domingo, 31 de julio de 2011

UNA NOCHE CUALQUIERA, José Luis Hidalgo


UNA NOCHE CUALQUIERA
[ESQUEMA]

La luna estaba en el cielo
como un sexo bajo falda.
José Luis Hidalgo

sábado, 30 de julio de 2011

NEGACIÓN, Esteban Dublín


NEGACIÓN

   Mi mujer ya no me mira, ya no me habla. He decidido llamar a sus padres a ver si ellos saben qué le sucede, pero no fue capaz ni de verlos a los ojos. Llamé a sus hermanos, a su mejor amiga, a su jefe, a sus compañeros del colegio, ¡a sus ex novios!, a los vecinos, a todo el que he podido, pero no. No le dice nada a nadie y todos parecen tan extrañados como yo. Hoy, incluso, llamé al cura que ella tanto admira a ver si le saca algo. Pero aún con todas las bendiciones que le dio y todos los aceites que le puso, tampoco pronunció palabra.

ESTEBAN DUBLÍN, Preludios, interludios & minificciones, Adéer Lyniad Ediciones, Bogotá, 2010.
FOTOGRAFÍA. EDUARDO BLÁZQUEZ

viernes, 29 de julio de 2011

LO QUE NO HEMOS COMIDO, Sergi Pàmies


LO QUE NO HEMOS COMIDO

Para contar esta historia necesitaremos la sala de espera de la consulta de una dietista diplomada. En su interior, deberemos poder colocar, sin estrecheces, una docena de sillas y una mesita. A continuación, cogeremos un hombre y una mujer heterosexuales, de unos cuarenta años, y los sentaremos procurando que mantengan cierta distancia entre sí. Conviene que no se conozcan y que, al verse, se saluden con la indiferencia propia de este tipo de espacios. No les añadiremos ni sal ni pimienta. Para que todo salga a pedir de boca, la mujer debe pesar noventa kilos y el hombre ciento quince, y ambos deben tener una vida matrimonial moderadamente infeliz. En la medida de lo posible, la dietista debería tardar un poco en llamarlos: así podrán estudiarse mutuamente en silencio –comprobarán que sudan más de la cuenta y que la ropa que llevan intenta hacerlos parecer menos gordos de lo que son– y, en función de las circunstancias, romper el hielo y empezar a hablar. Este contacto inicial deberá ser intenso y breve. Las primeras palabras, de apariencia banal, deben salpicar una simpatía más visual que verbal. Ellos tienen que ser los primeros en sorprenderse de que, sin haberlo imaginado antes, puedan sentir interés el uno por el otro, precisamente allí, en la consulta de una dietista que debería hacerles perder, como mínimo, quince kilos. Cuando la enfermera haya llamado a uno de los dos (no importa a cuál) y se hayan despedido con un sonriente «hasta pronto», al que se quede solo debería notársele cierta excitación. A continuación, los dejaremos macerar, cada uno en su casa, para que, una vez reblandecidos, el recuerdo les proporcione el aroma que nos permitirá pasar a la siguiente fase.
La maceración no será fácil. Tanto la mujer como el hombre intentarán disminuir la aportación calórica y ceñirse a una conducta lo bastante estricta para perder, la primera semana, tres generosos kilos. Les admirará su propia voluntad (ignoraban que fueran capaces de beber tanta agua), lograr respetar el horario de las comidas, pesar los ingredientes y aliñarlos con poco aceite, sin sal, intimidados por los niveles de colesterol certificados por los análisis y por la hipertensión detectada. Tampoco cometerán el error de pesarse prematuramente. Por eso, cuando siete días más tarde vuelvan a coincidir en la consulta, parecerá que tienen mejor color. En realidad, lo tendrán, ya que la maceración habrá hecho su efecto y las ganas de verse les habrán especiado el humor (si los pincháis con un tenedor notaréis que la grasa se ha esponjado). Llegados a este punto, es importante que la dietista tarde un poco más en atenderlos que la vez anterior. Así podrán hablar del tratamiento, mirarse sin prevenciones y verbalizar las renuncias a sus platos predilectos (el de ella: pato con nabos; el de él: parmentier de bogavante). Justo entonces –ni antes ni después–, avivaremos un poco el fuego para tostarlos y darles textura crujiente. Los