viernes, 8 de abril de 2011

LA CRUZADA DE LOS NIÑOS, Bertolt Brecht & Carme Solé Vendrell

 

BERTOLT BRECHT & CARME SOLÉ VENDRELL, La cruzada de los niños, El Jinete Azul, Madrid, 2011.

LA CRUZADA DE LOS NIÑOS

Fue en Polonia, el treinta y nueve,
donde una invasión sangrienta
convirtió en agreste tierra
muchas de sus ciudades y aldeas.
       
El hermano perdió a la hermana,
la mujer al hombre, en el batallón;
entre tanto fuego y ruinas
el niño a los padres no encontró.
       
De Polonia no llegó más,
ni carta ni noticia impresa.
Pero una extraña historia, allá
en el Este, aún se cuenta.

Caía la nieve mientras se relataba,  
en una ciudad oriental,
la cruzada de unos niños
que, en Polonia, echó a andar.
       
Allí, multitud de niños hambrientos
inundaron los caminos,
arrastrando a su paso a otros
que huían de sus pueblos destruidos.
       
Trataban de escapar de la guerra,
nocturno infernal,
y así, quizá, algún día alcanzar,
en otro país, la ansiada paz.
         
Eligieron un jefe
por su animo y empuje.
Y aún tan niño, encontrar el camino
fue su única y gran certidumbre.
       
Once años tenía la niña que, en brazos,
llevaba al crío de cuatro.
Sin paz y sin hogar,
suplió toda carencia maternal.
       
Un niño judío iba entre ellos,
con cuello de terciopelo,
acostumbrado al blanco pan,
se abrió camino resuelto.
       
Guiados por dos hermanos
diestros en el arte de la guerra,
ocuparon una granja evacuada
que pronto inundó la tormenta.

Y, de lejos, camuflado en el paisaje,
un flaco uniforme gris les seguía.
Cargaba una terrible culpa:
de los nazis, una embajada traía.
       
Entre ellos surgió un músico
que encontró un tambor entre las ruinas.
Le quitaron los palillos:
tanto ardor delataba su presencia.
       
Y con ellos un perro que,
aun capturado como sustento,
fue aceptado como uno más;
no cabía más sufrimiento.

También tenían una escuela
y un pequeño maestro de caligrafía.
En la coraza ametrallada de un tanque,
inconclusa quedó la palabra «alegr.. .».
       
Hubo un concierto:
junto a un río rumoroso en pleno invierno,
redoble de tambor
sin miedo a ser descubiertos.
       
Y surgió un amor.
Ella tenía doce; él, quince.
Peinaba su cabello
en patios ametrallados.

El amor no duró mucho.
Llegó el invierno:
cómo podrían florecer dos arbolillos
bajo un frío tan intenso.
       
También tuvieron su guerra
con otra agrupación afín
que, porque era absurda,
jamás llegó a concluir.
       
Y, aún luchaban a brazo partido
por una garita venida abajo,
cuando al bando rival, por decir algo,
se le acabo el rancho.
       
Al enterarse, el enemigo
envió patatas en son de paz,
pues un soldado desfallecido
mucha guerra no puede dar.    

Tampoco un juicio faltó
a la leve luz de dos velas,
y el juez fue condenado
tras una penosa audiencia.
       
También se celebró el entierro
de un joven con cuello de terciopelo.
Dos polacos y dos alemanes
llevaron a la tumba sus restos.
       
Allí, protestante, católico y nazi
le dieron sepultura;
al terminar, un pequeño comunista
les recordó su labor futura.
       
Así pues, a falta de carne y pan,
tenían fe y esperanza.
¡Que no oiga yo reproche si robaron
a quien les negó amparo!
       
¡Ni tampoco contra el hombre
que no les convidó a su mesa!
Hace falta harina, no espíritu de sacrificio,
para alimentar a media centena.
       
Se dirigían hacia el Sur:
las sombras que proyecta el sol,
a las doce del mediodía,
les guiaban hacia su salvación.
       
Recostado contra un abeto
hallaron a un soldado herido.
Cuidaron de él siete días
para que les revelara el camino.
       
Él solo exclamó: —¡Hacia Bilgoraj!
Y por fuertes fiebres aquejado
al octavo día murió.
También su cuerpo fue enterrado.
       
Y aunque dieron con otras señales,
¿indicarían la dirección correcta?
volcadas, y por la nieve cubiertas,
chirriaban perdidas como veletas.
       
Quizá no había mala intención
sino motivos estratégicos:
pero ¿cómo encontrar Bilgoraj
en un desierto de hielo?
       
Iban apiñados en torno al guía,
que escrutaba en la ventisca:
hasta que un pequeño dedo se alzó
y alguien gritó: —¡Allí, en lontananza!


Una noche, divisaron un fuego
que siguieron desde lejos.
Un día, tres tanques pasaron de largo,
con gente dentro.
       
Al llegar a una ciudad,
dieron un gran rodeo;
hasta que no la dejaron atrás,
solo de noche anduvieron.
       
En el antiguo sudeste polaco,
envuelta en blancos remolinos,
desapareció sin dejar ni rastro
la cruzada de unos niños.
       
Siempre que cierro los ojos,
les veo caminar
de una ruina a otra,
sea granja, aldea o ciudad.

Sobre ellos, allá en las nubes,
otras cruzadas veo pasar.
Resisten el embate del frío viento,
sin rumbo y sin hogar,
       
en busca de otro país, de un hogar,
lejos del fuego y del tronar,
donde por fin vivir en paz:
¡su tamaño es colosal!
       
Y, a la luz del crepúsculo,
pronto ya no parece la misma,
otras caritas veo:
¡españolas, francesas, amarillas!
       
En Polonia, aquel enero,
se encontró un perro sin dueño,
 de cuyo flaco cuello
colgaba un mugriento letrero.
       
«¡Auxilio! Hace mucho frío
y no encontramos el camino.
Quedamos cincuenta y cinco.
El perro hará de lazarillo.
       
Si os fuera imposible venir,
ahuyentadle, no le disparéis.
Es nuestra última esperanza,
solo él conoce este sitio».
       
De puño y letra de un niño.
Lo leyó gente del campo.
Hace año y medio de esto.
El perro murió en sus brazos.

 
TRADUCCIÓN: Moka Seco Reeg