martes, 7 de septiembre de 2010

TRACHINUS DRACO, Manuel Villena




TRACHINUS DRACO


-Déjeme ver el pie. ¿Es aquí donde le duele?
El cuerpo atlético, un acento gallego menos discreto que el piercing en la nariz, distanciaban a la socorrista notablemente de Celia. A él, sin embargo, le bastaron el mechón de pelo negro sobre los ojos y su obsesión para recodársela. No a la Celia a la que acababa de perder, ni a la que aceptó, risueña, casarse con él, sino a aquella que le resultó vedada: la que vivió feliz su niñez y adolescencia ignorándolo, esa de la que quedaba constancia en el álbum de fotos familiar que todavía no era capaz de abrir.
-Un escarapote. En las Rías Bajas le suelen llamar faneca brava. Ahora, en la bajamar, se quedan enterrados en la arena. Usted lo ha pisado. Sólo le ha clavado un radio. Agua muy caliente y amoníaco.
Mientras actuaba el remedio sacó de la penumbra un cuaderno en el que registró sus datos personales: nombre, edad, origen.
-De Palencia. Aquí echará de menos el calor.
Cuando ella consideró que se había cumplido el tiempo, le secó el pie y le aplicó una pomada sobre la que puso, con la misma diligencia y mimo de Celia, gasa y esparadrapo.
-Esto es un antihistamínico. A ver si así conseguimos controlar el dolor y reducir la inflamación. ¡Se le acabó la playa por hoy! ¡Además ya va siendo hora de comer! ¿Qué tal quedó, Javier?
Otro de los socorristas, menos joven y locuaz, miró el pie y le pidió que no se alejara del puesto durante unos minutos. Eligió sentarse en un banco que frecuentaban Celia y él al atardecer, para divisar la entrada en el dique de los barcos del cerco y los pequeños botes, que, desde hacía unos años, habían sido desplazados por las embarcaciones de recreo.
Subió descalzo por la calle peatonal que llevaba a su apartamento. La imperfección del adoquinado convertía su caminar en el de un torpe funambulista. No echaba de menos el calor, sino a Celia amarrada a su brazo para que sus tacones no encallasen entre los intersticios del granito. El picor del veneno lo dejó ante el escaparate de la pastelería, en la que tantas veces se habían guarecido de la lluvia. En el cristal, un rictus de dolor se superponía a las bandejas de pasteles.
La socorrista se lo encontró así, varado, boyando, cuando salía del local con varias barras de pan.
-¿Se marea? ¿Quiere que lo acerque al centro médico? Estas picaduras son muy dolorosas.
Se esforzó por sonreír. Quiso agradecer su amabilidad, pero sólo sintió vergüenza al comprobar que, a plena luz, apenas existían semejanzas. Como quien repite una oración, le dijo lapidario:
-¡Otros dolores hay!
Ella, antes de marcharse hacia su puesto, calle abajo, esbozó una sonrisa mientras posaba la mano sobre la de un hombre viejo.