ingredientes harán el resto: la complicidad mutua propiciará que él se atreva a invitarla a tomar un café. «Con sacarina», especificará, para que ella comprenda que, en apariencia, sólo se trata de un encuentro inocente, de compañeros de fatigas. Mientras dure la visita, la dietista notará que la mujer tiene la presión más compensada y que, al igual que el paciente anterior, ha perdido tres kilos. Aunque no dirá nada, también detectará en ella cierta prisa por acabar la visita y percibirá que sus andares son más animosos (se acabó arrastrar los pies, como hacía antes). El hombre y la mujer cruzarán la calle y, en el momento de entrar en la cafetería, él le abrirá la puerta. La sacarina será el elemento común de una infusión y de un café tomados para justificar este primer encuentro fuera de la consulta.
En algunas gastronomías se entendería que ya están a punto. Nosotros, en cambio, optaremos por una cocción más lenta y lo pospondremos todo una semana. Por separado, el hombre y la mujer prepararán las anécdotas y reflexiones que, más que nunca, necesitarán compartir. El tiempo les pasará deprisa porque tendrán que atender la agenda familiar y unas obligaciones profesionales que no les parecerán ni tan importantes ni tan esclavas. Desde un punto de vista dietético, la semana será productiva: perderán más toxinas y eliminarán buena parte de grasa y agua. De modo que, cuando regresen a la consulta, los tres kilos se habrán transformado en cuatro y medio y la dietista les felicitará con un entusiasmo que les llevará de nuevo a la cafetería. Esta vez las miradas serán más explícitas y el azúcar menos sacarina. Es el momento de apagar el fuego y servirlos. No utilizaremos una vajilla solemne. Mejor recurrir a enseres clásicos; en este caso, la cama de un meublé con sábanas impersonales pero limpias. La primera cata contendrá la información necesaria para entender la receta entera. Los dos cerrarán los ojos y, con muecas de gastrónomo, intentarán definir por separado un torrente de sensaciones que sólo tienen sentido si se analizan globalmente. Recuperar sabores después de tanto tiempo, identificarlos, apreciar su combinación y su preparación les proporcionará la energía para empezar de cero. Con la luz encendida, sin el pánico a dejarse ver, abandonarán los años de inactividad sexual a los que, acomplejadamente, se habían resignado. Ahora, en cambio, desprenderán un fulgor de aceituna. Agradecerán la falta de espinas, que el calor reconforte tanto como el de los caldos o que la cremosidad de los besos sea una mezcla, sin tropezones, de salsa y de helado (placeres que, si no tuvieran las manos ocupadas, les gustaría tomar con cuchara, pensando en el vino más adecuado para acompañar). No habrá ninguna extravagancia experimental. A partir de aquí, todo serán sobras. A veces, para aprovechar demasiado se acaba alimentando más la gula que el apetito. Aplicado a la mujer y al hombre, este criterio nos permite observar que, mientras dura la dieta, vuelven a encontrarse, siempre en el mismo meublé, e intentan repetir, con una determinación paramilitar, las sensaciones de su primera vez. Nada volverá a ser lo mismo: los gestos se han ablandado y la energía se ha resecado hasta el punto de que tienen que recurrir al engaño de las especias, en este caso conversaciones cada vez más domésticas, y más adelante, a la decadencia de los disfraces (colegiala-maestro, enfermera-paciente, sirvienta-señor). Más delgados, con la autoestima recuperada –les gustará sentirse halagados por miradas inéditas–, se las apañarán para no coincidir. A primera vista podrá parecer que la historia ha terminado. Pero, si tenemos paciencia y esperamos, veremos llegar a la consulta, procedentes de otros pastos, alimentados con piensos distintos, destinados a otros mataderos, nuevas parejas potenciales que, en el momento de descubrirse el uno al otro, disfrutarán con la oportunidad de vivir y dar lo mejor de sí mismos.


