sábado, 30 de octubre de 2010

LA CHICA DE LA FOTOCOPIADORA, Fabián Vique

LA CHICA DE LA FOTOCOPIADORA


La chica de la fotocopiadora va perdiendo el alma a medida que fotocopia.
La chica de la fotocopiadora va perdiendo el alma a medida que fotocopia.
La chica de la fotocopiadora va perdiendo el alma a medida que fotocopia.
La chica de la fotocopiadora va perdiendo el alma a medida que fotocopia.
La chica de la fotocopiadora va perdiendo el alma a medida que fotocopia.
La chica de la fotocopiadora va perdiendo el alma a medida que fotocopia.




DESVÍO POR OBRAS: Lectura del autor

viernes, 29 de octubre de 2010

MUERTE COMO LOMO DE PEZ, Ángel Olgoso

MUERTE COMO LOMO DE PEZ


Cierto día vendí mi alma al diablo a cambio de conocer el futuro con veinticuatro horas de antelación, y se me concedió lo solicitado, y con mi poder alcancé pronto la plenitud profesional y mis certeras exclusivas —desastres naturales, cambios políticos, asesinatos, cotizaciones de bolsa— aumentaron la tirada de mi periódico y para ello no tenía más que mirarme en el espejo y leer en mi ojo izquierdo todas las futuras noticias de primera página que se producirían después con sobrecogedora puntualidad, y fui feliz, lo fui hasta que anoche leí en mi ojo izquierdo mi propia muerte, ahogado bajo el agua negra y musgosa, y sentí entonces un escalofrío porque sabía que el futuro se registraba infaliblemente, y me he encerrado, bajo doble llave, en la oscuridad de mi dormitorio, donde, paralizado, escucho ahora un suave bramido creciente, y uno tiene la sensación de que el río que atraviesa la ciudad ha comenzado a desbordarse.


ÁNGEL OLGOSO, Los líquenes del sueño, Tropo Editores, Zaragoza, 2010, página 35.

jueves, 28 de octubre de 2010

CASA TOMADA, Julio Cortázar

Casa tomada


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

—¿Estás seguro?

Asentí.

—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

—No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papa, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

—Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.


(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

—Han tomado esta parte—dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa?—le pregunté inútilmente.

—No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Julio Cortázar


JULIO CORTÁZAR, Cuentos, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2003, pp. 163-168.



DESVÍO POR OBRAS: Adaptación, interpretación , recreación y enmienda.

domingo, 24 de octubre de 2010

[SI HAS DECIDIDO SUICIDARTE...], Pedro Casariego Córdoba


Si has decidido suicidarte y no tienes buena puntería, te aconsejo que te entrenes con un secador de pelo.


PEDRO CASARIEGO CÓRDOBA, La vida puede ser una lata, Árdora, Madrid, 1994, página 23.


jueves, 21 de octubre de 2010

SERENATA DE SAN DIEGO, Tom Waits


SAN DIEGO SERENADE


I never saw the morning 'til I stayed up all night
I never saw the sunshine 'til you turned out the light

I never saw my hometown until I stayed away too long

I never heard the melody, until I needed a song.
I never saw the white line, 'til I was leaving you behind

I never knew I needed you 'til I was caught up in a bind

I never spoke 'I love you' 'til I cursed you in vain,
I never felt my heartstrings until I nearly went insane.

I never saw the east coast 'til I move to the west
I never saw the moonlight until it shone off your breast

I never saw your heart 'til someone tried to steal it away

I never saw your tears until they rolled down your face.


SERENATA DE SAN DIEGO

Nunca vi la mañana hasta que me quedé despierto toda la noche
Nunca vi la luz del sol hasta que apagaste la luz

Nunca vi mi país hasta que estuve fuera demasiado tiempo

Nunca oí la melodía hasta que necesité la canción
Nunca vi la raya de la carretera hasta que te dejé

Nunca supe que te necesitaba hasta que me metí en un lío

Nunca dije "Te amo" hasta que te maldije inútilmente
Nunca sentí las fibras de mi corazón hasta que casi enloquecí

Nunca vi la Costa Este hasta que me fui al Oeste
Nunca vi la luz de la luna hasta que brilló desde tu pecho

Nunca vi tu corazón hasta que alguien trató de robarlo

Nunca vi tus lágrimas hasta que se deslizaron por tu rostro.


