Juani no podía disimular su decepción. Subimos a casa enseguida. Hemos venido antes de lo que te he puesto en la nota, dijo. ¿Qué tal la película? ¿Y Andoni? La hija respondió con sequedad: Se ha ido. ¿Os habéis enfadado o qué? En absoluto. Hemos pasa­do una tarde agradable. Juani dijo que Andoni se podía haber quedado a cenar. Amá, sabes de sobra que ma­ñana es día de trabajo. La segunda vez fue después de Navidad. Un jueves. Ocurrió más o menos lo mis­mo, con la única novedad de que habían discutido en­tre ellos y Andoni sólo la acompañó hasta la puerta del piso. La ayudó a entrar y se fue. Esa tarde también llovió, pero por fortuna pudimos meternos en la cafetería. La tercera vez, a principios de año, encontramos a la hija ojeando una revista en la cocina. Andoni esta­ba tumbado en el suelo del cuarto de baño. A su lado se veía mi caja de herramientas y una palangana llena hasta la mitad de agua turbia. ¿Qué haces? Había desatascado la tubería del lavabo. Ya sólo le faltaba apretar las tuercas de ajuste con la llave inglesa. Me po­días haber dejado a mí. Tranquilo, Jesús. Juani y yo no lo volvimos a intentar. A mí la idea aquella me parecía un disparate. No lo quise decir porque, conociendo a mi Juani, tratar de abrirle los ojos habría sido una pér­dida de tiempo. Que se desengañe sola, pensé. Triste.


Oímos el estruendo desde casa. Yo estaba limpian­do de caracolillos el acuario. Temblaron las paredes. El perro de la vecina se puso a ladrar. Juani, que se esta­ba preparando para ir a su misa del sábado, en los je­suitas, no lo dudó: Eso ha sido una bomba, pon la tele. Había programación normal. Al poco rato oímos, un poco lejos, sirenas de ambulancia. Hacía un día esplén­dido de primavera. Escuchamos las primeras noticias del atentado en una emisora local. El locutor hablaba de víctimas mortales, no decía cuántas, y de varios he­ridos, algunos de gravedad. Cuando tuvimos conoci­miento del lugar de la explosión, le pregunté a Juani adónde había ido la hija a sacar dinero. Si ha ido a un cajero de la central, me contestó, a lo mejor ha visto algo. Ya nos lo contará cuando vuelva. No volvió. Ca­sualidades de la vida: una prima de Andoni prestó el pañuelo de cuello con que le hicieron un torniquete a la hija. Entre sí decía, según nos contó más tarde: Yo a esta chica la conozco. La hija estaba todavía conscien­te. Antes que se la llevara la ambulancia, Andoni supo lo ocurrido. Su prima lo había llamado por teléfono y él nos llamó a nosotros. Juani ya estaba vestida con ropa de calle; yo salí con lo puesto. Me sentía incapaz de conducir. Estábamos tan nerviosos que ninguno de los dos consiguió cerrar con llave la puerta de casa. La vecina nos pidió un taxi. Su perro había salido al des­cansillo. Un collie que, por lo general, da poca guerra. Nos ladraba sin acercarse a olemos como es su costum­bre. Mi hija. La estaban operando de urgencia. Al cabo de largo rato mandaron a una enfermera a comunicar­nos que el equipo médico estaba haciendo lo posible por salvarle la pierna derecha. De momento, dijo, lo que más nos preocupa es la pérdida de sangre. Tenía, además, otras heridas, aunque de menor gravedad. No nos movimos de aquella sala donde nos pidieron que esperáramos. Había en el techo una lámpara. Yo toda­vía sueño con ella por las noches. Era una lámpara sin nada especial. Las he visto a centenares por todas par­tes, pero sólo aquélla se me quedó marcada en la me­moria. Anochecía cuando vino uno de los cirujanos. Nada más verle el gesto, me dio un escalofrío. En su opinión, el caso se presentaba difícil, pero afortunada­mente no había órganos vitales afectados. En la cara de Juani vi el mismo alivio que me recorría por dentro. La hija vivirá. El problema se concentraba en una pierna. Habrá que volver a operar. Eso seguro. Otras heridas de escasa importancia habían podido tratarse con pun­tos de sutura. Teníamos los tres cara de alelados. Nos mirábamos y mirábamos al personal sanitario que iba y venía por el pasillo, como esperando que alguien en­trara a decirnos que no había motivo para estar preo­cupados. Ustedes se han metido en un sueño, en un mal sueño, eso es todo. Pero tranquilos, porque nada de lo que están viendo y sintiendo es verdad. Nos dieron una bata verde a cada uno y unas fundas para los zapatos. Nos llamaron y entramos. No dejaban entrar a más de dos a la vez. Me salí enseguida para que Andoni tam­bién pudiera verla. Y porque se me hundió el alma cuando vi a la hija en aquel estado. No se le podía ha­blar. Estaba inconsciente. Mi hija. Le dije a Andoni que lo esperaba en la cafetería. Por el trayecto me retiré a unos servicios a llorar. Mi problema es que nunca he aprendido a desahogarme en silencio. Juani sí puede; yo, no. Ella está llorando y, como no la mires, note en­teras. A mí, en cambio, me salen unos hipos como de crío. No lo puedo evitar. Conque, mientras subíamos por la carretera del hospital, me previno: Si notas que te emocionas te vas corriendo al servicio, a mí no me montes el numerito, ¿eh? Y eso hice. Me sequé las lá­grimas con papel higiénico. También Andoni tenía los ojos rojos cuando llegó a la cafetería. Parece que den­tro de lo que cabe ha habido suerte. Jesús, me respon­dió clavándome una mirada seria, a otros les pilló la bomba más cerca y no ¡es pasó nada. Ésos sí han teni­do suerte. No parábamos de dar vueltas con la cucha­rilla al café. Algún trozo del coche le llevó la pierna. Era lo que suponía el médico. Por la misma razón ha­bía muerto un transeúnte, un señor mayor, sin contar los que iban en el coche. Tendréis que posponer la boda. Pues sí. Llevábamos como dos o tres minutos sin parar de dar vueltas a la cucharilla. Triste.