SERGI PÀMIES, La bicicleta estática, Anagrama, Barcelona, 2011, pp. 35-40.

jueves, 28 de julio de 2011

[JURO QUE ES BELLA...], Javier Salvago & Julio Abalde

Juro que es bella,
aunque sólo la he visto
de vuelta a casa,
borracho, sucio y ciego,
y alguna vez de niño.
JAVIER SALVAGO

FOTOGRAFÍA: Julio Abalde

miércoles, 27 de julio de 2011

REGLA DE ORO, Etgar Keret


REGLA DE ORO

   Por lo general, no nos besamos en público. Cecile, a pesar de todo lo guay que es, los escotes que lleva y su fuerte carácter de pelirroja, no deja de ser una rematada tímida. Y yo soy de esos que se fijan mucho en todo lo que pasa a su alrededor y que nunca consiguen olvidarse de dónde están. Pero la verdad es que aquella mañana sí lo conseguí y de repente Cecile y yo nos encontramos besándonos y abrazándonos sentados a la mesa de un café, como una pareja de estudiantes de instituto que intenta hacerse con un poco de intimidad en un lugar público.
   Cuando Cecile se fue al lavabo me terminé el café de un trago. El resto del tiempo lo aproveché para arreglarme un poco la ropa y ordenar las ideas.
   —Eres un hombre con suerte —oí una voz con un fuerte acento de Texas a mi mismísimo lado.
   Volví la cabeza. En la mesa contigua había un hombre mayor con una gorra de béisbol. Todo ese rato que nos habíamos estado besando él había estado allí, hubiese podido tocarnos con sólo alargar la mano, y nosotros habíamos jadeado y gemido casi sobre su beicon y su huevo revuelto sin tan siquiera darnos cuenta de su presencia. Resultaba realmente desconcertante, pero no había manera de disculparse sin empeorar las cosas todavía más. Así que me limité a sonreírle y a asentir con la cabeza.
   —No, de veras —continuó el viejo—, es muy raro conseguir conservar el amor después de casados. Normalmente, en cuanto la gente se casa, eso, sencillamente, desaparece.
   —Como usted ha dicho —seguí sonriendo—, soy un hombre con suerte.
   —Yo también —se rió el viejo, y alzó la mano con la alianza de boda—, yo también. Llevamos juntos cuarenta y dos años y ni tan siquiera hay asomo de desaliento. Mira, por mi trabajo me veo obligado a volar muchísimo y cada vez que me separo de ella, te lo digo, me entran ganas de llorar.
   —Cuarenta y dos años —le dije dejando escapar un educado silbido de admiración—, debe de ser una mujer muy especial.
   —Sí —lo corroboró el viejo.
   Vi que dudaba si sacar una foto o no y me sentí aliviado cuando renunció a la idea. La situación se estaba volviendo cada vez más incómoda, a pesar de que estaba más que claro que su intención era buena.
   —Tengo tres reglas —sonrió el viejo—, tres reglas de oro que me ayudan a mantener vivo nuestro amor. ¿Quieres oírlas?
   —Pues claro que quiero —le dije, mientras le hacía señas a la camarera para que me trajera otro café.
   —Primera regla —habló el viejo blandiendo un dedo en el aire—: todos los días intento encontrar algo nuevo que me guste de ella, aunque sea un detalle muy pequeño, ya sabes, la manera que tiene de contestar al teléfono, la forma que tiene de elevar la voz cuando simula no entender lo que digo y cosas por el estilo.
   —¿Todos los días? —me admiré yo—. ¡Eso tiene que ser muy difícil!
   —No tanto —se rio el viejo—, todo es ponerse a ello. Segunda regla: cada vez que veo a nuestros hijos, y ahora también a nuestros nietos, me digo a mí mismo que la mitad del amor que siento por ellos lo siento en realidad por ella. Porque la mitad de ellos son ella. Y última regla —siguió enumerando cuando Cecile, que ya volvía del lavabo, se sentó a mi lado—: cuando vuelvo de un viaje siempre le traigo un regalo a mi mujer. Aunque solamente me haya ido por un día.
   Asentí con la cabeza y le dije que lo recordaría. Cecile nos miraba a los dos algo confusa porque yo no soy precisamente el tipo de persona que entabla conversación en un sitio público con un desconocido, y el viejo, que por lo visto se dio cuenta de ello, se puso de pie dispuesto a marcharse. Se tocó el ala del sombrero y me dijo:
   —No cambies.
   A continuación le hizo una pequeña reverencia a Cecile y se fue.
   —¿Mi mujer? —se rió por lo bajo Cecile haciendo una mueca—. ¿No cambies?
   —Olvídalo —le dije acariciándole la mano—, es que ha visto mi alianza de boda.
   —Ah... —dijo Cecile dándome un beso en la mejilla—, tenía un aspecto un poco raro.
   En el vuelo de vuelta a Israel estuve solo, tres asientos para mí, pero como de costumbre no pude dormir.
   Pensé en el negocio con esa compañía suiza con la que no estaba muy seguro de que fuera a cuajar el acuerdo, y en la Play Station que le había comprado a Roí con el mando inalámbrico y todo. Y al pensar en Roí intenté recordar todo el rato que la mitad de mi amor por él era en realidad por Mira, y después intenté pensar en algún detalle que me gustara de ella, esa cara que pone corno de indiferencia cuando me pesca en una mentira. Hasta le compré un regalo en el Duty Free del avión, un perfume francés nuevo que la joven y sonriente azafata dijo que ahora todos compran y que incluso ella usa.
   —Compruébalo tú mismo —dijo la azafata y me tendió el bronceado dorso de la mano—, ¿no huele divino?
   Y la verdad es que la mano le olía maravillosamente bien.
        

ETGAR KERET, Un hombre sin cabeza, Siruela, Madrid, 2011, pp. 142-145.

martes, 26 de julio de 2011

lunes, 25 de julio de 2011

[DE PRONTO UN DÍA...], Almudena Guzmán


De pronto un día te ves deshilachada,
raída,
y te da por pensar en cosas tristes
como la soltería de una manzana
en el frutero,
un guantelete de cruzado en la nieve
o las bolsas que se ponen en el alféizar
para ahuyentar a las palomas.
        
El tiempo ronca y no te deja dormir.
        
Tocas el mundo y es una raspa de pescado.


ALMUDENA GUZMÁN, Zonas comunes, Visor, Madrid, 2011, página 81.

ILUSTRACIÓN: Carmen Valdés

domingo, 24 de julio de 2011

LAS VÍAS DEL TREN, Juan Pedro Aparicio


LAS VÍAS DEL TREN

   Mirándose siempre la una a la otra sólo practican el amor cuando un tren las hace vibrar pasándolas por encima. A veces no es suficiente y se produce un descarrilamiento.