TOM WAITS, The heart of the saturday night, Asylum, 1974.

Traducción: David F. Abel, Tom Waits. Jazz. Rhythm & Blues, Máscara, Valencia, 1995, p.199.

jueves, 14 de octubre de 2010

BLANCO, José Luis Jover, Ricardo Menéndez Salmón, Kasimir Malévich



BLANCO


Papel vacío que lo blanco defiende.
¿Lo blanco defiende el vacío papel?
¿El papel vacío defiende lo blanco?


JOSÉ LUIS JOVER, A esta baraja le faltan corazones, Pre-Textos, Valencia, 1993, página 15.

*****


Hay días en que no sucede nada. Es decir: nada que adopte la forma de una escritura sensata. Mucha gente, en realidad, pasa por la vida sin hacer nada, sin decir nada, nadeando de forma constante, pero quizá no sea consciente de ello, o no le importe, o, sencillamente, lo ignore. La nada es a menudo una condición invisible, inaudible, insípida. Se vive en ella como se respira: de modo mecánico. Al escritor, sin embargo, lo sobresalta la nada, lo abruma, lo devora como un cáncer secreto. Sentado ante su tarea, intentando poner orden en lo que sucede, interrogándose brutalmente, apremiando a los hechos para que los hechos hablen, de pronto descubre que no tiene nada que decir, nada de lo que hablar, nada que escribir.


RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN, La luz es más antigua que el amor, Seix Barral, Barcelona, 2010, p. 112.


MALÉVICH, Cuadro blanco sobre fondo blanco (1918)

martes, 12 de octubre de 2010

DOBLE, José Luis Jover

DOBLE


Faltó un amanecer
y un sol que rompiese
contra la nieve
que te envuelve
y te heló.

***************


(Amanecer que te nieve
y que rompiese un faltó
te heló la contra
y envuelve un sol.)


JOSÉ LUIS JOVER, A esta baraja le faltan corazones, Pre-Textos, Valencia, 1993, página 67.

LA LUZ ES MÁS ANTIGUA QUE EL AMOR, Ricardo Menéndez Salmón

«La luz es más antigua que el amor. Porque la luz es anterior al hombre, y sólo donde existen hom­bres existe el amor. La luz nació antes de que la in­teligencia del hombre pudiera comprenderla, antes de que sus sentidos pudieran contemplarla; por eso al hombre le sorprende tanto e insiste en pintarla o, como hago yo ahora, en describirla. Y por eso los científicos investigan su aspecto, su frecuencia, las peculiaridades de su naturaleza. Quizá también por esa razón los científicos, que han sido los grandes protagonistas del siglo XX, nos informan de un gran número de paradojas acerca de la luz. A mí, sin em­bargo, la pregunta que me inquieta es otra: si la luz, por antigua que sea, posee edad, ¿no está sometida al envejecimiento? La Tierra envejece, todos los ani­males sobre ella envejecen. Cuando imagino el en­vejecimiento de la luz, imagino que la luz pierde velocidad.»



«La luz es más antigua que el amor. El factor tiempo es por lo tanto clave para comprender los mecanismos de la luz. Porque si el amor es propie­dad exclusiva de nuestra especie —perros, gorilas o caballos no aman—, cabe pensar en un tiempo antes del amor, en el que la luz ya existía, y cabe así mismo pensar (desconozco qué pensamiento resulta más desalentador, si aquél o éste) en un tiempo, después del amor, es decir, después de los seres hu­manos, en el que la luz seguirá existiendo. Los cien­tíficos, que han ocupado durante el siglo XX el lugar de los filósofos y de los artistas, pues no sólo han interpretado el mundo, sino que también lo han ex­plicado poéticamente, disponen de un gran número de imágenes para hacernos sentir nuestra pequeñez. Una es ésta: la luz existe con independencia de que exista un sujeto que la contemple.»



RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN, La luz es más antigua que el amor, Seix Barral, Barcelona, 2010, pp. 40-43.

miércoles, 6 de octubre de 2010

PRÉLUDE DE LA PORTE HÉROÏQUE DU CIEL, José Luis Jover

PRÉLUDE DE LA PORTE HÉROÏQUE DU CIEL
(Erik Satie)


De muy niño, cuando tenía un año, y menos, se dormía con una música que su madre hacía sonar en el gramófono. Era un piano. Luego pasó el tiempo, y hubo un momento en el que ya no volvió a escuchar aquella música. Después olvidó qué música era. Y al final ni siquiera recordaba que hubiera habido alguna vez una música con la que de niño se dormía. Anciano ya y enfermo, una noche soñó escuchar aquel piano y aquella música, que reconoció enseguida, en el sueño. Y ya no despertó.


