lunes, 23 de mayo de 2011

[HACÍA MESES...], Rubén Abella



Hacía meses que los contadores de la luz no contaban nada y los cables inútiles se desparramaban por los muros como enredaderas muertas. Cuando el sol se ponía varias cuadras calle abajo, al otro lado del malecón, la oscuridad se adueñaba del edificio en ruinas. Llenaba cada hueco, cada ángulo, cada resquicio. Teñía de negro el aire húmedo, los techos agrietados, el aliento de las diez familias que vivían arracimadas alrededor del patio.
Sin embargo, lejos de molestar, la sombra se había hecho amiga de la casa. Los niños se subían a su espalda y, en el limbo de algodón que separa la vigilia del sueño, jugaban a imaginar las mil y una caras de la luz. Los mayores, escondidos en sus pliegues, palpaban el espacio sin más coordenadas que sus cuerpos. Se tocaban, se susurraban, se fundían, aprendían a conocerse mejor en el centro de la negra nada.
Por la mañana, los habitantes del viejo caserón recibían la claridad con un ápice de nostalgia, pronto mitigada por la certeza que cuando terminara el día, la oscuridad, dulce y prieta, volvería a visitarlos.



RUBÉN ABELLA, No habría sido igual sin la lluvia, NH, Madrid, 2008, pp. 103-104.