JUAN PEDRO APARICIO, Asuntos de amor, Everest, León, 2010, página 166.

sábado, 23 de julio de 2011

REPPARACIÓN, Etgar Keret


REPPARACIÓN
  
   Creo que se me ha estroppeado algo en el ordenador.
   Aunque ppor lo visto ni siquiera es el ordenador, sino simpplemente el teclado. Ppues no hace tanto que lo he compprado, de segunda mano, a alguien que ppuso un anuncio en el pperiódico. Un tippo raro que me abrió la ppuerta vestido con una bata de seda, como la pputa de lujo de una ppelícula en blanco y negro. Me pprepparó un té y le ppuso unas hojitas de menta que él mismo cultivaba en una jardinera.
   —Este ordenador es una ganga —me dijo—, te conviene compprarlo, ya verás como no te arreppientes.
   Así que le extendí un talón y ahora la verdad es que sí me arreppiento. En el anuncio del pperiódico pponía que el ordenador se vendía con el resto del contenido de la casa pporque el pproppietario se iba a vivir al extranjero, ppero el hombre de la bata me dijo que la verdad era que lo vendía pporque, tachán, tachán, se iba a morir de una enfermedad, sólo que eso es algo que no ppuedes pponer en un anuncio del pperiodico si ppretendes que alguien acuda.
   —En realidad —dijo— la muerte también es un Como un viaje a algún lugar, así que no es del todo mentira.
   Mientras lo decía hubo algo así como un ligero temblor en su voz, cierto opptimismo, como si ppor un instante hubiera ppodido imaginarse la muerte como un agradable viaje a un lugar nuevo y no como un simpple ppedazo de nada oscuro que te soppla en el cuello.
   —¿Tiene garantía? —le ppregunté, y él se rio. Aunque se lo había ppreguntado en serio, al ver que él se reía corazón fingí que lo había dicho en broma.

ETGAR KERET, Un hombre sin cabeza, Siruela, Madrid, 2011, pp 80-81.

viernes, 22 de julio de 2011

LA NOVIA, Sigmund Freud

LA NOVIA

   El novio queda muy ingratamente sorprendido cuando le presentan a la novia. Llama aparte al casamentero y le pregunta en tono de reproche.
   —¿Para qué me ha traído aquí?. Ella es fea, vieja y bizca. Tiene feos los dientes y sus ojos lagrimean.
   —Puede usted hablar en voz alta—responde el otro—. También es sorda.

SIGMUND FREUD, El chiste y su relación con el inconsciente

EDUARDO BERTI (Editor), Historias encontradas, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009, p. 113.


ILUSTRACIÓN: Cartro

jueves, 21 de julio de 2011

[MIS AMIGAS ESPERABAN...], Paula Carballeira & Julio Abalde

   Mis amigas esperaban la luna llena como el fuego espera el viento para esparcirlo. Se ponían a aullar en las ventanas, se arrancaban mechones de cabello, arañaban las paredes antes de desnudarse y salir a correr por los caminos salvajes. A la mañana siguiente, cuando despertaban de su locura, volvían avergonzadas y con la cabeza baja, quejándose de las heridas que les lastimaban los pies, pero guardaban durante días un brillo en el fondo de los ojos, como si se les hubiese abierto una puerta a lo desconocido. Y poco les importaba que las tratasen de brujas y que amenazasen con quemarlas en la hoguera. La luna llena era más fuerte.
   Yo querría ir con ellas, y no me atrevo. La luna me llama, y algo me dice que podría saber más de lo que ya sé, con solo atreverme a perder el sentido. Y no me atrevo. Por mucho que griten mi nombre entre sus carcajadas. Para mí están reservados los secretos de las hierbas y las plantas, los pequeños conjuros para pequeños males. Para ellas son los grandes secretos, los que mueven los hilos del destino, los que cambian los tiempos.
    No las delaté por odio, ni por envidia. Fue por cobardía. Las miro arder, hipnotizada por las llamas, y quisiera decirles que no merezco su desprecio, ni siquiera su clemencia. Quisiera tener el valor de arrojarme con ellas al fuego y compartir por lo menos su destino, ya que este no es nuestro tiempo. Quisiera hacerlo, de verdad, quisiera hacerlo. Y no me atrevo.


Paula Carballeira
PAULA CARBALLEIRA, PABLO AMO, PEP BRUNO, PEPE MAESTRO & FÉLIX ALBO, 101 pulgas, Palabras del candil, Guadalajara, 2011, página 24.
FOTOGRAFÍA: Julio Abalde

miércoles, 20 de julio de 2011

LUPE, Roberto Bolaño


LUPE
        
Trabajaba en la Guerrero, a pocas calles de la casa de Julián
y tenía 17 años y había perdido un hijo.
El recuerdo la hacía llorar en aquel cuarto del hotel Trébol,
espacioso y oscuro, con baño y bidet, el sitio ideal
para vivir durante algunos años. El sitio ideal para escribir
un libro de memorias apócrifas o un ramillete
de poemas de terror. Lupe
era delgada y tenía las piernas largas y manchadas
como los leopardos.
La primera vez ni siquiera tuve una erección:
tampoco esperaba tener una erección. Lupe habló de su vida
y de lo que para ella era la felicidad.
Al cabo de una semana nos volvimos a ver. La encontré
en una esquina junto a otras putitas adolescentes,
apoyada en los guardabarros de un viejo Cadillac.
Creo que nos alegramos de vernos. A partir de entonces
Lupe empezó a contarme cosas de su vida, a veces llorando,
a veces cogiendo, casi siempre desnudos en la cama,
mirando el cielorraso tomados de la mano.
Su hijo nació enfermo y Lupe prometió a la Virgen
que dejaría el oficio si su bebé se curaba.
Mantuvo la promesa un mes o dos y luego tuvo que volver.
Poco después su hijo murió y Lupe decía que la culpa
era suya por no cumplir con la Virgen.
La Virgen se llevó al angelito por una promesa no sostenida.
Yo no sabía qué decirle.
Me gustaban los niños, seguro,
pero aún faltaban muchos años para que supiera
lo que era tener un hijo.
Así que me quedaba callado y pensaba en lo extraño
que resultaba el silencio de aquel hotel.
O tenía las paredes muy gruesas o éramos los únicos ocupantes
o los demás no abrían la boca ni para gemir.
Era tan fácil manejar a Lupe y sentirte hombre
y sentirte desgraciado. Era fácil acompasarla
a tu ritmo y era fácil escucharla referir
las últimas películas de terror que había visto
en el cine Bucareli.
Sus piernas de leopardo se anudaban en mi cintura
y hundía su cabeza en mi pecho buscando mis pezones
o el latido de mi corazón.
Eso es lo que quiero chuparte, me dijo una noche.
¿Qué, Lupe? El corazón.

