viernes, 30 de septiembre de 2011

LA SALSA PORTUGUESA, Ana María Shua



LA SALSA PORTUGUESA

   Un matrimonio mal avenido recibe invitados. Hay pollo con salsa portuguesa. La esposa le sirve la parte blanca al invitado y le ofrece salsa. El marido sospecha de su mujer. Con ridícula cortesía le ofrece salsa a la invitada. La esposa sospecha de su marido. Insiste en agregar salsa al plato del invitado. Los invitados sospechan fuertemente del pollo.
 

jueves, 29 de septiembre de 2011

[HISTORIAS DE FANTASMAS...], Charles Simic

   Historias de fantasmas escritas en ecuaciones algebraicas. Ante la pizarra, la pequeña Emily está aterrorizada. Las X parecen un cementerio de noche. El maestro quiere que hurgue entre ellas con un trozo de tiza. Todos los niños aguantan la respiración. La tiza blanca chirría una vez entre los signos de más y menos, y luego se calla de nuevo.


CHARLES SIMIC, El mundo no se acaba y otros poemas, DVD, Barcelona, 1999, p. 31.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

[EL EMPERADOR CARLOMAGNO...], Italo Calvino



   El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.
ITALO CALVINO

EDUARDO BERTI (Editor), Historias encontradas, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009, p. 83.

martes, 27 de septiembre de 2011

EL TIEMPO VUELA, Federico Fuertes Guzmán


EL TIEMPO VUELA

   Lidia, su anciana madre y yo estamos sentadas en una cafetería y hablamos del tiempo: del tiempo con mayúsculas, del tiempo que nos lleva y nos trae, del tiempo imperial del cosmos. Está hermosa hoy mi princesa Lidia. Da un sorbo de su taza de té y gira la cabeza. Algo atrae su mirada tras el gran ventanal junto al que merendamos. «¡Mirad allí arriba!» dice de pronto. La madre y yo miramos al cielo. Como un grupo de flechas de oro, impecables y obedientes, diez años pasan volando sobre nuestras cabezas.
   Me vuelvo hacia Lidia. Ahora tiene gafas y el pulso le tiembla ligeramente, como a su difunta madre.

FEDERICO FUERTES GUZMÁN, Los 400 golpes, e.d.a., Benalmádena, 2008, p. 76.
Ilustración: Kathy Hare