Entró una tarde en el comedor. Faltaba poco para que acabase el invierno. En el aire flotaba ya ese olor tan rico del mar que anuncia la primavera. Se nota in­cluso dentro de las habitaciones. Una ventaja de vivir en la costa. Le propusimos a la hija solicitar al Gobier­no Vasco una silla de ruedas. Si no nos la proporciona­ba la compraríamos nosotros. Se enfadó. El trasto se le figuraba un estorbo. Con las muletas podía subir y ba­jar bordillos, entrar en los cines, viajar con mayor faci­lidad en el autobús. Que si se nos había aflojado un tornillo. Mi Juani sospechaba que a la hija le daba ver­güenza que la viesen en silla de ruedas por la calle. In­sistió en que la silla la ayudaría a moverse mejor por la casa. La hija se opuso. Que no era una paralítica. Que si empezaba a vivir sentada, las piernas se le iban a vol­ver de trapo. Que ya dependía demasiado de nosotros como para esperar que encima la empujáramos de aquí para allá. Su madre le dijo: Tienes un orgullo que te lo pisas. La hija siguió con sus muletas. Había aprendido a manejarse bastante bien con ellas. A fuerza de usar­las se le habían fortalecido los brazos. En la cara tenía mejor color. Lo malo era que el médico le había insi­nuado recientemente que convendría tal vez intentar una nueva intervención quirúrgica. A la hija se le veía la preocupación en los ojos. Dormía mal. Según Juani, andaba de noche por la casa. Ésa no se aguanta de do­lor, me susurraba. De día le notábamos el entrecejo arrugado. Aquella tarde que entró en el comedor me sorprendió que mostrara interés por ci acuario. Sin em­bargo, allá estaba mirando atentamente lo que yo ha­cía. Me preguntó qué función cumplía la pastilla. Le dije que era la comida del chupador. Ahora anda por ahí escondido. Es muy cobarde. Pero la encontrará. Siem­pre la encuentra. Ya pronto iba a hacer un año. La hija quiso saber dónde estábamos cuando sonó la explo­sión. Juani y yo nos tenemos prohibido sacar el tema. ¿Dan en la radio o en la televisión a noticia de un aten­tado? Nosotros, ni media palabra. ¿Captura la policía un comando? Lo mismo. La hija, en cambio, habla de la tarde de su desgracia cada vez que le viene en gana. La tarde que fui a sacar dinero, suele decir. Le respon­dimos que habíamos oído el estruendo desde casa. Sí, pero desde qué sitio de la casa. Juani ni se acordaba ni quería acordarse. Yo estaba con mis peces. Aitá, tú y tus peces. Juani le saltó como una gata: Mejor que se entretenga con los peces que yendo a los bares. La hija se descolgó con una de sus réplicas: A mí me dan a es­coger entre ser un pez en el acuario del aitá y ser lo que soy, y no lo dudo un instante. Como de costumbre, al­gunos peces nadaban cerca de la pastilla caída sobre las piedras del fondo. La olían sin llegar a mordisquearla. La pastilla es para el chupador y ellos lo saben. A la hija se le soltó la risa. La pastilla, el chupador, decía. Hay que ver lo fácil que lo tienen algunos para ser fe­lices! Le entró capricho por saber cuál de los peces creía yo que podía ser ella si ella fuera uno de mis pe­ces. No la entendí a la primera. Me gustaba tanto ver­la sonreír que le seguí el juego. Por la parte de arriba, cerca de la superficie, nadaba un molly blanco, el úni­co que me queda de esa clase. Había nacido en el acua­rio. Un día, hace lo menos tres años, fui a limpiar el fil­tro y encontré dentro dos alevines, uno que ya murió y ése. Sus progenitores tampoco sobrevivieron a los me­ses en que descuidé el acuario. Aunque pequeño, puede que sea el pez más viejo de cuantos me quedan. Tú eres el blanco. ¿Por qué el blanco? Nunca he sido especial­mente ingenioso. Me encogí de hombros y le dije: Eres el blanco, no hay más que hablar. Desde aquella tarde se acercaba al acuario con más frecuencia que en tiem­pos anteriores. ¿Dónde estoy que no me veo? Lo pre­guntaba con la cara casi pegada al cristal. La llenaba de contento descubrir al molly escondido entre las plantas. Lo saludaba, se dirigía a él con su propio nombre, le decía cosas por lo general graciosas. También le decía que le daba pena su soledad. Triste.