ROBERTO BOLAÑO, Los perros románticos, Acantilado, Barcelona, 2010, pp. 24-25.

martes, 19 de julio de 2011

[EL MISTERIO EN EL RELOJ...], Herta Muller



El misterio en el reloj es la inquietud dice el relojero
Pero el arcano es el tiempo de cambio yo lo veo venir
y devorar no necesita más tiempo que
el grumo tuberculoso veneno tiene la ira voladora como
granos la luna como el viaje de vuelta en el latido del corazón
tic tac
El relojero dice bajito: Yo nunca me trago una pluma,
me salta en el cuello como un anzuelo vivo así vuelan
los cuellos de los animales  A veces me es el hombro
como las camas de los amigos  La enfermedad abandona los cojines
como piojos y mi compasión lava los cuerpos ya con
polvo

HERTA MULLER, El guarda saca su peine. En el moño mora una señora., Linteo, Ourense, 2010, pp. 88-89.

lunes, 18 de julio de 2011

LOS TIPOS QUE SE CREEN T.S. ELIOT, David Mena


LOS TIPOS QUE SE CREEN T.S. ELIOT

   Lo vi llegar de lejos, se aproximó a mí, y echando su cuerpo sobre la barra del bar me dijo que era T. S. Eliot, pero que no corriera el rumor, que quedara entre nosotros. Y así fue como empezó a explicarme la simbología que, según él, había querido plasmar en La tierra baldía. Esa vez no pude contenerme, de modo que lo agarré del cuello de la chaqueta y lo eché del bar, no estaba dispuesto a discutir nada con ningún borracho más que asegurara ser T. S. Eliot. No sé qué carajo pasará que tienen que venir a este bar todos los locos de la ciudad que se piensan que son nada más y nada menos que T. S. Eliot. ¿Y por qué precisamente T. S. Eliot?, ¿y de dónde esa afición a la poesía?
   Aunque en realidad eso no es lo que más me molesta, ni siquiera su charla densa y desordenada, sino esa mirada de soberbia y seguridad que les da el sentirse T. S. Eliot. Tratando de aparentar, odio esa forma de mirarme, como si no supieran que en realidad yo soy T. S. Eliot.

DAVID MENA, La novia de King Kong, Berenice, Córdoba, página 39.

domingo, 17 de julio de 2011

EL MARTIRIO DE UN POETA, Antonio Di Benedetto


EL MARTIRIO DE UN POETA

Un poeta vive entre la casa de un herrero y la de un calderero.
Martirizado por los ruidos, les da dinero a los dos para que se muden.
Ellos aceptan y cumplen: el calderero se muda a la casa del herrero y el herrero se instala en la casa del calderero.

Antonio Di Benedetto El silenciero

EDUARDO BERTI (Editor), Historias encontradas, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009, p. 125.

sábado, 16 de julio de 2011

SUSPICACIA, Pepe Maestro


SUSPICACIA

Las vacas planearon un gran robo.
—Tú te quedas fuera de esto—le dijeron a la que llevaba el cencerro.

Pepe Maestro

PAULA CARBALLEIRA, PABLO AMO, PEP BRUNO, PEPE MAESTRO & FÉLIX ALBO, 101 pulgas, Palabras del candil, Guadalajara, 2011, página 83.