lunes, 26 de septiembre de 2011

GRACIAS, SEÑORA, Langston Hugues


GRACIAS, SEÑORA
         

   Era una mujer grande, con un bolso grande en el que había de todo, menos martillo y clavos. Tenía una correa larga, y lo llevaba colgado del hombro. Serían las once de la noche, estaba oscuro, e iba andando sola, cuando un muchacho pasó corriendo detrás de ella y trató de arrancarle el bolso. La correa se rompió con el súbito tirón que el muchacho le dio desde atrás. El peso del propio muchacho y el peso del bolso, al juntarse, le hicieron perder el equilibrio. En lugar de salir a todo correr como había planeado, lo que hizo fue caerse de espaldas en la acera, con las piernas al aire. La mujer grande se limitó a volverse y darle una patada en pleno trasero enfundado en vaqueros.
   Luego se inclinó, cogió al muchacho por la pechera de la camisa y le sacudió hasta que le castañetearon los dientes.
   Entonces la mujer le dijo:
   —Recoge mi cartera, muchacho, y dámela.
   Seguía teniéndole bien cogido. Pero se inclinó lo suficiente para permitirle a él agacharse y coger el bolso. Luego dijo: 
   —Bueno, ¿y qué? ¿Es que no te da vergüenza?
   Firmemente asido por la pechera de la camisa, el muchacho dijo:
   —Sí, señora.
   La mujer dijo:
   —¿Para qué querías hacer eso?
   El muchacho dijo:
   —No tenía intención de hacerlo.
   Ella dijo:
   —¡Mientes!
   Dos o tres transeúntes se pararon, se volvieron a mirar, y algunos se quedaron mirando:
   —¿Echarás a correr si te suelto? —preguntó la mujer.
   —Sí, señora —dijo el muchacho.
   —Entonces no te suelto —dijo la mujer, y no le soltó.
   —Lo siento mucho, señora —murmuró el muchacho.
   —Vaya, vaya. Tienes la cara sucia. Tentada estoy de lavártela. ¿Es que en tu casa no hay nadie que te diga que te laves la cara?
   —No, señora.
   —Pues esta noche te la lavo yo —dijo la mujerona, poniéndose en marcha calle adelante, arrastrando al muchacho consigo.
   Tendría catorce o quince años, era frágil y silvestre como un sauce, llevaba zapatos de tenis y vaqueros.
   La mujer dijo:
   —Si fueras hijo mío te enseñaría lo que está bien y lo que está mal. Lo menos que puedo hacer ahora es lavarte la cara. ¿Tienes hambre?
   —No, señora —dijo el muchacho, mientras era arrastrado—, lo que quiero es que me suelte.
   —¿Me metí yo contigo cuando di la vuelta a la esquina? —preguntó la mujer.
   —No, señora.
   —Fuiste tú quien se puso. en contacto conmigo —dijo la mujer—. Si piensas que ese contacto no va a durar un buen rato te equivocas de medio a medio. Cuando acabe con usted, caballerete, le aseguro que  se acordará de Mrs. Luella Bates Washington Jones.
   El muchacho tenía el rostro cubierto de sudor y comenzó a forcejear. Mrs. Jones se paró, lo puso delante de ella de un tirón, le hizo una llave y le atenazó el cuello con la mano; así le fue arrastrando calle adelante. Al llegar a la puerta de su casa, la mujer hizo entrar al muchacho, primero a un recibidor, y luego, en la parte trasera de la casa, a una estancia grande amueblada como cocina—cuarto de estar. La mujer encendió la luz y dejó la puerta abierta. El muchacho oía a otros pupilos que reían y hablaban por la amplia casa. Algunas de las puertas, además, estaban abiertas, de modo que era evidente que no se encontraba a solas con la mujer. La mujer le tenía todavía cogido por el cuello, aunque estaban en medio de su habitación.
   Le preguntó:
   —¿Cómo te llamas?
   —Roger —respondió el muchacho.
   —Bueno, Roger, pues vas a la pila esa y te lavas la cara —dijo la mujer, soltándole... por fin. Roger miró a la puerta; miró a la mujer; miró a la puerta; y fue hacia la pila.
   —Deja correr el agua hasta que salga caliente —dijo ella—, aquí tienes toalla limpia.
   —¿Me va a meter en la cárcel? —preguntó el muchacho, inclinándose sobre la pila.
   —Desde luego con esa cara no se te puede llevar a ningún sitio —dijo la mujer—. ¡Y yo que venía a casa a hacerme algo de cenar, y vas tú y me robas el bolso! A lo mejor tampoco tú has cenado, con lo tarde que es. ¿O sí?
   —No hay nadie en mi casa —dijo el muchacho.
   —Pues entonces vamos a cenar —dijo la mujer—, me da la impresión de que tienes hambre, o la has tenido, porque si no no me habrías intentado robar el bolso.
   —Lo que quiero es un par de zapatos de ante azul—dijo el muchacho.
   —Pues la verdad es que no tenías necesidad de robarme el bolso para comprarte un par de zapatos de ante azul —dijo Mrs. Luella Bates Washington Jones—, me los podías haber pedido a mí.
   —¿Sí, señora?
   Con la cara goteando agua el muchacho se la quedó mirando. Se produjo una pausa muy larga. Después de secarse la cara, y no sabiendo qué otra cosa hacer, el muchacho se la secó de nuevo y se volvió hacia ella, sin saber lo que le iría a decir ahora La puerta estaba abierta. Podía intentar salir corriendo pasillo adelante. ¡Podía correr, correr, correr, correr!
   La mujer estaba sentada en el sofá cama. Al cabo de un rato, dijo:
   —También yo he sido joven y he querido cosas que no podía tener.
   Se produjo otra larga pausa. El muchacho abrió la boca, luego frunció el ceño, sin saber por qué, pero el caso es que lo frunció.
   La mujer dijo:
   —¿A que pensabas que iba a añadir, pero...? ¿A que pensabas que iba a decir, pero no iba por ahí robándole el bolso a la gente? Bueno, pues te equivocas, porque no lo iba a decir.
   Pausa. Silencio.
   —Yo también he hecho cosas que no te las contaría a ti, muchacho, ni tampoco a Dios si no fuese porque El ya las sabe. Todos tenemos algo en común. De modo que siéntate mientras te preparo algo de comer. Podrías pasarte este peine por el pelo, y estarías más presentable.
   En otro rincón de la estancia, detrás de un biombo, había un infiernillo de gas y una nevera. Mrs. Jones se levantó y fue al biombo. La mujer no se paró a pensar en si el muchacho echaría a correr ahora, ni tampoco vigiló su bolso, que se había dejado sobre el sofá cama. Pero el muchacho puso buen cuidado en sentarse en el otro extremo de la estancia, lejos del bolso, donde pensó que ella podría verle fácilmente por el rabillo del ojo si quería. No estaba seguro de si la mujer se fiaría de él, y ahora lo que quería era que no desconfiaran de él. 
   —¿Quiere que vaya a la tienda? —preguntó el muchacho—, ¿que le compre leche o algo parecido?
   —Pues me parece que no —dijo la mujer—, a menos que quieras tú leche condensada. Iba a hacer cacao con esta leche en polvo que tengo aquí.
   —Muy bien —dijo el muchacho.
   La mujer puso a calentar unas habas con jamón que tenía en la nevera, preparó el cacao y puso la mesa. No le preguntó al muchacho dónde vivía, ni quiénes eran sus padres, ni nada que pudiera cohibirle. 
   En lugar de eso, mientras comían le habló de su trabajo en el salón de belleza de un hotel que cerraba muy tarde, y de lo que hacía allí, que lo frecuentaban toda clase de mujeres, rubias, pelirrojas, e hispanas. Luego le dio la mitad de un pastelillo barato que tenía.
   —Anda, muchacho, come más —le dijo.
   Cuando terminaron de comer, ella se levantó y le dijo:
   —Bueno, vamos a ver, aquí tienes un billete de diez dólares para que te compres zapatos de ante. Y la próxima vez no hagas la tontería de tirar de mi bolso, ni del bolso de nadie, porque los zapatos comprados con dinero del diablo te quemarán los pies. Ahora tengo que descansar. Pero a partir de ahora, muchacho, espero que te portes como es debido.
   Le llevó por el pasillo hasta la puerta de la calle y se la abrió. 
   —¡Buenas noches, muchacho, y a portarte bien! —le dijo, mirando cómo bajaba los escalones.
   El muchacho quiso decir algo más que «gracias, señora» a Mrs. Luella Bates Washington Jones, pero aunque sus labios se movieron, no consiguió decir ni eso siquiera cuando se volvió al llegar al pie de la escalinata   para mirar a la mujer grande que estaba en el vano de la puerta. Y entonces ella se volvió y cerró la puerta.

LANGSTON HUGUES


ROBERT SHAPARD & JAMES THOMAS, Ficción súbita, Anagrama, Barcelona, 1989 (1986), pp. 79-85.

domingo, 25 de septiembre de 2011

EN LA SILLA DE RUEDAS, Ana María Shua


EN LA SILLA DE RUEDAS
        
   Tía Petra se finge paralítica para vivir en su silla de ruedas, tapada con una manta escocesa que oculta sus patas de cabra, su cola de pez, su mitad serpiente. Los sobrinos le quitamos la manta mientras dormía y vimos las dos piernas de niño, pequeñas y delgadas, que siempre se pone para dormir.



sábado, 24 de septiembre de 2011

NIÑO CIEGO, Juan Bonilla



NIÑO CIEGO

Hay un charco de sol sobre la cama
y en la ventana el día
recita el infinito en que se inscribe.

Nos ganamos la vida mendigando
momentos como éste, contra
la insolvencia que nos dicta el pasado
que es la estación que queda
entre el presente y el futuro,
y en la que el tren nunca se para
por mucho que se fugue el pensamiento
a sus andenes inalcanzables.

Y la vida perdemos en banales
negocios con los que nos construimos
un yo insignificante, el mismo yo
que se ahoga en ese charco de sol sobre la cama,
mientras susurra el día
la evidencia radiante de que somos
una porción de nada
hecha de pura cháchara,
perdida en espejismos
por darse la importancia
que no le dan las cosas.

