miércoles, 16 de septiembre de 2009

PLENILUNIO, Antonio Muñoz Molina


A imagen y semejanza


En el principio es la sospecha. Van llegando los datos que despejan las dudas iniciales. Y entonces es el asombro. Y un montón de preguntas que le voy a ahorrar al lector porque no dispongo de espacio y también porque posiblemente no tengan demasiado que ver con la literatura, que es lo que interesa, sino con otro tipo de cuestiones que últimamente, sin embargo, logran salpicarla y hasta herirla. Hoy ya casi no nos queda más remedio que soportar altas dosis costumbrista—la “aberración” es de Benet; estoy disculpada—, juveniles o no. Pero era impensable el retroceso hasta los albores de
la novela moral y educativa y quizás sentimental: obras dirigidas al corazón, portadoras de todos los valores institucionalizados, que mostraban un ejemplo útil, la virtud perseguida por el vicio, la culpa y el arrepentimiento, el pecado y el castigo, en un universo novelesco cerrado e integrador. De ahí mi asombro. Y sin embargo, leer. Seguir leyendo Plenilunio para ver si al fin aparece algo. Y sí, puede que sí. Quizás ocurre por primera vez en el capítulo 12, página 141. Porque hasta entonces al lector sólo se le ha ofrecido un abanico de personajes que, si bien muy diversos entre sí y correctamente contrastados, resultan demasiado conocidos por estar muchos de ellos trazados con regla y compás, es decir, reducidos a las medidas del clisé y del tópico más común.



A saber: un cura—obrero a quien ni siquiera su antigua correspondencia con Althousser —¡nada menos!— logra redimir
—entiéndase liberar en tanto que criatura novelesca, es decir, singularizar—, sobre todo porque del padre Orduña se escamotea lo que sin duda debió de haber sido su conflicto —el paso del falangismo militante en los paredones de fusilamiento al “compromiso” cristiano-comunista—, a pesar de las abundantes referencias que del pasado del personaje nos proporciona el narrador. Susana Grey es una maestra que desempeña su tarea con admirable abnegación, pero que tiene una vida personal hecha trizas, en parte debido a la traumática experiencia que su ex” —un desalmado de izquierdas, alfarero popular, por más señas, el cual, después de hacerle trasladarse a la provincia, la plantó dejándola con todo (hijo, hipoteca, letras del coche), y que incluso la había obligado a ver videos pornográficos en algunas reuniones de amigos (p. 139), pero no le había permitido casarse de blanco (p. 91)— le había infligido. Pues bien, esta Susana Grey, en tal situación, encuentra el amor de su vida en la persona de un policía maduro cuya esposa está ingresada en un sanatorio a resultas del mucho padecer que durante el anterior destino del marido en el País Vasco hubo ella de soportar. Huelga decir que en este personaje apenas se entra. Sí en el alma del policía, que empezó como confidente en la universidad durante los años de la represión franquista y que al final casi llega a mártir.

Tal es el personaje que completa la trinidad protagónica —si la medimos por la extensión narrativa que se le concede a cada uno de estos personajes— de Plenilunio, una novela en la que Antonio Muñoz Molina se aproxima a la ardiente actualidad y narra el enigma —elijo esta palabra por lo que en el libro hay de patrón de novela policíaca, de persecución y búsqueda— que se abre con el asesinato de una niña en una ciudad de provincias.

Con tan rabioso material se supone que el lector debe vibrar. Pero no. El lector acaba con una desganada sensación de déja-vu, sobre todo porque en este mundo narrativo al alcance de cualquier fortuna mental se reiteran una y otra vez los aspectos más conocidos del mismo, o se dilatan innecesariamente otros, o abundan las repeticiones innecesarias, sin cumplir una función estructural o estilística, sólo como machaconería cansina. Cuando cualquier español de hoy está familiarizado con esa materia que abunda en los telefilmes y en las crónicas de sucesos, ¿por qué volver tan minuciosamente sobre ella? ¿Quién no reconoce párrafos como éste:
“Asaltaban sin respeto a la gente con los micrófonos en la mano, montaban guardia frente al portal donde había vivido la niña, rodeaban a todas horas la puerta de la comisaría, una multitud erizada de micrófonos, de cámaras de vídeo…”, etc. (p. 43)? O el de la página 180, con Nieves Herrero galopando entre la multitud de voyeurs.

En literatura, tanta proximidad no es saludable. Arrastra demasiadas impurezas. Para que la realidad entre selectivamente en la obra, es preciso interponer un filtro que libre a ésta de las adherencias con que aquélla —lícita o ilícitamente— puede amenazarla.


Muñoz Molina sabe ponerlo. Lo ha demostrado en otras novelas y relatos. Aquí creo que esa distancia está presente cuando aparece el personaje más ajeno al marco natural-mimético en el que se mueven la mayoría de las figuras, protagónicas o no. Me refiero al perverso, al Malo. Quien lea Plenilunio sólo como literatura tal vez entienda mi afirmación. Me parecen espléndidas las páginas 259-262 para mostrar cómo se puede penetrar hondamente en el ser de un personaje. Y tal criatura, así tallada, vale más, en tanto que creación literaria, que cualquiera de las otras, aunque sobre el personaje se carguen todo tipo de aberraciones y perversiones. Claro que, al final, el autor consigue destrozarlo en la ridícula escena de la cárcel, donde al asesino se le cuelga el clisé de iluminado bíblico.

Es lo que asfixia a los otros personajes de la novela: el clisé y el maniqueísmo al servicio o de un mensaje beatífico, blanco o rosa, lacrimoso, blando. Todo resulta demasiado previsible. Si los caracteres humanos son escaso interés —por el escamoteo de sus conflictos— y nos parecen trazados con plantilla, rellenadas sus vidas con un cúmulo de detalles y aconteceres que va hemos visto muchas veces en la pantalla o se nos ha contado en los periódicos, la acción o intriga tampoco nos depara mayores sorpresas. Conocedor del código que el autor ha elegido para su novela, el lector sabe que el final feliz es prescriptivo. Y así, ya desde la página 162 sabe que los terroristas atentarán contra el policía —aunque tal hecho se reserve hasta el mismísimo final—, que el chico y la chica acabarán enamorados, que el malo recibirá su merecido castigo, etc.

De la literatura esperamos una imagen de la vida, sí. Pero no sus destellos más pobres.

Ana Rodríguez Fisher, “A imagen y semejanza”,Clarín. Revista de nueva literatura.,Oviedo, Mayo-Junio de 1997, páginas 63.64.

ILUSTRACIÓN: El Coloso, Goya