JOSÉ LUIS JOVER, A esta baraja le faltan corazones, Pre-Textos, Valencia, 1993, página 27

martes, 5 de octubre de 2010

LA SESIÓN DE MAQUILLAJE, Empar Moliner



LA SESIÓN DE MAQUILLAJE


   El Nobel de Literatura Sigmund Grossman ha aceptado ir al magazine de las mañanas de la televisión pública, aprovechando que está en Barcelona para recoger el premio Memoria Hebrea, que distingue a las personas que trabajan a favor de la divulgación del horror nazi. El hombre se desenvuelve bien en español, porque su segunda mujer —la primera murió en el campo de Birkenau— nació en Tarragona, aunque ha vivido buena parte de su vida en Varsovia. No le hará falta traductor simultáneo, pues.
   Cuando termine la entrevista, que le han asegurado que no será muy larga, se irá al hotel a repasar el discurso de aceptación del galardón y a dormir un poco (se cansa mucho, está mayor). Tras el homenaje, cenarán con el presidente y con su editor (que tiene los derechos de toda su obra, porque le publicó Canción de cuna en el campo de exterminio antes de que ganara el Nobel, cuando aquí aún no lo conocía nadie). Al día siguiente por la mañana tiene que coger el avión para Bélgica, donde empezará la gira europea.
   La azafata lo acompaña del brazo a la sala de maquillaje y peluquería, le indica dónde sentarse y se ofrece a guardarle el bastón mientras tanto. Enseguida, una maquilladora le echa un vistazo profesional y le anuncia que sólo le aplicará un poquito de base en la cara y le tapará los brillos de la calva y de las manos. Y ya le protege el cuello de la camisa con dos servilletas de papel, para que no se le manche. Empieza el trabajo.
   —¿Está cómodo?—le pregunta.
   —Sí, muchas gracias.
   La chica unta una esponja triangular con la pasta marrón de un tubo. Después se la aplica en la cara.
   —Y usted ¿de qué viene a hablar?—le pregunta, sin dejar de maquillarle.
   —¿Perdón?
   El Nobel no la ha entendido. A veces, si el interlocutor habla deprisa y no puede verle los labios, no acaba de saber qué le dice. Además, está sordo del oído derecho.
   —Que de qué hablará.—Y con un pincel señala el techo, para que el hombre mire hacía arriba (le quiere tapar las bolsas de los ojos)
   —¿De qué tema viene a hablar al programa?
   —¡Ah! De un libro que he escrito, supongo...—Y sonríe con modestia.
   Ahora la maquilladora le señala el suelo, para que mire hacia abajo (le quiere repasar los párpados). El no lo entiende.
   —Mire al suelo.. .—El tono es como un sonsonete. Sol, mi bemol, sol, sol. Sigmund Grossman lo sabe porque antes tocaba el violín.
   —¿Y de qué va, el libro?
   El premio Nobel vuelve a sonreír. El argumento de El gélido sopor de Auschwitz, su última obra, no es fácil de explicar. En el plató, cuando le pregunten, quizás dirá que es la historia de su vida en el campo de concentración. Y que también es una reflexión sobre el mal.
   —Es una novela—contesta finalmente.
   —¡Ah! Pues qué bien que le entrevisten, ¿no?—exclama la maquilladora—. Lo va a notar un montón en las ventas. Este programa tiene mucha audiencia. Lo ve mucha gente. No hable ahora.
   Moja un bastoncito en un tubo lleno de una pasta brillante y transparente y se lo aplica por los labios.
   —Ahora ya puede hablar. ¿Qué me estaba diciendo?
   Pero el hombre sólo sonríe y hace un gesto con la mano.
   —¿Y es el primer libro que escribe?
   —No... Ya llevo unos cuantos.
   —¿Ah, sí?—Ella parece muy contenta—. Qué bien, ¿no?
   —Sí.
   —¿Y cuántos más ha escrito?
   Para no tener que responder, Sigmund Grossman finge no recordarlo. Ríe y, al hacerlo, se le marcan unos surcos en la barbilla, como los de la concha de una vieira.