La muerte trabajando en los espejos
susurra esa alegría
de dar con un secreto
que nos hace más fuertes
a cambio de anularnos:
que la vida no va en serio,
lo empezarás a comprender muy tarde.

Toda tu biografía derretida
en esa luz de sol, en el rumor del día,
en este darse cuenta de que el yo
es sólo un niño ciego
que no sabe callarse.

JUAN BONILLA, Cháchara, Renacimiento, Sevilla, pp. 18-19.

viernes, 23 de septiembre de 2011

[ÉRAMOS TAN POBRES...], Charles Simic


   Éramos tan pobres que en la ratonera yo tenía que ocupar el lugar del cebo. Totalmente solo en la bodega, podía oírles arriba ir de aquí para allá, agitándose y dando vueltas en la cama. Estos son días sombríos y endemoniados , me decía el ratón mordisqueándome la oreja. Pasaron los años. Mi madre llevaba una estola de piel de gato que sacudía hasta que las chispas iluminaban la bodega.


CHARLES SIMIC, El mundo no se acaba y otros poemas, DVD, Barcelona, 1999, p. 26.

jueves, 22 de septiembre de 2011

EN TIEMPO DE DESOLACIÓN, Elena Medel


EN TIEMPO DE DESOLACIÓN
       
          II

Escucha, Jacques Daguerre: rezo para que tu descanso siempre
     eluda la paz, para que tu cadáver se remueva sobre sí con
     cada salmo, para que ni siquiera quede un centímetro de ti
que los gusanos puedan devorar. Por tu culpa despierto todas
     las mañanas frente a su recuerdo. Incapaz de la mudanza,
     estaré condenada de por vida
a despertar con ella.
       
Fotografía:
eres la madre de un cuerpo de madera. Junto a tu corazón
     reposan siete cuerdas muy tensas; en tu dedo sinónimo,
     siete brillos de nadie.
Incapaz de superarlo. También llamaron apariencia a aquello
     que dormia volviendo sobre sí.
Conservo las alianzas de tu matrimonio;
junto a mi almohada, un marco en el que las cuatro sonreímos,
      encerradas, sin saber
       
que tu medio corazón
       
entre paréntesis
       
todavía me amenaza.

ELENA MEDEL
 
Escribir la luz. Fotografía & literatura, Revista Litoral, nº 250, Málaga, 2010, pp. 280-281.

Fotografía: FLORENCIA ROJAS



miércoles, 21 de septiembre de 2011

A DESTIEMPO, David Mena



A DESTIEMPO

   Cambiaban de motel cada dos días. Sabían que el marido había pagado a un tipo para que los encontrara, de modo que tenían que tener los ojos bien abiertos. Aunque aquello no podía durar mucho, ella sentía algo parecido a lo que la gente suele llamar felicidad. Pensaba que siempre iban a estar huyendo y amándose en moteles de veinte dólares, que aquella furia con la que se entregaban nunca se extinguiría, que el amor era como esas rosas de plástico que no envejecen nunca en la recepción de los moteles; que ninguna encargada de la limpieza del tres al cuarto acabaría limpiando su sangre de las cortinas con su nuevo anillo de prometida prendido del dedo.


DAVID MENA, La novia de King Kong, Berenice, Córdoba, 2011, página 102.

martes, 20 de septiembre de 2011

LA FE, Quim Monzó


LA FE

   —Quizá es que no me quieres.
   —Te quiero.
   —¿Cómo lo sabes?
   —No lo sé. Lo siento. Lo noto.
   —¿Cómo puedes estar tan seguro de que lo que notas es que me quieres y no otra cosa?
   —Te quiero porque eres diferente a todas las mujeres que he conocido en mi vida. Te quiero como nunca he querido a nadie, y como nunca podré querer. Te quiero más que a mí mismo. Por ti daría la vida, me dejaría despellejar vivo, permitiría que jugasen con mis ojos como si fuesen canicas. Que me tirasen a un mar de salfumán. Te quiero. Quiero cada pliegue de tu cuerpo. Me basta mirarte a los ojos para ser feliz. En tus pupilas me veo yo, pequeñito.
   Ella mueve la cabeza inquieta.
   —¿Lo dices de verdad? Oh, Raül!, si supiese que me quieres de veras, que te puedo creer, que no te engañas sin saberlo y por lo tanto me engañas a mí... ¿De verdad me quieres?
   —Sí. Te quiero como nadie ha sido capaz de querer nunca. Te querría aunque me rechazaras, aunque no quisieras ni verme. Te querría en silencio, a escondidas. Esperaría que salieses del trabajo nada más que para verte de lejos. ¿Cómo es posible que dudes de que te quiero?
   —¿Cómo quieres que no dude? ¿Qué prueba tengo, real, de que me quieres? Tú dices que me quieres, sí. Pero son palabras, y las palabras son convenciones. Yo sé que te quiero mucho. Pero ¿cómo puedo tener la certeza de que me quieres a mí?
   —Mirándome a los ojos. ¿No eres capaz de leer en ellos que te quiero de verdad? Mírame a los ojos. ¿Crees que podrían engañarte? Me decepcionas.
   —¿Te decepciono? No será mucho lo que me quieres si te decepcionas por tan poco. ¿Y todavía me preguntas por qué dudo de tu amor?
   El hombre la mira a los ojos y le coge las manos.
   —Te quiero. ¿Me oyes bien? Te  q u i e r o.
   —Oh, «te quiero», «te quiero»... Es muy fácil decir «te quiero».
   —¿Qué quieres que haga? ¿Que me mate para demostrártelo?
   —No seas melodramático. No me gusta nada ese tono. Pierdes la paciencia enseguida. Si me quisieras de verdad no la perderías tan fácilmente.
   —Yo no pierdo nada. Sólo te pregunto una cosa: ¿qué te demostraría que te quiero?
   —No soy yo la que tiene que decirlo. Tiene que salir de ti. Las cosas no son tan fáciles como parecen. —Hace una pausa. Contempla a Raül y suspira—. Quizá sí tendría que creerte.
   —¡Pues claro que tienes que creerme!
   —Pero ¿por qué? ¿Qué me asegura que no me engañas o, incluso, que tú mismo estás convencido de que me quieres pero en el fondo del fondo, sin tú saberlo, no me quieres de verdad? Bien puede ser que te equivoques. No creo que obres de mala fe. Creo que cuando dices que me quieres es porque lo crees. Pero ¿y si te equivocas? ¿Y si lo que sientes por mí no es amor sino afecto, o algo parecido? ¿Cómo sabes que es amor de verdad?
    —Me aturdes.
    —Perdona.
    —Yo lo único que sé es que te quiero y tú me desconciertas con preguntas. Me hartas.
    —Quizá es que no me quieres.