IMAGEN: Luis Rafols

viernes, 15 de julio de 2011

VERDADERA BREVEDAD, Guillermo Bustamante Zamudio


“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí”… ¡qué desperdicio de términos, qué autor tan gárrulo! ¿Acaso hay necesidad de decir “cuando despertó”? Con sólo expresar “Despertó”, queda implicada la circunstancia temporal, inútilmente repetida por el adverbio. De manera que sería mejor: “Despertó. El dinosaurio todavía estaba ahí”. Aunque preferible, esta frase sigue malgastando vocablos. Por ejemplo: “todavía estaba”, ¿no es lo mismo que “permanecía”? Así, el famoso relato que hace gala de su falsa brevedad quedaría mejor escrito si sólo fuera así: “Despertó. El dinosaurio permanecía ahí”. Ahora bien, si permanecía, se supone que es en un sitio; es preciso no subestimar al lector. Esta vez es la circunstancia espacial en la que ociosamente redunda el adverbio, dilapidando los recursos lingüísticos. Así, el relato quedaría mucho mejor si dijera: “Despertó. El dinosaurio permanecía”. Ahora bien, que un dinosaurio permanezca es una situación trascendental, como para subordinarla al sueño del personaje. Ese es el hecho destacable, así no hubiera estado dormido (igual habría dado si indicara “Cuando regresó, el dinosaurio todavía estaba ahí”). De manera que basta con “El dinosaurio permanecía”, que es la esencia del cuento, en tres palabras y no en esas derrochadoras siete de las que tanto se ufana la tradición micro-cuentística. No obstante, para expresar lo justo, todavía sobran voces. Cuando algo se enuncia, se le supone permanencia —no otra cosa es el signo—, y sobre todo cuando cuenta con el peso otorgado por el sustantivo. De tal manera, cuando se dice “El dinosaurio”, se afirma que permanece. Y, finalmente, para qué especificar con ese artículo definido algo que se impone como un universal. En lugar de agregar, tal elemento le resta importancia al acontecimiento. Suficiente sería, entonces, decir “Dinosaurio”, que es todo un micro-relato de ficción.
Alguien podría pensar que en él sobra “saurio” y que “Dino” sería suficiente, pero no hay que ser exagerado en estos temas y es bueno dar ciertas libertades al creador.

Guillermo Bustamante Zamudio


ILUSTRACIÓN: Dani Sanchís

jueves, 14 de julio de 2011

LA NOCHE, Víctor Botas

LA NOCHE

Mírala bien, demonios: es la Noche;
ópalo o vértigo solitario y mudo. Soy yo —nada
de nada: polvo, angustia, humo—
quien aquí te la entrega (es mi regalo)
inútil, mas cargada de leyendas y mitos.
Cien astrólogos quietos, cien poetas, cien
locos —pero locos
de atar—
              bajo el arco cambiante de la luna escarlata,
para ti la inventaron. Poco a poco. Sin prisa.
VÍCTOR BOTAS

miércoles, 13 de julio de 2011

EL EGOÍSTA, Pepe Maestro & Raúl Ramírez


EL EGOÍSTA

Había una vez un hombre tan egośita que duró muy poco tiempo sobre la tierra.
Lo necesario para tomar aire y decidir que no lo compartía.

PEPE MAESTRO

PAULA CARBALLEIRA, PABLO AMO, PEP BRUNO, PEPE MAESTRO & FÉLIX ALBO, 101 pulgas, Palabras del candil, Guadalajara, 2011, página 81.

FOTOGRAFÍA: Raúl Ramírez

martes, 12 de julio de 2011

SHEREZADE, Amalia Bautista & Joan Brossa

SHEREZADE

Llevo casi mil años fabulando,
me duele la cabeza, tengo seca
la lengua y agotados los recursos
y la imaginación. Y ni siquiera
sé si me salvaré con mis mentiras.

Amalia Bautista

lunes, 11 de julio de 2011

LA TIENDA DE LAS MANZANAS PRECIOSAS, Ramón Gómez de la Serna



LA TIENDA DE LAS MANZANAS PRECIOSAS

Los vendedores de fruta tienen a veces barbas de filósofo. Son como vegetarianos pedagógicos que se dedican a sembrar la salud en medio de la vida. Tienen algo también de boticarios frescos, naturales, espontanistas.
Aquel de la barba roja como hecha con pelos de panocha, inventó el medio más seguro de vender, pues además de titular a su frutería El Paraíso, expuso las manzanas más ruborosas de los pomares, las que son como mozas que se miran el delantal, y colocó sobre ellas un letrero en que anunciaba:

MANZANAS DEL ÁRBOL PROHIBIDO

Importación directa del Éufrates


Todos los hombres mojigatos y las mujeres timoratas formaron cola a la entrada de la frutería, encintando las calles como serpiente de cola sin fin.


RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, Disparates y otros caprichos, Menoscuarto, Palencia, 2005, p. 173.

domingo, 10 de julio de 2011

[LA IDEA...], Pablo Gutiérrez


La idea me hizo ver de lleno mi torpe infortunio, me convenció de que la soga de infelicidad que abarcaba mi cuello era una serpentina de año viejo, la idea.

PABLO GUITIÉRREZ, Rosas, restos de alas, La Fábrica, Madrid, 2008, p.84.

sábado, 9 de julio de 2011

BOLSA DE PLÁSTICO, Karmelo C. Iribarren & Cristina Müller

BOLSA DE PLÁSTICO

Mírala
ahí
en mitad de la calle
sola
quieta

temerosa
de que aparezca el barrendero

soñando
con un poco de viento
para sentirse
nube.


