sábado, 26 de septiembre de 2009

ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO, Albert Sánchez Piñol


Entre el cielo y el infierno



¿Qué se puede tener en una milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo se puede tener un recuerdo. Se puede tener un recuerdo triste. En una milmillonésima de segundo se puede tener una revelación: mientras nada bajo las aguas del Medi­terráneo, Enric Sanoi descubre que dedica su tiempo libre al submarinismo porque es un fracasado.
Es, en efecto, uno de los grandes artistas de la mediocridad humana. Cuando era un joven prome­tedor, Enric aspiraba a grandes hitos. Habría podido ser el inventor de la bombilla ecológica H1, que res­peta las mariposas como si fueran niños. O el inven­tor de la bomba atómica H2, que extermina a los niños como si fueran cucarachas. Habría podido ser el asesino que se presenta en el mercado y asesina a muchas mujeres, como Landrú, y hacerse famoso antes de que le ajusticiaran. O un militar que va a la guerra y asesina a muchos hombres, como Mambrú, y hacerse famoso después de que le condecoraran.
Pero no fue así. Cuando llegó a la edad adul­ta, y sin que se supieran los motivos, Enric renunció a los grandes hitos. Entró en la compañía de segu­ros, departamento de siniestros, y dejó de ser Enric para convertirse en Sanoi. Se ha pasado ahí los últi­mos treinta y cinco años, tramitando el expediente de su vida. A veces se dice a sí mismo que tiene una existencia feliz: mentira; nadie ha nacido para tramitar expedientes de seguros. La oficina no es un lugar celestial, tampoco es un lugar infernal; ha vivi­do treinta y cinco años recluido en un lugar que no es ni bueno ni malo: sólo es gris. Y, ahora, esta mil­millonésima de segundo le ha hecho ver que está vivo, pero que la suya es una existencia en suspenso, como la de los náufragos.
¿Qué es lo que no se puede tener en una mil­millonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo no se puede tener miedo. Cuando el ofi­cinista submarinista oye aquel misterioso ruido suc­cionador no le da tiempo ni a volver la cabeza. Su cuerpo se zarandea como si estuviera en el interior de unas cataratas. Se aturde. Pero, cuando el horror empieza a ganar terreno, se hace el silencio.
El oficinista submarinista no reacciona, Le abruma una oscuridad líquida. Quiere nadar, no pue­de: sus brazos topan con las paredes estomacales, cón­cavas y sólidas, más duras que el acero. Escucha, y a través del traje de hombre rana, a través de la densi­dad del agua, le llega una especie de latido monótono y continuado, como el de un cuerpo gigante. («Dios mío», piensa Enric, «¡estoy dentro del monstruo!». Y se estremece. Pero es un estremecimiento pletórico. Enric Sanoi vive una felicidad muy parecida al éxta­sis. Porque este hombre que no es nada, que no es Landrú ni es Mambrú, resulta que al menos es un hombre engullido por una ballena, hecho extraordi­nario. La mar es inmensa; los seres humanos, mi­núsculos; y él, precisamente él, el hombre más banal del mundo, ha sido tragado por una ballena.
Maquina la mente del oficinista submarinista:
«Como prueba de mi gesta cortaré las amígdalas del cetáceo, que deben de ser como jamones, y huiré por el orificio anal». ¿Quién le negará la fama en cuanto se haya liberado de aquella cárcel de carne acuática? La historia no recuerda casos parecidos; en la oficina le mirarán como a una criatura única. La gente de la calle, cuando le vea pasar, dirá: «Fíjate, es él, Enric Sanoi, el hombre que estuvo dentro de una ballena». El oficinista submarinista piensa en todas esas cosas. Sí. Lo piensa. Pero ¿y si algún malicioso pregunta qué mierda de mérito tiene que se te trague una ballena despistada, seguramente una ballena ciega? ¿Y si le preguntan cuál es la diferencia exacta entre la panza oscura de una ballena y una oscura oficina de seguros? Censura tan feroz como oportuna. Y, pese a todo, de golpe y porrazo, Enric se responde a sí mismo que no hay crítica que importe. Él ha estado en el interior de una ballena, y nadie podrá refutar una verdad de prin­cipio: que una ballena le ha devorado cuando nadaba muy cerca de la superficie, que es una experiencia in­sólita, y que por una vez en la vida él es el protagonis­ta de su vida.
¿Qué nos puede pasar en una milmillonési­ma de segundo? Muchas cosas. En una milmilloné­sima de segundo podemos descubrir que nos he­mos enamorado. En una milmillonésima de segundo puede concluir un eclipse que ha durado mil años, o puede empezar un diluvio que inundará el mundo. Puede ser concebido un niño, un dios, un niño dios. En una milmillonésima de segundo el oficinista sub­marinista Enric Sanoi, que está ahí dentro, en el vien­tre de la ballena, puede descubrir una verdad supre­ma: que para creerse un gran hombre sólo es preciso creerse un gran hombre.
Pero en aquel momento, cuando vive la ple­nitud de una libertad de espíritu imposible, Enric Sanoi oye unos inesperados ruidos mecánicos, más o menos como si se abriera la puerta de un garaje. Y, de pronto, sin más protocolos, su cuerpo inicia una caída libre.
¿Qué se puede tener en una milmillonésima de segundo? Se puede tener una visión: te puedes ver a ti mismo cayendo, cayendo y cayendo. Te rodea una inmensa burbuja de agua. Y debajo de ti, allá abajo, puedes ver el espantoso paisaje de un bosque en llamas, un fuego infernal al que la fuerza de la gravedad te aproxima inexorablemente. Y encima de ti, allá arriba, perdiéndose entre las nubes, puedes ver la imponente figura del hidroavión antiincen­dios, que se siente infinitamente ligero tras haber liberado las cincuenta toneladas de agua que le ha robado al mar.
¿Qué se puede pensar y repensar en una mil­millonésima de segundo? Toda una vida, sobre todo cuando esta milmillonésima de segundo es la última de una existencia. Y mientras cae sobre un fuego fo­restal, ridículamente vestido de hombre rana, el ofici­nista submarinista concluye que la distancia entre la gloria y la vanagloria es ínfima y está hecha de humo.


ALBERT SÁNCHEZ PIÑOL, Trece tristes trances, Alfaguara, Madrid, 2009, pp. 77-80.