QUIM MONZÓ, Ochenta y seis cuentos, Anagrama, Barcelona, 2001, pp. 281-283.

lunes, 19 de septiembre de 2011

BEETHOVEN, José Sánchez Pedrosa


BEETHOVEN

Salvador Suárez encuentra al abrir el buzón una nota de su vecino del piso de arriba en donde le informa de que su mujer se ha fugado con un alto funcionario de la Xunta de Galicia y que, por tanto, la partida de ajedrez que juegan semanalmente desde hace 17 años queda suspendida.
Al día siguiente, a la hora habitual del ajedrez, Salvador Suárez empieza a escuchar a su amigo y vecino tocar el piano. Las notas del Claro de luna traspasan la placa del suelo y suenan nítidamente en el salón de abajo. Salvador Suárez recuerda haberle oído decir a su compañero de ajedrez que esa sonata de Beethoven era «la música más triste jamás compuesta». A Salvador Suárez, la elección le parece apropiada.
En cuanto acaba la pieza, el amigo y vecino de Salvador Suárez vuelve a comenzarla sin solución de continuidad. Una y otra vez durante el resto de la tarde y toda la madrugada. Salvador Suárez sólo deja de escuchar en su casa el Claro de luna durante un par de horas del segundo día. Su vecino, amigo y compañero de ajedrez, supone, se ha dormido. Al cabo de las dos horas, sin embargo, comienza de nuevo a tocar la misma partitura.
Salvador Suárez sube al piso de arriba y llama al timbre, pero su amigo no deja de tocar para abrirle. El mismo tiempo que lleva él sin dejar de tocar, lleva Salvador Suárez sin dormir. Conociendo desde hace 17 años como conoce la forma de jugar al ajedrez de su vecino y amigo, la situación no le tranquiliza ni lo más mínimo. Él ataca en tromba, un ataque solamente, decisivo, con todas las piezas. Con una vehemencia que ahora Salvador Suárez no duda en calificar de obsesiva.
Cuatro días más duró la situación. La noche del sexto día, a las tres de la mañana, el Claro del luna se interrumpe apenas son esbozadas las primeras notas. Golpea con furia las teclas, que emiten un acorde estridente, y la casa queda en silencio. En el piso de abajo, Salvador Suárez no sabe si mañana jugará al ajedrez con su vecino y amigo o si tendrá que testificar ante el juzgado de guardia.

JOSÉ SÁNCHEZ PEDROSA, Contento del mundo, Ediciones del Viento, La Coruña, 2008, pp. 83-84.
ILUSTRACIÓN: Honoré Daumier

domingo, 18 de septiembre de 2011

[ROMPER FOTOGRAFÍAS...], Dionisia García



Romper fotografías es saludable
porque para la tercera generación
somos desconocidos, y pasamos a ser
deshecho indiscriminado.

DIONISIA GARCÍA

sábado, 17 de septiembre de 2011

EL MOSCARDÓN, Ana María Shua


EL MOSCARDÓN
  
   Como Greta Garbo desvistiéndose detrás de un biombo, la Muerte asoma su pierna flaca tras la cabecera de la cama. (No recojas la liga que arroja la novia estéril.) Revoloteando como un moscardón, se posa sobre la mejilla sumida del enfermo, sobre su boca sin dientes, se posa sobre sus manos encogidas, se posa sobre los ojos cerrados, se posa sobre ese montón de carne flaca que respira. Cuidado: no intentes aplastarla con la mano abierta. Cuidado, porque es condición de toda vida llevar siempre consigo una muerte deseosa de su aliento, su muerte personal y enamorada.


