martes, 28 de diciembre de 2010

MADRE MEDEA, Pilar Adón

MADRE MEDEA


Regresó a Madrid con diez carretes de fotografías, unos cuantos pañuelos del Soho, algún anillo, pantalones de diseño escocés, galletas, unas gafas de sol, una camiseta blanca con un dibujo invernal y el lema Snowing in London, libros comprados en Dillon's, frascos de mermelada, cajas de té, una maleta que le rompieron en el aeropuerto y por la que hizo una reclamación en la que tuvo que detallar todo lo que llevaba dentro, sellos, tazas, envoltorios de chocolatinas, papel de regalo, cinco cd's, revistas y un niño.

En aquella época se dedicaba a escribir e ilustrar libros de viajes en ¡os que incluía sus propias fotografías y, cuando el niño tenía casi un año de edad, decidió que con el dinero recibido por la última actualización de su guía de Londres junto con lo que sacara del alquiler de su antiguo piso, podría permitirse el traslado a otro piso más grande en un barrio en el que nadie preguntara nada y en el que nadie supiera quién era. Y así lo hizo. No se lo pensó dos veces, porque para realizar el plan que tenía en la cabeza debía estar sola con el niño, completamente sola. Los demás tienden a moralizar sobre temas que no comprenden Moralizan, dan consejos, opinan, consideran... Y su proyecto era ciertamente inmoral. Extraño. Socialmente reprobable, incluso. Por lo que debía mantener el secreto más absoluto para poder lograr una personalidad pura, completa y únicamente intelectual, libre de los perniciosos contactos directos con el resto de la humanidad.

Al cabo de unos años, la única relación que el niño Jason mantenía con el mundo se producía a través de ella, de los libros, la música y de algunos programas de televisión cuidadosamente seleccionados con anterioridad. Sólo se le permitía ver informativos, programas culturales y alguna película especialmente interesante. Como ella no veía ningún otro espacio, al niño no le resultó difícil amoldarse a las directrices de su madre, ya que se produjo en él un proceso de mimetización considerablemente más agudo del habitual. El niño no tuvo otro progenitor al que emular más que a Elena Ocampo. No tuvo profesores de los que adquirir pautas de conducta o hábitos. Tampoco jugó con otros niños, por lo que no conocía el afán de superación física que se adquiere cuando se pierde un partido de fútbol o no se gana en la competición de relevos, ni experimentó la mezcla de sensaciones amor—odio hacia los alumnos de cursos superiores que, en cierta forma, sustituyen la de otro modo absorbente figura de los padres. Por todo esto, Jason sólo imitaba a Elena Ocampo, y lo que ella hacía lo hacía también él de la manera más espontánea, porque era lo que había visto desde que nació: leía al poner la mesa y escuchaba música clásica mientras se lavaba los calcetines.

Naturalmente, el niño Jason poseía una cara extremadamente pálida y unos ademanes lentos, pesados y oscilantes. Nunca había recibido directamente la luz del sol y su actividad corporal se limitaba a caminar por la casa, tomar un libro de una estantería o levantarse para beber agua. Elena Ocampo pensaba que los ejercicios gimnásticos eran del todo inútiles porque lo único que lograban era extenuar el cuerpo hasta el límite de no permitir ninguna otra labor posterior y, como ella quería obtener un ser eminentemente culto, no podía permitirse perder el tiempo en la consecución de una adecuada masa muscular Así que el pequeño Jason estaba flaquito y bastante poco desarrollado físicamente para sus ocho años. Si alguien hubiera llegado a conocerle entonces, habría calculado que no pasaba de los cinco y, además, habría percibido inmediatamente un intenso parecido con Elena Ocampo en todos los aspectos: movimientos, gestos, voz, la forma de sostener los cubiertos al comer, los libros al leer, los cuadernos al escribir... Se podría decir que mantenían una relación casi teatral entre ambos: Elena actuaba, planeaba, interpretaba su papel de madre profesora, y Jason aprendía, reaccionaba e imitaba.