KARMELO C. IRIBARREN, Versos que el viento arrastra, El jinete azul, Madrid, 2010, pp. 16-17.

viernes, 8 de julio de 2011

[ES EL PRIMERO DE MIS DEBERES...], Pablo Gutiérrez

Es el primero de mis deberes escolares: construir un golem, un muñeco de mí que demuela mi identidad y le dé sello al aplicado trabajo que mi mujer emprendió con tanta perseverancia. Hacerme pedazos, fulminar cada vínculo, orfanarme, desumbilicarme. Por ejemplo: dejar toda
mi ropa en la puerta de un convento como un bebé malquerido; vestir insalubre y sin armonía como un perturbado; exhibirme en una cafetería a la hora del desayuno, dar miedo, pedir el menú más caro. Convertirme en un desposeído. Volverme del revés.
Segunda estrellita del índice: no actuar, es decir, no urbanizar ninguna nueva identidad sobre el gran solar de nadademí. Ser severo, inflexible conmigo. No reflexionar. No mirar hacia dentro. No meditar, no regir, no tomar decisiones. Responder a cada acción con inacción, mugir cuando me hablen, lamer la mano que me acaricie, ser buey lemosín, fábrica portátil de salchichas y manteca. No pensar dos veces lo mismo, no acumular preferencias ni afectos, no afirmar, no tener convicciones. Qué buenos propósitos de año nuevo.
Diciembre de 1989. Tengo once años. La profesora dice abrid los cuadernos y escribid una redacción en subjuntivo con vuestros deseos para el año nuevo.
Desobedezco. Escribo sin levantar la cabeza: tres páginas llenas de indicativos donde cuento con detalle todos mis recuerdos del mes pasado. El mes pasado murió mi padre. El  año nuevo me importa un carajo.
En el aula de dibujo hacemos monigotes con cuadrículas. La técnica del monigote con cuadrículas consiste en dividir la figura en casillas y copiar a pulso cada parte sin observar el conjunto. Como si fuéramos moscas. Es imposible pero nos aplicamos (somos buenos chicos), nos aplicamos y lo hacemos, fingimos que lo hacemos. Nos sale bien. Algunos confunden A3 con B5 e intercambian la nariz y la boca del monigote; no lo saben, pero son la vanguardia cubista de la clase y por eso se ríen y se resisten a empezar de nuevo. En mi bloc, el ratoncito de la derecha es igual al de la izquierda, y eso me hace feliz a mí, hace feliz al profesor y hace muy infeliz a Nuria Figueroa, que es incapaz de sujetar el carboncillo sin mancharlo todo. De pronto, alguien llama a la puerta, que tiene vidrieras de colores. Es la profesora de lengua. Veo su peinado detrás de las vidrieras. Dice mi nombre, sin apellidos. Suena raro sin apellidos, tan cordial. Me pide que me levante, cruce todo el pasillo del aula y la acompañe. Es horrible. Horrible.
Me lleva a la biblioteca. Se sienta frente a mí. De una carpeta azul saca mi redacción. La deja encima de la mesa.
Estoy a punto de echarme a llorar.
Pero no. Es ella quien se acerca, me abraza y llora sobre mi cabeza, sin consuelo. Cada lágrima arrasa un pequeño territorio de maquillaje que se deposita, después, en mis cejas, mi nariz, el cuello de mi camisa.
Pasa mucho, mucho tiempo.
Mi camisa se llena de residuos; su cara, de surcos.
Me digo por dentro y bien fuerte que no volveré a escribir.


PABLO GUITIÉRREZ, Rosas, restos de alas, La Fábrica, Madrid, 2008, pp. 16-18.

jueves, 7 de julio de 2011

[CUÁNTAS ESTRELLAS...], Luis Feria

Cuántas estrellas sobre el muro en sombras:
no las toques: se irían.

Luis Feria

miércoles, 6 de julio de 2011

A LOVE SUPREME (JOHN COLTRANE), David Mena


A LOVE SUPREME (JOHN COLTRANE)

Vuelven a quedarse las oraciones pegadas al papel pintado de la pared. Y la noche es una ribera y un animal salvaje, y un cáncer aún más negro devorando la ciudad entera desde las afueras.
Las palabras ya no se hacen fuertes, retroceden, no aguantan su combate y caen como pájaros de ceniza sobre las alfombras de los hospitales. Crepita la energía estática en las pantallas de los viejos televisores, y si miras al otro lado de la ventana verás que el mundo endurece su corazón y sigue adelante. Es como oír ruido de calderas —dice un tipo que se pierde tras una puerta—. Vuelve el sudor antiguo a los hombres, nuevamente las mujeres muerden la carne en lo oscuro de las habitaciones como fruta madura y tiemblan los espejos sobre un eco lejano.
En alguna parte Coltrane está tocando de nuevo, Dios elige su disfraz de costumbre y entre el público se sienta a escuchar.

DAVID MENA, La novia de King Kong, Berenice, Córdoba, 2011, página 51.