viernes, 16 de septiembre de 2011

EL CALCETÍN, Lydia Davis


EL CALCETÍN
         
   Mi marido está casado ahora con otra mujer, más baja que yo, poco más de metro cincuenta, reciamente constituida, y por supuesto él parece más alto que antes, y más delgado, y su cabeza parece también más pequeña. Al lado de su mujer yo me siento escuálida y torpe, y es demasiado baja para que la pueda mirar a los ojos, a pesar de que, cuando está conmigo, trato de situarme, de pie o sentada, en el ángulo adecuado para ello. Yo creí tener una idea clara de la clase de mujer que mi marido elegiría si se volvía a casar, pero ninguna de sus amigas era justo lo que yo pensaba, y ésta menos que las otras.
   Vinieron aquí el verano pasado y estuvieron unas semanas viendo a mi hijo, que es mío y de él. Hubo momentos de tensión, pero también nos lo pasamos bien, aunque, como es natural, incluso los buenos momentos fueron un poco violentos. Ellos dos parecían esperar que yo tuviera mucho espacio en casa, porque ella estaba enferma, tenía dolores y se mostraba retraída y hosca, con los ojos algo hinchados. Utilizaron el teléfono y otras cosas de mi casa. Solían llegar paseando despacio desde la playa, se duchaban en mi casa y luego, sin más, se iban de paseo al atardecer con mi hijo de la mano entre los dos. Di una fiesta, y vinieron y bailaron juntos, impresionaron a mis amigos y se estuvieron hasta el final. Yo hice cuanto pude por ellos, más que nada por nuestro hijo. Yo pensaba, por su bien, que debíamos estar en buenas relaciones. Al final de su visita yo estaba agotada.
   La noche antes de irse habíamos pensado salir a cenar a un restaurante vietnamita con su madre. Su madre llegaría en avión de otra ciudad, y luego se irían los tres juntos al día siguiente al mediooeste. Los padres de su mujer iban a organizarles una gran fiesta de bodas, para que todos los que la habían conocido de pequeña y crecido con ella, los fornidos granjeros y sus familias, le conocieran también a él.
   Cuando llegué a la ciudad aquella noche, y fui a donde ellos estaban alojados, les llevé todo cuanto pude encontrar que se habían dejado en mi casa: un libro junto a la puerta del armario empotrado, y en algún otro sitio un calcetín de él. Iba a dejar el coche frente a la puerta del edificio, cuando vi a mi marido que había salido a la acera y me estaba haciendo señas de que parase. Quería hablar conmigo antes de que yo  entrase en la casa. Me dijo que su madre no se encontraba bien y no podía quedarse con ellos, y me preguntó si podría llevármela yo luego a mi casa. Sin pensarlo siquiera le dije que sí. No se me ocurrió que su madre iba a ponerse a curiosear en mi casa y que yo tendría que limpiar lo más sucio con ella mirándome.
   En el vestíbulo estaban sentadas las dos, una enfrente de la otra, en sendas butacas; dos mujeres pequeñas, y las dos bellas, cada una a su manera. Las dos con lápiz de labios, y las dos, pensé luego, frágiles, también cada una a su manera. La razón de que estuvieran allí sentadas era que la madre de él tenía miedo de subir las escaleras. No le importaba volar en avión, pero no podía subir más de un piso en una casa de apartamentos. Y ahora estaba peor que antes. En otros tiempos era capaz de subir hasta el octavo si no tenía otro remedio, siempre que las ventanas estuvieran herméticamente cerradas.
   Antes de salir a cenar, mi marido subió el libro al apartamento, pero el calcetín se lo había metido en el bolsillo de atrás sin pensar al dárselo yo en la calle, y allí se le quedó durante la comida, en el restaurante, donde su madre, que iba vestida de negro, se sentó al extremo de la mesa, enfrente de una silla vacía, jugando a veces con mi hijo, con sus cochecitos de juguete, preguntando otras a mi marido y a mí sobre la pimienta y otras especias que pudiera haber en lo que estaba comiendo. Después de salir del restaurante, cuando estábamos todos en el aparcamiento, mi marido sacó el calcetín del bolsillo y se lo quedó mirando, preguntándose cómo podría haberse metido allí.
   No tuvo importancia la cosa, pero yo no conseguí olvidar aquel calcetín desparejado que salió del bolsillo de atrás, y en un barrio extraño, lejos, en la parte este de la ciudad, en pleno barrio vietnamita, entre los burdeles disfrazados de salones de masaje, y ninguno de nosotros conocía de verdad la ciudad, pero estábamos allí todos juntos, y yo me sentía rara, poque me daba la impresión de que él y yo éramos consortes, que habíamos sido consortes durante mucho tiempo, y no podía menos de pensar en todos los otros calcetines suyos que tuve que haber recogido por todas partes, tiesos por el sudor, gastados, casi transparentes en la suela, durante todos los años que vivimos juntos, y luego me ponía a pensar en sus pies, metidos en aquellos calcetines, en la piel que se traslucía en el talón y en la parte delantera, donde el tejido estaba más gastado; y le veía echado de espaldas en la cama, leyendo, con los pies cruzados a la altura de los tobillos, de modo que sus dedos apuntaban a distintos rincones de la habitación; y luego se volvía a un lado, con los pies juntos como dos mitades de un mismo fruto, y finalmente, sin dejar de leer, alargaba la mano y tiraba de los calcetines, y los dejaba caer al suelo, convertidos en pequeñas pelotas, y después volvía a alargar la mano, pero esta vez era para rascarse los dedos de los pies mientras leía; a veces compartía conmigo su lectura y sus pensamientos, pero en otras ocasiones no parecía darse cuenta de que yo estaba en la misma habitación, o en cualquier otro sitio.
   Seguí sin poderlo olvidar, a pesar de que, después de marcharse, encontré otras cosas que se habían dejado olvidadas, o, mejor dicho, fue su mujer quien se las dejó en el bolsillo de una chaqueta mía: un peine rojo, un lápiz de labios rojo, un frasquito de píldoras. Durante algún tiempo dejé estas tres cosas juntas, primero en un lugar de la cocina, luego en otro, y me decía que tenía que mandárselas a ella, porque a lo mejor las píldoras eran importantes, pero siempre se me olvidaba llamarla y preguntárselo, y acabé arrumbándolas en un cajón, ya se las daría cuando volvieran otra vez, porque eso sería bastante pronto, y sólo de pensarlo me sentía cansada otra vez.

ROBERT SHAPARD & JAMES THOMAS, Ficción súbita, Anagrama, Barcelona, 1989 (1986), pp. 191-193.

jueves, 15 de septiembre de 2011

PRÁCTICO, Julián Sánchez Caramazana


PRÁCTICO

   Eligió decirle que la dejaba en otoño. Pasaban los autobuses de forma más seguida, cada cuatro minutos. Tiempo más que suficiente para no oír durante mucho rato sus súplicas.

JULIÁN SÁNCHEZ CARAMAZANA, Venidos del miedo, Páginas de Espuma, Madrid, 2007, p. 102.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

MI VECINA, Antonio Fernández Molina & Isol


MI VECINA

Mi vecina era tan hermosa
que parecía formada de flores.
Cuando la encontré en el cubo
de la basura, con un poco de
vida aún, me dijo:
—Se acabó la fiesta, amigo.
Ya estoy ajada.
Nunca supe si hubo entierro
o quedó reducido a un detalle
de limpieza.


martes, 13 de septiembre de 2011

...STETTO MOLTO... , Iolanda Zúñiga


...STETTO MOLTO...

   El nuevo plan que reordena, circunvala y enlaza la ciudad, y sus alrededores, va a arrasar las viñas de uva treixadura que heredé de la familia. Ya sabía yo que esto de las herencias en tiempos de involución no me iba a hacer rica. A cambio me van dar un dinero con el que compraré pastillas. Pastillas anticoagulantes, antiansiedad, anticolesterol, antiengorde, antiglobalización, antirresfriados y desamores, antipastillas. Y sueros. Me compraré sueros provida, projuventud, proenergía, proteínicos, prosaicos, con los que idear un texto para luchar contra el nuevo plan que reordena, circunvala y enlaza la ciudad.
   La vida en espiral.
       
