miércoles, 14 de noviembre de 2007

[TIC, TAC]

Tic, tac, tic, tac, tic, tac... el segundero del reloj de muñeca que yacía sobre la mesa de roble hacía más ruido del necesario en aquella silenciosa estación de metro abandonada llamada Soledad. Y Soledad se sentía sola consigo misma, como si la angustia por la necesidad que se apodera de cualquier ser humano de estar con otro ser animado (ya sea un recuerdo o un hombre) se hubiese desterrado de su alma para ser inmediatamente suplantada por el vacío emocional más absoluto. No lloraba, pero exhalaba su alma en cada suspiro, vaciándose más y más y más y más... a cada segundo más vacía, pero sin que nunca llegara a vaciarse del todo, como en una eterna agonía de la que lo único que se siente es NADA. Y la Nada no es poco comparada con el Vacío que ella sentía. Con los labios rojo-pasión-pero-no-tan-intenso-con-un-toque-de-coral entreabiertos y los ojos del color de la hierba fresca en primavera entornados, Soledad intentaba discernir entre lo que sentía y lo que pensaba, mientras su psique se amalgamaba con su corazón sangrante que no dejaba de perder sangre que no dejaba de recuperar que no dejaba de perder que no dejaba de recuperar que no dejaba de. Eterno re-torno. Entorno re-eterno. Cuántas veces había experimentado aquello. ¿Cuántas veces se lo habría preguntado? ¿Dos, quizá nunca? Quizá tres y ya había llegado su fin. Un, deux, trois. C’est fini. Début, noeud et fin. Levemente, casi sin alterar la íntima trayectoria descendente de una mota de polvo que en ese momento surcaba los aires en busca de un descanso en lo sólido, Soledad dejó caer inerte la mano que hasta entonces había estado sujetando su corazón, sobre su pecho. Suspiró, dejando escapar otro retazo de alma, en una calma inenarrable para la pluma común: el espacio-tiempo se desgarró y el fluido temporal dejó de fluir, los pájaros detuvieron su vuelo en el aire sin precipitarse contra la tierra, los salmones congelaron su remontada de los ríos, los colmillos de una leona pararon de desgarrar la tierna carne de una cría de búfalo y la sangre del MUNDO dejó de fluir; todo para que Soledad en ese momento retomara su actividad psíquica y se dignara a reaparecer en el mundo de los ¿vivos? sólo por un segundo al dejar caer su mano y suspirar, tranquila y sintiendo con toda su intensidad el dolor del ser humano, del cual huye y en el cual se regodea todos los días (¿Bendita ignorancia y maldito saber? Qui le sait? Who knows it? Chi lo sa? Wer weiß es? Quem o sabe?). A veces sentía que el mundo se cerraba sobre ella, y se obligaba a mentirse, diciéndose que quizá no fuese tal y como lo había visto. Quizá y sólo quizá los labios del hombre al que amaba tan profundamente como para sentirlo a tres kilómetros a la redonda si estaba atenta no estuviesen besando a aquella preciosidad de puta mal nacida. Quizá y sólo quizá la chica necesitara que le insuflaran aire y su gentil caballero estaba cerca para brindárselo desinteresadamente. Quizá y sólo quizá los veinte testigos que habían aportado su testimonio verosímil mentían como bellacos para hacerla dudar de su amor, incluidos sus mejores amigos, que nunca le habían mentido y nunca le mentirían. Después de todo él nunca les había gustado. Maybe, maybe, maybe... Otra vez tres. Se estaba muriendo.








Otra vez de vuelta a Argentina y su mundo, construido sobre cimientos platenses y edificado con muros españoles, se tambaleaba peligrosamente, amenazando con derrumbarse debido a la inestabilidad del terreno. No tenía sentido hacer caso de la realidad cuando esta era tan extremadamente nociva y tóxica. Mejor refugiarse en su cueva de indefensión e ingenuidad consentida. ¿Para qué enfrentarse a los hechos? No, mejor quedarse en standby y no preguntarse ni responderse, ni pensar siquiera. O pensar y que sus pensamientos se mezclaran con sus sentimientos.
Quizá sea mejor moverse me siento engañada a lo mejor llamo a Negro antes de irme Dios no quiero seguir viviendo mátame antes de que voy a la cocina quiera seguir sufriendo a por algo de comer estoy demasiado delgada debería procurar no quiero sufrir más cuidarme más y todo se acaba de ir al pedo.
Sólo le queda el dulce sonido aterciopelado de la trompeta de Satchmo ensordecida por el crepitar de un vinilo y el segundero de un reloj de muñeca que yacía sobre la mesa de roble y hacía más ruido del necesario en aquella silenciosa estación de metro abandonada llamada Soledad... Tic, tac, tic, tac, tic, tac, tic, tac...







Diego Salgado Travanca