miércoles, 21 de mayo de 2008

BIKINI VERDE, Roger Wolfe


BIKINI VERDE


La conocí en la recién inaugurada playa de Poniente de Gijón. Era morena y tenía una de esas melenas que te ponen las rodillas flojas: largos cabellos negros y ensortijados que le des­cendían en generosa cascada hasta el trasero.
Llevaba un escueto bikini de color verde, cuya parte infe­rior era menos que un tanga; más bien una especie de breve hoja de parra sujeta por un cordel que desaparecía entre sus glúteos por detrás, dejándole las mejillas de la retaguardia al aire.
En vanguardia, una ofrenda frutal que a duras penas le ca­bía en el sujetador del bikini. Y dos ojazos negros que debe­rían llevar un aviso sobre los efectos potencialmente devastadores de la radiación.
Cuando ves a una chica así tragas saliva para intentar aho­gar las mariposas que empiezan a revolotearte por la boca del estómago y luego miras a otra parte y sigues como puedas con tus asuntos. El maromo no suele andar lejos. El maromo suele ser algún guaperas de pelo engominado con pinta de haberse caído en un barril de bronceador.
Pero no había maromo a la vista.
Y no sé en qué consistió el inevitable intercambio inicial; cuando quise darme cuenta estábamos en el chiringuito de la Bodeguita del Medio, enfrente de la playa, sorbiendo mojitos de ron.
Unos cuantos rones y varios meses de abstinencia carnal pueden hacer cosas raras con la cabeza y el alcantarillado in­terno de un hombre, sobre todo si los dioses le ponen seme­jante hembra delante, y yo no me había terminado de creer lo que estaba ocurriendo.
El alcohol me entraba por un lado y se evaporaba sin dejar rastro por algún otro.
A mi afrodita debían de hacerle bastante gracia las chorradas que le estaba contando, porque se reía sin parar, dejando al descubierto dos hileras de perfectos dientes blancos alineados en una suculenta boca que mi mente se empeñaba en imaginar enfrascada en las prácticas más inconfesables.
Muy pronto me vi obligado a cubrirme el regazo con la toalla y los pantalones enrollados para disimular mi vergonzante astado.
Empezaba a resultar evidente que uno de nosotros iba a te­ner que tomar medidas al respecto, y supuse que tendría que dar yo quien iniciara el abordaje. Las mujeres suelen exigir igual­dad de condiciones en todo menos en lo que se refiere a dar el primer paso en estos casos.
Sin embargo, fue ella la que se adelantó.
—¿Por qué no cogemos un taxi y nos vamos a mi casa? No hay nadie y seguro que allí estamos un poco más tranquilos.
—¿Dónde vives?
—Por ahí por la Providencia.
Qué demonios le iba a decir. Me abotoné la camisa, me metí el bulto de la ropa debajo del brazo y salimos para allá.
Su casa resultó ser un chalé. Estaba en un alto, junto a la carretera de la Providencia, y desde allí arriba se divisaba todo Gijón. A lo lejos, alrededor del Molinón, se distinguían las car­pas blancas de la Semana Negra. Ecos de verbena subían flo­tando en el aire caliente hasta la casa.
—¿Has estado este año por allí?—me preguntó de pronto, saliendo a la terraza con dos copas y señalando con una de ellas al vacío.
—¿Dónde? ¿En la Semana Negra? Pues no. ¿Y tú?
—Me deprimen un poco las verbenas, ¿sabes? Ya desde pe­queña.
—¿Y si tú y yo nos montáramos la nuestra aquí?
—Mmm—dijo, tras relamer el borde de su vaso con la len­gua—. Eso sí que ya me suena mejor...
Entramos dentro.
En el dormitorio se sentó en la cama delante de mí, me en­lazó por la cintura y me bajó el bañador.
—Me parece que esto—me dijo, ayudándome a desen­ganchármelo de los pies—no te va a hacer falta de momento.
Y lo lanzó por la ventana abierta al jardín.
Nos metimos rápidamente en faena. Pero justo cuando em­pezaba lo mejor oímos el motor de un coche afuera, seguido de un ruido de neumáticos sobre gravilla y un chirrido de frenos.
—¡Dios! ¡Deprisa, tienes que largarte de aquí! ¡Ése es Elías!
—¿Elías?
—¡Mi novio! ¡Como nos pille aquí verás!
Agarré las sandalias, los pantalones y la camisa y salí co­rriendo en pelota picada al jardín. No tuve tiempo de poner­me a buscar el bañador. Crucé dando botes entre palmeras y geranios y llegué a la tapia del chalé. Me asomé por los huecos de la celosía que la coronaba y vi a un tipo, sin duda el tal Elías, inclinado con medio cuerpo dentro de un coche, reco­giendo algo del asiento de atrás.
Ahora o nunca, me dije, y salté la pared sin pensármelo dos veces. Caí de pie al otro lado, en un montón de arena moteada de excrementos de perro, y empecé a enfundarme los pantalo­nes. En ese momento Elías se incorporó y se dio la vuelta para entrar en la casa.
Aquello era una bestia. Una pirámide de carne humana puesta del revés. El sol trazaba visos siniestros en su cráneo rapado al cero y los cristales de sus gafas negras.
Tragué saliva por segunda vez aquella tarde.
—Calor, ¿eh? Je je. ¿No sabrás si se va por aquí a la playa nudista, verdad? Me parece que me he perdido.
Elías se llevó la mano al cogote y me miró un momento.
—Pueeees...
—No te preocupes, anda, que ya la encuentro yo.
Lo dejé allí rascándose la chola y me alejé dando brincos por el camino antes de que pudiera reaccionar.
Al llegar a la carretera me puse las sandalias y la camisa y consideré la posibilidad de volver a dedo a Gijón. Luego se me ocurrió que el desvío a Peñarrubia no podía estar tan lejos, y que un chapuzón en la playa nudista quizá me vendría bien para acabar de recuperarme del susto.
Lo peor que me podía pasar era que tuviera que quitarme de encima a algún viejo verde de los que solían pulular con prismáticos por allí. Pero en cualquier caso no iba a necesitar el bañador.

ROGER WOLFE, El arte en la era del consumo, Sial/ Contrapunto, Madrid, 2001, pp. 71-74.