lunes, 20 de diciembre de 2010

INVIERNO, Rubén Abella

Invierno


Sonia pasó la noche en blanco, juntando el coraje para llevar su decisión a la práctica. Se levantó temprano, nerviosa pero resuelta. Mientras se arreglaba lamentó que fuera invierno, pues con tanto frío no podía ponerse el vestido de tirantes que tan bien le sentaba. Aun así optó por una falda corta, para lucir bien las piernas, aunque fuese enfundadas en las medias de lana, y una casaca ceñida que realzaba su figura. Luego respiró hondo y salió de casa.
El autobús pareció demorarse más que nunca. Cuando por fin llegó, Sonia se montó de un salto, picó el bonobús y buscó con ansiedad entre la gente. Él estaba arrellanado junto a la ventanilla, con el cuello del abrigo subido y la vista perdida en la calle. Justo detrás de él había un asiento vacío. Sonia lo ocupó y, temblando como una hoja, acercó la cara a su cabeza, cerró los ojos y susurró:
—Te parecerá una locura, porque no nos conocemos. Pero yo te quiero. Te quiero desde hace dos años, tres meses y un día. Desde la primera vez que te vi en este autobús. Te quiero con toda mi alma, tanto que sólo vivo cuando te veo, cuando te pienso, cuando te siento cerca. El resto del tiempo es un trámite. Vida muerta. No hace falta que hables. No es necesario que te vuelvas. Sólo quería que supieses que, en lo que a mí respecta, antes de ti no había nada.
El resto del trayecto transcurrió en silencio. Al llegar su parada él se levantó, se echó la mochila al hombro y se bajó del autobús con la calma de siempre. Fue entonces, mientras se alejaba, cuando Sonia se fijó en el cable que le trepaba por el costado, desde el walkman hasta la oreja.

RUBÉN ABELLA, Los ojos de los peces, Menoscuarto, Palencia, 2010, pp. 109-110.

ILUSTRACIÓN