    

IOLANDA ZÚÑIGA, Vidas Post-it, Pulp Books, Cangas do Morrazo, 2011 (2007), páginas. 61.

lunes, 12 de septiembre de 2011

EL BESO, Joaquín Pérez Azaústre


EL BESO
        
   Sale a la venta El beso de Robert Doisneau, que ya estaba a la venta enfebrecida en paredes calmadas y de bronce. La instantánea de El beso de Doisneau forma parte álgida y visible en la memoria antigua de los besos, fotografiados o no, al fondo con madeja de viandantes o en el marco brioso de un París henchido en blanco y negro. La famosa fotografía de Doisneau, de un romanticismo urbano y juvenil, dinámico y profundo, fue tomada al aire hace más o menos medio siglo. Reproducida en infinidad de postales, durante mucho tiempo se pensó que la fotografía había sido al natural, sin ninguna preparación previa de Doisneau, que se jactaba, como su colega Henri Cartier-Bresson, de haber robado al día su instante decisivo. Henri Cartier-Bresson hablaba siempre del instante decisivo, de apurar el retrato en lo invisible para atrapar su azul de piel visible, y era partidario de tirar muy pocas fotos pero seleccionando antes de disparar: fijación lenta. Robert Doisneau tuvo mucho éxito además con una fotografía de unos novios tomándose unas copas de champán justo al otro lado de una barra que era retratada desde dentro, con ese bebedor curtido en una esquina y una multitud de vasos limpios a este lado del fregadero, de la barra y los labios de la novia. Todo el mundo disfrutó con la instantánea, alabando la capacidad de Doisneau para encontrar una foto tan natural. Él, tiempo después, confesaría que su efecto resultaba natural, precisamente, al haberlo previsto hasta el detalle. El beso, entonces, fue considerada, también, una fotografía revelada en el arco de un azar, hasta que una pareja de desconocidos aseguró al periódico L’Express que eran ellos los fotografiados. Aclaró entonces Doisneau que la fotografía era un posado: había estado espiando a una joven pareja en el recodo táctil de un café y entonces supo, al verlos tantearse, que sacando a la calle el beso de agua podría ganar así su imagen áurea. Antes, Doisneau había recibido un encargo de America’s Life: captar a los amantes bisoños de París. La pareja encontrada en el café pudo darle al fin esa portada, que llegó a vender, como postal, casi medio millón de besos últimos. Ahora, cincuenta y cinco años después, la protagonista de El beso da la cara de una forma menos amorosa: Françoise Bornet ha decidido subastar la fotografía original, asegurando que Doisneau le envió la imagen a los pocos días de su ejecución, que lleva impresa el sello de su autor, y que ella es la muchacha de la escena. Con lo hermosa que era la historia de la foto, qué empeño en cobrar la realidad.


JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE

Escribir la luz. Fotografía & literatura, Revista Litoral, nº 250, Málaga, 2010, pp. 330-331.

domingo, 11 de septiembre de 2011

EPIFANÍA DE LA POESÍA, José Emilio Pacheco


EPIFANÍA DE LA POESÍA

Miseria,
incurable miseria de la poesía:

intentar un poema que describa
a qué sabe el sabor del agua.

JOSÉ EMILIO PACHECO
FOTOGRAFÍA: Belén Villava

sábado, 10 de septiembre de 2011

CERRANDO EL APARTAMENTO DE LA PLAYA, Joan Margarit


CERRANDO EL APARTAMENTO DE LA PLAYA

Ya está limpio y en orden.
Los armarios, cerrados, igual que las ventanas.
Nada al descuido encima de los muebles.
El dormitorio con la cama a punto,
la mesita de noche y el retrato
de la muchacha con los ojos
iluminados por una sonrisa.
Todo el invierno sola y escuchando el mar.

 
FOTOGRAFÍA: Julio Abalde

viernes, 9 de septiembre de 2011

MUERTE, Vladimir Holan

MUERTE

La arrojaste de ti hace muchos años
y cerraste el lugar e intentaste olvidarlo todo.
Sabias que no estaba en la música, de modo que cantabas,
sabias que no estaba en el silencio, de modo que callabas,
sabias que no estaba en la soledad, de modo que estabas solo.
Pero, ¿qué puede haber sucedido hoy
para asustarte, como el que por la noche ve de pronto
un rayo de luz por debajo de la puerta de la habitación de al lado
donde no vive nadie desde hace muchos años?

VLADIMIR HOLAN, Abismo del abismo, Bassarai, Vitoria, 2000.

jueves, 8 de septiembre de 2011

MICRORRELATO TOTAL, Jaime Muñoz Vargas



MICRORRELATO TOTAL

   En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme y en medio del camino de la vida, errante me encontré en una selva oscura cuando frente al pelotón de fusilamiento el coronel José Aureliano Buendía recordó aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo a él, que sólo deseaba confesar que vino a Comala porque le dijeron que acá vivía su padre, un tal Pedro Páramo, declaración expresada la candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, apenas poco después de que Gregorio Samsa despertó convertido en un escarabajo, preguntando como loco, a gritos y con una pena extraordinaria, ¿en qué momento se jodió el Perú?



CUADRO: MIGUEL BARCELÓ

miércoles, 7 de septiembre de 2011

DE SENECTUTE, Antonio Rivero Taravillo


DE SENECTUTE

Envecejer no es verte en el espejo
y hallarte las arrugas en el rostro:
hacerte viejo es ver los arañazos
que marcan a los seres que quisimos
y todo cuanto un día emocionaba
ahora ya del todo indiferente.
Las arrugas del alma son más hondas
que surcos en la piel. Mucho más blanca,
la nieve en la ilusión que en el cabello.
Aún la mano es fuerte, mas no encuentra
ya nada que los ojos ambicionen.
        
Envejecer es esto:
que muera el corazón sin que se pare.


ANTONIO RIVERO TARAVILLO, Lejos, La Isla de Sistolá, Sevilla, 2011, página 75.  

martes, 6 de septiembre de 2011

LA EXTRAÑA, Félix Albo


LA EXTRAÑA
  
   Los siete últimos años de vida mi abuela los compartió con la enfermedad de Alzheimer. Sus seis hijas, ayudando al proceso degenerativo, decidieron que abandonara el hogar donde había vivido toda su vida y fuera de casa en casa, de mes en mes.
   Yo la recuerdo en la mía, a 515 kilómetros del pueblo, deambulando del salón a la cocina, sin pausa, para volver de la cocina al salón con la misma prisa.
   —Ven —me dijo una mañana en la que no me dejaba centrar mi atención en los estudios—. Ven un momento que en la puerta hay una vieja que me está mirando.
   Me levanté. Fui al recibidor y abrí la puerta. Como había previsto, allí no había nadie.
   —No hay nadie, abuela —le dije al regresar.
   Con gesto de fastidio se amarró a mi brazo tirando de él. Ven.
   Despacito, salimos del salón.
   Despacito pasamos por el recibidor, mientras de reojo ella se miró en el espejo.
   Despacito llegamos a la cocina y al oído susurró chismosa: Ya está, han venido a por ella. Debe ser alguno de sus nietos.
        