martes, 5 de julio de 2011

CIEN POR CIEN, Etgar Keret


CIEN POR CIEN

Le toco las manos, la cara, el vello de abajo, la blusa. Le digo:      
—Roni, por favor, hazlo por mí, quítatela.
Pero ella no accede. Así que desisto, lo volvemos a hacer, nos tocamos, completamente desnudos, casi. La tela de su camisa —la etiqueta dice cien por cien algodón— tendría que resultar agradable, pero pica. Nada es cien por cien perfecto, eso es lo que ella siempre dice, sólo el noventa y nueve coma nueve por ciento, y gracias. ¡Toquemos madera tres veces, además, para que así sea! Odio esa tela. Me pica en la cara, no me deja sentir la calidez del cuerpo de ella ni apreciar si también está sudando. De manera que le vuelvo a decir:
—Roni, por favor —y mi voz resuena opaca, como el que se muerde con la boca cerrada—, que me voy a correr, por favor, quítatela.
Pero ella sigue en sus trece. Que no se la quita.
Esto es una locura. Llevamos ya medio año juntos y todavía no la he visto desnuda. Medio año llevan diciéndome mis amigos que no merece la pena que salga con ella. Medio año que vivimos en el mismo piso y ellos siguen empeñándose en volverme a contar todo tipo de chismes que ya nos sabemos de memoria. Como que porque odiaba el cuerpo que tenía se había intentado cortar los pechos frente al espejo con un cuchillo de cocina. También que la habían tenido que hospitalizar en más de una ocasión. Me cuentan esas historias como si ella fuera una extraña mientras se están tomando nuestro café en nuestras tazas. Me dicen que no me líe con ella, cuando nosotros ya nos amamos con locura. Podría matarlos por eso, pero no les digo nada, como mucho les pido que se callen y los odio en silencio. ¿Qué me van a contar ellos que yo ya no sepa? ¿Qué van a poderme decir de ella que me lleve a amarla ni una pizca menos de lo que lo hago?
Intento explicárselo a Roni. Que no importa, que lo que hay entre nosotros es tan fuerte que no existe nada que lo pueda estropear, y después, tal y como ella me pide, toco madera tres veces. Que ya lo sé, que me lo han contado, que sé con lo que me voy a encontrar, pero que no me importa.
Que no me importa en absoluto. Pero de nada me vale, no hay nada que sirva con ella. Sigue empeñándose. Lo más lejos que hemos llegado nunca fue después de tomarnos una botella de Ben-Amí en Nochevieja, y tampoco entonces fuimos más allá del primer botón.
Después de que le han entregado el resultado de la prueba de embarazo telefonea a una amiga suya que una vez lo hizo, para enterarse de los pasos que hay que seguir. No quiere abortar, puedo notarlo. Tampoco yo quiero abortar. Se lo digo. Me hinco de rodillas en una postura teatral y le pido que nos casemos:
—Vida mía, chatita —le digo con la voz más a lo Zeev Revah que me sale—. Anda, alégrame el día, alégrame el mes, alégrame el decenio.
Ella se ríe, pero dice que no. Me pregunta que si se lo pido por el embarazo, aunque muy bien sabe que no es por eso. Pasados cinco minutos dice que de acuerdo, pero con la condición de que si tenemos un niño le pondremos Yotam. Lo pactamos con un apretón de manos. Intento levantarme, pero se me han dormido las piernas. Roni, ojos de mi corazón, alma mía, me faltan las palabras con las piernas paralizadas. Ahora si que me has alegrado el siglo.
Esa noche nos metemos en la cama. Nos besamos. Nos desnudamos. Sólo la camisa sigue ahí. Me aparta a un lado. Se desabrocha un botón. Y otro, despacito, como en una sesión de striptease, manteniendo los bordes cerrados con una mano mientras desabrocha los botones con la otra. Una vez recorridos todos, me mira, me mira profundamente a los ojos; yo ahora respiro pesadamente y ella deja que la camisa se abra. Y entonces lo veo, veo lo que hay bajo ella. Nada podrá destruir lo que hay entre nosotros, nada, eso es lo que yo siempre decía, Dios mío, cómo he podido ser tan tonto.


ETGAR KERET, La chica sobre la nevera y otros relatos, Siruela, Madrid, 2006, pp. 133-135.

lunes, 4 de julio de 2011

PIZPIRETA, Manuel Villena

 

PIZPIRETA

Uno a uno los guiños caen,
callandito,
tiritando de frío
por la pereza de la pirueta picarona del rocío
que empapa las dunas;
así van,
a la pata coja,
cayendo de sus cabriolas,
haciendo aguas por los tirabuzones,
hundiéndose en arrumacos de las ganas de reír
que dan tantas cosquillas.
Que ya es bobería, cayendo,
no querer asirse a los rabillos de las ciruelas,
como para romperse la crisma y ganarse,
de vuelta a casa,
un buen tirón de orejas. 
MANUEL VILLENA

domingo, 3 de julio de 2011

LA LUNA, Felipe Benítez Reyes

LA LUNA

Los pocos que la han pisado
no pueden describirla con metáforas.

Yo la miro
con el mismo estupor que el primer hombre.

FELIPE BENÍTEZ REYES

sábado, 2 de julio de 2011

[ANOCHE SOÑÉ...], Almudena Guzmán



Anoche soñe con las actualizaciones
de Windows Vista.
        
Siempre una de trescientas,
no descargaba más
ni acababa nunca,
como los astronautas
que flotan en el espacio.
        
Para Einstein es la ingravidez
pero yo siempre me he fiado más de Kafka.
        
Y para Kafka es la condena.

ALMUDENA GUZMÁN, Zonas comunes, Visor, Madrid, 2011, página 88.

viernes, 1 de julio de 2011

[NO HAY LUZ DE LUNA...], David G. Lanoue


no hay luz de luna
en los ojos muertos
del gato

DAVID G. LANOUE, Loco por el haiku, Funambulista, Madrid, 2011 (2000), página 76.