Ella sabía que si se llegaba a descubrir el innegable hecho de que su hijo Jason no iba ni había ido nunca al colegio, el asunto podría desembocar en tragedia. De una forma o de otra, lograrían arrastrar al pequeño hasta cualquier aula colmada de niños que irían vestidos todos con su misma ropa y que serían tratados de la misma manera, aunque no supieran en qué curso incluirle debido a su ni supieran en qué curso incluirle debido a su nivel académico —evidentemente muy superior a lo que era de esperar a su edad—, y aunque los profesores se encontraran desbordados por la incesante lluvia de incisivas preguntas que Jason formularía constantemente. Y, respecto a Elena Ocampo, quizá perdiera la custodia del niño. Quizá perdiera su trabajo... Pero también sabía que cualquier riesgo merecía la pena con tal de ver cómo Jason demostraba que una educación bien dirigida podía engendrar genios, quizá un tanto asociales, pero genios sin duda. La vida que se desarrollaba era sólo el consuelo inmediato para aquellos que no encontraban satisfacción en sí mismos y, entonces, debían buscarla en los demás. Elena Ocampo quería dirigir la creatividad del pequeño hasta elevarla por encima de prejuicios y, así, mostrarla auténtica.

La verdad era que ella siempre había querido alcanzar algún tipo de inmortalidad. Ahora trabajaba en la televisión. Era presentadora de un programa dedicado al turismo rural, y aquello suponía, en cierto modo, una forma de conseguir cierta permanencia, algo efímera quizá, aunque real. Pero lo había intentado muchas veces antes: había deseado apasionadamente creer en alguna religión, pero no lo consiguió. Quiso emigrar al Tíbet. Quiso conocer a Paul Bowles. Quiso inventar algún objeto revolucionario o descubrir algo que supusiese un enorme avance para la humanidad... Hasta que un día, en Londres, supo que estaba embarazada, y entonces dejó de buscar su propia eternidad para comenzar a proyectarla sobre aquel futuro niño que sería su hijo Jason. Ella se haría infinita mediante la grandeza de él. Y, con esta idea, emprendió la elaboración de un plan formativo único para el niño. Crearía un método educativo especial e infalible que incluiría, entre otras muchas medidas, la de ordenar a las enfermeras que durante el parto pusieran muy cerca de su cama y a un volumen bastante moderado música clásica para que el niño sintiera cierta continuidad entre lo que había estado escuchando durante meses dentro de ella y lo que continuaría escuchando una vez fuera. También lo hizo con la aspiración de reducir el impacto de la expulsión. Pronto comenzó a acunarle leyendo en voz alta obras de Gide, Proust, Tolstói o Woolf. Decoró su habitación con láminas, postales y fotografías de Modigliani, de Gauguin y de Monet. Y nada de comenzar a hablar con sonidos como ajo o mamá —ella siempre le exigió que la llamara Elena—, sino con palabras como latín, libro, comer o París. Al fin y al cabo, no había mucha diferencia entre la pronunciación de ajo y la pronunciación de sajón, o entre mamá y matin. Desde su punto de vista, enseñar como primera palabra algo tan simple como ajo era una desastrosa pérdida del potencial retentivo de una mente virgen.


Elena Ocampo se movía algo inquieta en el asiento trasero del taxi. El conductor dedujo que se trataba de impaciencia:
—No se preocupe, señorita. Ya pasamos el accidente. Mire ahí. Mire... Menudo golpe. Seguro que hay heridos... ¿No se lo decía? Si es que no me extraña. Con esta lluvia...
Ella se fijó en el bulto que estaba extendido en el suelo, inmóvil, y no dejó de mirarlo hasta que el taxi avanzó lo suficiente como para perderlo de vista. Aquellas luces rojas y aquellas luces azules. Aquellos hombres intentando ayudar a otros hombres. Hombres informando, redactando... Vendría una grúa, retirarían el coche, limpiarían los restos de sangre, harían desaparecer los cristales, y allí, después de todo, no habría sucedido nada. Un hombre muerto, quizá de treinta y cinco años, quizá soltero, quizá casado, quizá de profesión abogado o arquitecto o decorador... Elena Ocampo nunca había hablado de la muerte con su hijo, pero daba por hecho que los libros le habrían enseñado ya algo sobre eso. La muerte era una constante en la literatura. Un tema tan frecuente como el amor o la guerra. En los informativos generalmente no se hablaba de otra cosa e incluso en el arte había cientos de representaciones de seres muertos. Además, ella sabía que Jason ya tenía las nociones elementales porque más de una vez le había sorprendido imitando alguna escena violenta. Nada serio, en realidad. Un día le encontró bajo la luz del flexo de su dormitorio, con lágrimas inmensas rodándole por la cara y el brazo izquierdo bañado en sangre. Habían estado viendo una película bélica aquella misma tarde, después de comer. Elena se acercó a él y ambos estuvieron observando el fluido rojo durante un instante.
—¿Te duele? —preguntó ella.
—Un poco —dijo el niño temblando.
—Yo creo que lo que te pasa es que tienes miedo. Te asusta la sangre, ¿no?
Jason levantó la cabeza, miró a su madre y no contestó. Siguió temblando hasta que Elena Ocampo terminó de curarle la herida.