FÉLIX ALBO

PAULA CARBALLEIRA, PABLO AMO, PEP BRUNO, PEPE MAESTRO & FÉLIX ALBO, 101 pulgas, Palabras del candil, Guadalajara, 2011, página 101.

lunes, 5 de septiembre de 2011

LA SANIDAD PÚBLICA, Slawomir Mrozek



LA SANIDAD PÚBLICA         

   La extirpación del apéndice resultó ser necesaria.
   Rellené los formularios pertinentes y me pusieron en la lista de espera. Pasaron dos años como un soplo, llegó mi turno y me encontré en el hospital.
   La operación fue un éxito rotundo. El médico jefe en persona me felicitó por los resultados.
   —Ha sido una hermosa intervención, señora me dijo.
   Llamé su atención sobre el hecho de ser yo de género masculino. Comprobó algo en los papeles.
   —Lo era usted antes de la operación. Por un error le mandaron al departamento experimental y actualmente es usted una mujer. El cambio de sexo es una rama pionera de la cirugía, pero tenemos magníficos resultados de los que usted, ¿señora, señor?, es la mejor prueba.
   —¿Y que hay de mi apéndice?
   —¿No le gustaría quedárselo, señora?
   —No, y tampoco quiero ser mujer, así que haga el favor de corregir inmediatamente este malentendido.
   —Es usted, ¿señor, señora?, un paciente difícil. Vamos a ver. ¿Cuál es su preferencia, la masculinidad o el apéndice?
   —Lo que sea más rápido.
   —Rellene, por favor, estos formularios dobles.
   El tiempo vuela y la siguiente operación fue un éxito igual que la primera. El nuevo riñón funcionaba de maravilla, solo que ahora tenia tres: dos mios y uno trasplantado. A raíz de un fallo del ordenador se me había enviado a un quirófano equivocado. Al recuperarme, rellené ios formularios referentes a los riñones, que fueron adjuntados a ios formularios presentados anteriormente.
   Ya no era una chica joven cuando recibí la notificación de que había una plaza en el hospital y llegó mi turno para operarme de los riñones. Sólo se trataba de extirpar uno de ellos, pero me encontré en el departamento de partos en calidad de recién nacido. Se había producido un error en la administración central de la sanidad pública, pero los padres no protestaron. Al fin y al cabo era una niña ya crecida y se podían ahorrar los gastos de mi educación, así que prefirieron reconocerme como hija suya. En cuanto a mí, ya estaba harto de rellenar formularios, de modo que me reconcilié con mi destino.       
   Las relaciones con mis padres van muy bien. La única preocupación que les causo es que el apéndice sigue molestándome. Cualquier día me llamarán del hospital para la operación de apéndice. No está mal, porque sospecho que a pesar de todo preferirían tener un niño y no una niña.
        
SLAWOMIR MROZEK, Juego de azar, Acantilado, Barcelona, 2001, páginas 27-28.   

domingo, 4 de septiembre de 2011

[LAS ATROCES FOTOGRAFÍAS...], Jorge Reichmann


Las atroces fotografías de las violaciones
y asesinatos a cuchilladas de las
mujeres timorenses a manos de soldados indonesios

¿fueron tomadas
y sacadas clandestinamente de Indonesia
para apoyar la causa
del sojuzgado pueblo de Timor Oriental

o fueron tomadas
y exportadas clandestinamente
para ganar dólares
en las lucrativas redes comerciales
de la pornografía necrófila?

Tú que las miras
mírate.