Al otro lado del río hay una tienda de animales donde nunca he comprado nada. Fui el otro día, un poco por curiosidad, un poco por comparar los pre­cios. En la planta baja tienen un surtido abundante de libros. Me gustó uno con muchas ilustraciones, sobre plantas de acuario. Lo devolví a la balda después de comprobar lo que costaba. Había que preguntarle a Juani. Ella es la que se encarga del dinero. De vuelta a casa, al cruzar el puente, lo vi venir. Con semejante estatura es difícil que uno no se fije en él. Nos encon­tramos hacia la mitad. Llevaba bastantes días sin verlo. Supuse que estaría liado con el trabajo o con el arreglo del piso. Me preguntó qué tal. Tirando, le dije, ¿y tú? Ya ves. Nos quedamos en silencio. La mujer cogida de su mano vestía unos pantalones ceñidos. A pesar de los tacones no llegaba con la cabeza a los hombros de An­doni. No me la presentó. Bueno, a seguir bien, les dije. Me volví a mirarlos desde el final del puente. Para en­tonces ya habían alcanzado la franja de jardín que pre­cede a las casas. La mujer tenía buena planta. Pronto los perdí de vista. Juani me dijo que ni hablar. Le pare­cía muy caro. Agregó que de momento tenemos otras necesidades. La hija nos oyó y vino a la cocina. He pre­senciado incontables discusiones entre ellas. Ésa, en concreto, me desagradó más que otra ninguna. Me asusté de las miradas que se echaban y del tono de sus palabras. Un tono agrio, un tono feo. Intervine para de­cirles que no merecía la pena pelearse por un simple li­bro. Juani me contestó: Si tanto te interesa apunta el nombre en un papel y esperas hasta Reyes. La hija sa­lió de la cocina. La contera de goma de sus muletas producía un ruido de ira a cada contacto con el suelo. No te preocupes, aitá, dijo desde el pasillo. Yo te lo compraré. Mi hija. Me puse a secar con un trapo la va­jilla del escurreplatos. Nadie me lo mandó, pero yo soy así. Preveía el rapapolvo inminente de Juani. Terminó de fregar. Con el rabillo del ojo la vi secarse las manos en el delantal. Bajó la voz para decirme: ¿Te das cuen­ta de la que has armado? No tenemos lavaplatos ni mi­croondas, y tú todavía te empeñas en comprar libros. Volví la cabeza para asegurarme de que la hija no nos escuchaba. En susurros mencioné mi encuentro con Andoni por la mañana. Y con su acompañante. Sí, co­gidos de la mano. Juani adoptó un tono natural de voz. Jesús, me dijo, te pasas el día con tus peces, tus sopas de letras y tus partidos de pelota, y no te enteras de lo que ocurre a tu alrededor. Andoni y la hija habían de­cidido de mutuo acuerdo poner fin a su relación. Pero... ¿tú lo sabías?, le pregunté. Claro que lo sabía. Lo sabe todo el mundo, dijo, menos tú. Había tenido que avi­sar a los parientes para que no compraran los regalos de boda. Me callé. ¿Qué iba yo a decir? Continué se­cando la vajilla. Juani se fue a la cama. Al parecer le es­taba empezando otra jaqueca. A mí Andoni me caía simpático. No creo que haya muchos como él. Estoy se­guro de que habríamos congeniado. Ahora me tendré que hacer el ánimo de que no vendrá a nuestra casa. Bueno, a lo mejor viene alguna vez de visita. Era una persona excelente, pero hay cosas que no pueden ser. ¿Para qué darles más vueltas? Colgué el trapo húmedo en la escarpia. Me remordía la conciencia el asunto del libro. En ci fondo me puedo pasar sin él, puesto que tengo el acuario lleno de plantas. Incluso debería arran­car algunas para hacerles más sitio a los peces. Decidí ir al comedor a pedirle a la hija que no me comprara el libro. El precio era una exageración. Me paré en seco antes de entrar. A través de la puerta cerrada se oía la voz de la hija. Ven a saludarme, no me dejes aquí sola. En lugar de echar una cabezada en el sofá me fui a la calle. Pensaba aprovechar el buen tiempo para dar un paseo hasta la playa. No llegué lejos. En el porche, al lado de la farmacia, me tropecé con la vecina. El collie se acercó con el propósito evidente de que le acariciara el lomo. Jesús, me dijo ella, ¿adónde vas en zapatillas? Me miré los pies sorprendido. Me vinieron tentaciones de inventar una excusa, pero para qué. Volví a casa con la vecina y su perro. Ya no me acuerdo de qué habla­mos. Supongo que sería de algo triste.




FERNANDO ARAMBURU, Los peces de la amargura, Tusquets, Barcelona, 2006.

1 comments:

crisisocial dijo...

está intrigante la cosa
a ver como acaba