Al llegar a su calle salió del taxi y le dijo al conductor que se quedara el cambio. Una vez en el ascensor, empezó a buscar sus llaves. Las llevaba en algún lugar de su bolso, pero nunca las encontraba con facilidad dado el desorden que mantenía entre sus cosas más cotidianas. Salió del ascensor, recorrió el breve espacio que conducía a su casa y, cuando abrió la puerta, notó que, extrañamente, no se oía ninguna música. El niño no había salido a recibirla y Elena comenzó a llamarle. Al no recibir respuesta, recorrió la biblioteca, la cocina, el larguísimo pasillo, hasta que, por fin, le encontró en su propia habitación. Jason estaba pálido, pequeño y delgado, corno siempre, pero además tenía de nuevo las manos llenas de sangre e intentaba esconder una cuchilla manchada de un rojo opaco debajo de la butaca que ella reservaba para colocar los libros que estuviera leyendo. Esta vez se había herido una pierna, y Elena Ocampo le encontró aterrorizado, tratando de detener el flujo de sangre que rodaba lentamente hacia sus tobillos. Se acercó a él, observó el carácter de su herida y preguntó:
—¿Vas a hacer esto con mucha frecuencia? ¿Se va a convertir en una costumbre?
El niño no contestó, y Elena salió un instante de la habitación para volver poco después con unas gasas y agua oxigenada.
—Me gustaría que me lo dijeras para estar preparada y no llevarme estos sustos cada vez que llegue a casa. Si tienes previsto seguir lesionándote haz el favor de decírmelo ahora, porque te aseguro que no es nada agradable entrar y encontrarte lleno de sangre.
Su hijo Jason continuaba sin decir nada, temblando, Hizo algunos gestos de dolor cuando su madre volcó el frasco de agua oxigenada sobre su pierna, pero no se quejó y ella actuó con la mayor frialdad igualmente.
—Supongo que te estará escociendo, pero esto no es nada. Nada comparado con lo que te puede llegar a pasar si sigues experimentando con este tipo de cosas.
Dejó de curarle la herida, se puso de pie y tomó de una de las estanterías cuantos libros pudo abarcar con ambos brazos. Luego los dejó caer cerca del niño y, volviendo a arrodillarse junto a él, dijo:
—Si te empeñas en seguir hiriéndote, es posible que te mueras antes de lo esperado y entonces me parece que todo esto —Elena señaló el montón de libros desperdigados por el suelo— no va a servir de mucho.
El niño seguía temblando.
—Todo lo que has aprendido desaparecerá contigo y tanto esfuerzo no habrá servido absolutamente para nada.
—No me importa —dijo él en voz muy baja.
Elena empezó a curarle la herida otra vez.
—Así que no te importa...
—No...
—¿Y si te dijera que a mí sí, que a mí sí que me importa muchísimo? ¿Qué dirías entonces?—Esperó a que el niño dijera algo, pero su hijo no contestó—. ¿Es que te da igual que a mí sí me importe? Responde. —El niño continuaba en silencio, con la cabeza hundida entre los hombros, y ella empezó a acariciarle el pelo—. Yo quiero que seas el mejor, el más listo. Quiero que deslumbres a todo el mundo cuando salgas de casa.
El niño Jason levantó entonces la cabeza:
—Y yo no quiero que te quedes sola —murmuró.
Elena sonrió. No entendía qué quería decir, pero sonrió.
—Yo voy a estar contigo siempre, mi vida —le dijo.
—No quiero que te quedes sola si yo me muero.
—Pero es que tú no te vas a morir. Vas a estudiar y vas a aprender y vas a ser el chico más listo del mundo. Todos los demás sabrán quién eres y te admirarán y te tendrán envidia.
Ella sonreía confusa mientras miraba los ojos casi ausentes de su hijo, que había tomado la botella del agua oxigenada de sus manos y que ahora se echaba el líquido sobre la herida sin contemplaciones, sin miedos y sin temblores.
—Yo no quiero que te quedes sola...—repitió el niño Jason sin haber escuchado una sola palabra de lo que Elena Ocampo le había estado diciendo.
Y entonces ella abrió enormemente los ojos, y comprendió.


PILAR ADÓN, Viajes inocentes, Páginas de Espuma, Madrid, 2005, pp. 47-54.