JORGE REICHMANN
PINTURA: DIEGO DAYER

sábado, 3 de septiembre de 2011

EL ROMÁNTICO MOLINERO, Tomás Borrás



EL ROMÁNTICO MOLINERO

   La escena está cerrada por un límite de cortinas de los tres colores profundos de la noche, violeta, azul, morado, que nos da la sensación de la negrura de la noche. Entre los pliegues de las cortinas es más densa la obscuridad del color. A diferentes alturas, de manera caprichosa, están dispuestas las estrellas, que se asoman a sus ventanas cuadradas, y juegan, con su pequeño espejo de coqueta, a echar sobre la tierra un solo rayo dorado de sol. Las estrellas —no se sabe porqué— son todas rubias.
   Cuando están entretenidas en ese su juego de chicas que salen del colegio, ven aparecer a Pierrot, el enamorado de la noche. Pierrot es un hombre recio, ancho, torpe, lento, zafio. Molinero. Lleva su saco de harina sobre el cogote y las espaldas, abatido bajo el peso, como un gañán. El pañuelo negro atado a la cabeza se le pega a las sienes con  el sudor. No puede más; suelta el saco y se sienta sobre él a descansar.
   Mientras jadea, vemos su rostro mofletudo, sus narices abultadas y sus ojos abotagados. Mas es un soñador Pierrot el aldeano, el que está todo lleno de harina desde Los pelos hasta la blusa y el pantalón, que dejan, al rozar las cosas, una huella de polvo. (Si ahora se sacudiera saldría de él tanta harina como la que lleva en el saco.)
   Grosero de tipo y tal como es, Pierrot vive por enamorado de la noche. De día trabaja, quieto junto a la muela de su molino, y es de noche cuando viaja llevando los sacos o cuando se tiende entre la hierba fresca a contemplar el cielo. De eso le conocen las estrellas. La última, la que se acuesta más tarde y se queda sola en el horizonte hasta el momento preciso de aparecer el sol —una estrella gorda y carirredonda—, es la que le ha visto dormitar un poco con la luz naciente. Alguna pena profunda tiene este aldeano silencioso y contemplativo, noctámbuIo y soñador.
   Ahora Pierrot se dedica a recoger ente las sombras de la noche todos los despojos miserables del día, que siempre la noche hermosea: los pedazos de vidrio que parecen diamantes; los papeles arrugados, iguales a cartas de amor, los frutos podridos que dan la ilusión de carnosos y jugosos. Todo lo que en el día es «como es», descarado real, en la noche se hace delicado, eleva su calidad: la noche diviniza.
   La luna va a aparecer haciendo su caminata por ese arco que recorre en el espacio, que verdaderamente clava sus dos puntas sobre la tierra. Sale la cuadriga de la luna. Los caballos blancos van lentos, como adormilados, y Ella, desnuda, iluminante, deslumbradora, les guía con un gesto inmóvil. Pierrot admira a la deidad fascinadora, a esa mujer de carne de vidrio que resplandece, de cabellera de plata, lo que la hace una adolescente extrañamente, juvenilmente  vieja. Las joyas de la Luna, joyas que dan destellos e irisaciones, como hechas con perlas de un mar fosforescente, la adornan toda y se confunden con su ojos, que dijeránse también ojos de joyería, esmeraldas frías; y se confunden con su boca en una sonrisa rígida, boca de metal precioso y nacarado. ¡Luna, visión hermana de la muerte!
  Pierrot se embelesa en ella como todas las noches, y siente que le huye de su cuerpo su alma ligera, impensante, empapada en la fluida claridad. Es un deliquio, un trance de amor. Ella se detiene y le atrae hacia sí, besándole suavísima. El hechizo de la Luna se hace patente; Pierrot se ha convertido —¿o era así?— en un adolescente, lánguido, delgado, ahilado. Su rostro está afiladísimo en agudezas; su mirada tiene interesantes veladuras. La blusa de obrero es de un raso que cruje, y el pañuelo se ha estilizado, modo decorativo, en un casquete que delinea el cráneo. En cuanto a la harina, la Luna le ha comunicado su color y se ha hecho toda palidez.
   Y así Pierrot, literario y místico, transformado por ella, adquiere una  sentimentalidad y una elevación lírica que antes no tenía. ¡He aquí en lo que convierte la Luna la realidad! Pierrot era un aldeano zurdo, y ahora es un amante romántico que insinúa la canción de su guitarra al aire bañado en luz. Cuando ella se ha marchado al paso paciente de sus cuatro caballos, Pierrot es una figulina frágil, carne de melancolía.
   El astrónomo que va detrás de la luna persiguiéndola con su anteojo para arrancarla sus secretos, se encuentra a Pierrot clavado en el suelo, sumergido en los sueños más dulces.
   Hablan, discuten, el astrónomo y Pierrot; hablan ese diálogo que es el eterno diálogo de la vida. Uno alude a los sentidos y el otro al espíritu; el uno refiriéndose siempre  al mundo tal cono es, y el otro tal como se le representa.
   —¿La Luna? Una mujer—diosa.
   —¿La Luna? El cadáver de un mundo dice el astrónomo.
   Le hace mirar por el anteojo. La visión se proyecta en el firmamento. La Luna es un esqueleto humano.
   —¡Bah!—dice Pierrot— Mentira. La Luna es así— y descorre una capa del cielo.
   Ella sigue caminando lentamente, como si no quisiera llegar. El astrónomo no ve nada. Para convencerle, Pierrot hace la prueba de los artistas: la transubstanciación. El lugar está dividido en dos partes: sombra donde raciocina el astrónomo, luz lechosa donde devana Pierrot sus imaginaciones. La pizarra del astrónomo, al entrar en la zona iluminada, se convierte en un dosel; el saco de harina en un trono; el anteojo en un alarbardero. Pierrot sigue su prestidigitación. La paloma que reposa en un almendro, es trasladada al embrujo lunar y se deshace en una Princesa. ¡La rama del almendro es un Príncipe! Croan las ranas entre los juncos y al ademán del lírico salen y forman el cortejo. Lo mismo que con los despojos de la noche, obra la luna con todo lo que cae en el ámbito de su poesía. El astronomo sigue sin ver, obcecado en su positivismo. Arroja al lado de la sombra al Príncipe, que vuelve a ser el brazo leñoso de un árbol, y la Princesa es un ave vulgar en el espacio real y obscuro; el cortejo adopta su croar entre ios juncos: el anteojo es de veras un anteojo; el encerado y el saco se retrotraen a su ser. Así como el matemático no vio la poetización, Pierrot no ha visto el aplebeyamiento de los seres y de las cosas. No se entenderían... Pierrot va a marcharse y el astrónomo le llama la atención. Se deja olvidado el saco. Pierrot no recuerda.
   —Tú eres el molinero, el aldeano, el trabajador.
   —No. Yo soy un poeta músico.
   El astrónomo asegura que Píerrot está loco; Pierrot padece el mal de la Luna. El lunático no ve las cosas como son. Se le ha escapado la realidad desfigurada por la luz lunar. Pero el gorro puntiagudo del astrónomo, del que ve la realidad, del que nunca ha idealizado, se le sale de la cabeza y empieza a darle una paliza. Le golpea furiosamente. El astrónomo corre espantado, y el gorro, para que corra más, le pincha en el culo.
   (A las estrellas, de la risa, se les caen los espejitos; por eso se dice que esa noche hubo lluvia de estrellas.)
TOMÁS BORRÁS, Tam Tam, Compañía Iberoamericana de Publicaciones, Madrid, 1931, páginas 39-46. 

Ilustraciones de Rafael Barradas.

viernes, 2 de septiembre de 2011

EUGENESIA, Drumond & Sara María Chivita Mena Cortés



EUGENESIA

   Una dama de calidad se enamoró con tanto frenesí de un tal señor Dodd, predicador puritano, que rogó a su marido que le permitiera usar de la cama para procrear un ángel o un santo; pero, concedida la venia, el parto fue normal.

DRUMMOND

JORGE LUIS BORGES & ADOLFO BIOY CASARES (editores), Cuentos breves y extraordinarios, Losada, Buenos Aires,  1989 (1957), p. 53.


ILUSTRACIÓN: Sara María Chivita Mena Cortés

jueves, 1 de septiembre de 2011

DUDA QUE SOBREVUELA, Fabián VIque


DUDA QUE SOBREVUELA

   Cuando uno mata por la mañana los mosquitos que bebieron nuestra sangre, ¿es un homicidio o una especie de suicidio?