   —Uy... No sabría decirle.. .—Se nota que no es castellanoparlante porque habla con demasiada corrección.
   —¿No se acuerda? ¡Eso quiere decir que son muchos! ¿Más de cuatro?
   —Sí, sí. Unos cuantos más...
   Ha escrito doce novelas y un volumen de poesía: Genocidio concertado.
   —¡Hala! ¡Más de cuatro! Pero entonces ya se puede decir que es un profesional. —La mujer tiene una voz infantil—. ¿Cómo se llama usted?
   —Eh... Sigmund.
   —Sigmund, Sigmund... Pero Sigmund ¿qué más?
   —Sigmund Grossman.
   —Mmm... No me suena—y menea la cabeza—. Por si acaso, después me lo apunta. No me suena. Pero es que yo para los nombres... Dígame títulos de sus libros. ¿Todos son novelas?
   —Sí.
   El premio Nobel ha dicho que sí para no tener que extenderse.
   —Y ¿están bien?
   Él hace un gesto ambiguo.
   —Dígame títulos a ver si me suenan. Yo leo mucho. Me encanta leer, pero no tengo tiempo.
   —Ah, eso está muy bien. ¿Y qué lee?—El hombre se lo pregunta para tratar de cambiar de tema.
   —¡Buá! ¡De todo! Ahora me he bajado uno de crecimiento personal, en pdf. Ah... Lo tengo aquí, en la taquilla. No me acuerdo del título exactamente. Es que yo, para los títulos...
   Va hasta la taquilla y vuelve con unos folios encuadernados:
   —Éste. Eso: No le llames más. ¿Lo conoce?
   —No. No, no.
   —Está muy bien. Lo ha escrito una chica que sale en el programa, que es sexóloga.
   —Ah.
   —A ver. Es muy útil. Te quita la dependencia emocional que puedas tener por una ex pareja.
   —Ajá...
   —Venga, dígame un título de un libro suyo, que me lo voy a bajar. Para cuando me termine éste.
   —Ya se lo enviaré, no se preocupe.
   —Pero ¡si no sabe mi nombre! Ahora se lo apunto. Laura Piris, me llamo. Después, después se lo apunto.
   —Sí, gracias.
   La chica coge una brocha y le colorea las mejillas:
   —Pero ¿de qué va el que me enviará?
   —Del Holocausto...
   —A mí, sobre todo, me gustan los de intriga. ¿Es rollo intriga, éste?
   El hombre hace una mueca de dolor que tanto puede querer decir que sí como que no.
   —Ahora le maquillaré un poquitín las manos...—anuncia la chica—. ¿Se puede remangar, para que no le manche los puños?
   —¡Ah! Sí, sí.
   El hombre trata de obedecer pero le tiembla el pulso. Así pues, ella le ayuda. Pero a medio hacer se interrumpe, admirada.
   —¡Joder!——y le clava los ojos en el antebrazo izquierdo—. Pero ¡si tiene un tatuaje! Qué moderno.
   Él trata de bajarse la manga, de repente muy incómodo. Se atraganta.
   —¿Qué es? ¿Qué simboliza?
   —Un... número...—murmura con un hilillo de voz.
   —Un número. Y qué largo.... ¡Qué original!... Yo tengo una mariquita, pero aquí. —Y se aparta la tira del sujetador para que él pueda verla.
   —Muy bonita...
   —A mí me gusta que los tatus no sean muy grandes. Así, como el que lleva usted, que es superelegante. Que se noten pero que no se noten. ¿Quién se lo ha hecho? ¡Es que me encanta!...

EMPAR MOLINER, No hay terceras personas, Acantilado, Barcelona, 2010, pp. 9-13.

viernes, 1 de octubre de 2010

CARTAS A OPHÉLIA, Fernando Pessoa


Todas las cartas de amor son
ridículas.
No serían cartas de amor si no fuesen
ridículas.

También en mi tiempo escribí cartas de amor,
como las demás,
ridículas.

Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser
ridículas.

Pero, al final,
sólo las criaturas que nunca escribieron
cartas de amor
son las que son
ridículas.



FERNANDO PESSOA, Cartas a Ophélia, Libros del zorro rojo, Barcelona, 2010, p. 145.


ILUSTRADOR: Antonio Seguí.