miércoles, 18 de enero de 2012

LA BELLA DURMIENTE, Slawomir Mrozek


LA BELLA DURMIENTE

   Tendida sobre un lecho rebosante de flores, bajo una campana de cristal, dormía la Bella Durmiente.
   Era bella, buena y juiciosa, pero su belleza, su bondad y su buen juicio dormían con ella. Existía, pero dormía, así que era como si no existiese. A través de la campana transparente sólo era visible su belleza, no las cualidades de su carácter. Desde tiempo inmemorial estaba sumida en un sueño profundo, rodeada de unos afables gnomos que la defendían de los bandidos y los animales salvajes. Ellos sabían que sólo un Príncipe Errante tenía derecho a acercarse a ella. Pero no era seguro que el Príncipe llegara, ni tampoco que no llegara.
   Cuál fue la alegría de los fieles gnomos, pues, al ver una mañana de mayo al Príncipe que, por un feliz azar, se había dejado caer por aquellos parajes. «¡Aquí! ¡Aquí!», se
pusieron a llamarlo y en seguida quitaron la campana de cristal.
   El Príncipe se acercó. Miró y vio lo hermosa que era la Bella Durmiente. Dejándose llevar por un impulso poderoso, se inclinó y depositó un beso sobre sus pálidos labios
rosados. Exactamente como estaba previsto.
   La Bella Durmiente abrió los ojos, se despertó y vio al Príncipe inclinado sobre ella. Le rodeó el cuello con los brazos, mientras los gnomos bailaban a su alrededor de alegría. Y
también de contento, porque había acabado su guardia junto a la Bella Durmiente y por fin podrían dedicarse a sus cosas.
   Los gnomos se habían alejado saltando de júbilo, mientras el Príncipe seguía entre los brazos de la Bella Durmiente y ella continuaba abrazándole. Hasta que a él empezó a dolerle la espalda, de modo que inadvertidamente se sentó en el borde del lecho de cristal; pero como seguía inclinado sobre ella y por ella abrazado, le era imposible cambiar del todo de posición. Así que transcurrído un tiempo preguntó:
   —¿Y ahora qué?
   —Ahora quedaremos así para siempre —contestó la Bella Durmiente.
   —¿Para siempre? —se sorprendió el Príncipe.
   —Por supuesto. ¿No es por eso por lo que me has despertado depositando un beso en mis pálidos labios rosados?
   —Pero mi querida Bella Durmiente, ¿y no nos aburriremos?
   —No entiendo de qué hablas. Pero si la felicidad es esto.
   El Príncipe calló confuso y no discutió más, porque no quería quedar mal. Pero al cabo de un tiempo volvió a intentarlo, esta vez tratando de presentar su punto de vista subjetivo como una verdad objetiva. 
   —Verás, mi querida Bella Durmiente, desde el punto de vista subjetivo estoy totalmente de acuerdo contigo, pero objetivamente las cosas están así: yo soy un Príncipe Errante, programado, es decir, destinado a recorrer el mundo en busca de Bellas Durmientes. Cada vez que veo una Bella Durmiente, me acerco y deposito un beso en sus pálidos labios rosados. Entonces ella se despierta, pero lo que pasa después ya no es de mi incumbencia. Así que yo tendría que ponerme de nuevo en camino.
   —¿De qué Bellas Durmientes me estás hablando? Pero si soy yo la Bella Durmiente.
   —¡Oh, sí! Por supuesto. Es decir, Bella, evidentemente, pero ya no Durmiente. Tú ya no duermes, mientras que otras, pobrecitas, siguen durmiendo profundamente esperando que alguien las despierte.
   —¿Qué otras?—preguntó la Bella Durmiente en un tono tal que el Príncipe prefirió no desarrollar el tema. —Las que sean. No tiene importancia.
   A la Bella Durmiente le bastó esta respuesta incompleta, porque como ya se ha dicho era juiciosa. Sólo que ahora fue ella la que intentó presentar al Príncipe su punto de vista subjetivo de una manera objetiva:
   —Tienes razón en eso de que soy Bella pero ya no Durmiente. Pero al fin y al cabo has sido tú quien me ha despertado, y ahora ya no volveré a dormir. De modo que si tú ahora te
marchas y no te puedo tener más entre mis brazos, ¿quién seré yo y qué será de mí?
   El Príncipe se puso triste.
   —Realmente es un problema y cada vez estoy más convencido de que este cuento está muy mal escrito. El autor nos ha programado de una manera que todo cuadra hasta cierto momento, pero después empiezan las contradicciones. Quedémonos, pues, en esta posición y tal vez el autor se dé cuenta, borre, añada o cambie algo... Y quizá la cosa se aclare...
   Eso dijo el Príncipe, aunque la espalda le dolía cada vez más; sin embargo entendía la situación de la Bella Durmiente y simpatizaba de veras con ella. Así que seguían igual; pero ni la Bella Durmiente era feliz, porque no tenía la seguridad de que seguirían así para siempre, ni tampoco el Príncipe, porque no estaba seguro de que sólo sería por un tiempo. Hasta que al cabo el Príncipe dijo:
   —Me gustaría fumar, pero se me han acabado las cerillas. ¿Me permites que vaya un momento a por ellas?
   —Pero ¿volverás? —preguntó la Bella Durmiente, ya que era juiciosa.
   —Claro que volveré. Sólo voy a por cerillas y en seguida estoy de vuelta. Tengo unas ganas bárbaras de fumar.
   La Bella Durmiente se quedó pensativa. Por un lado su buen juicio le imponía escepticismo, por otro su bondad—y como se ha dicho era buena—hacía que le diese pena el Príncipe atormentado por la avidez de nicotina. ¿Cómo se puede torturar así al amado? Y dijo con tristeza, pues el buen juicio y la bondad no se ponían de acuerdo:
   —Ve.
   Y el Príncipe se marchó. Era verdad que tenía ganas de fumar y que necesitaba cerillas, en este sentido era sincero. En cuanto a lo demás... Tenía la esperanza de que gracias a esta verdad parcial podría apagar sus remordimientos de conciencia respecto a todo el asunto. Porque todo lo demás era mentira. Así que el Príncipe tenía la esperanza de que con una verdad parcial compensaría en su conciencia la mentira total. Pero era una esperanza infundada.
   Hasta qué punto era infundada su esperanza lo supo en seguida. Porque como castigo fue convertido en un repugnante sapo. Y seguirá siendo un sapo hasta que —ya según otro cuento—encontrará a cierta Bella de tan buen corazón que, haciendo caso omiso de la asquerosidad del batracio, depositará con sus pálidos labios rosados un beso sobre el pustuloso morro. Sólo entonces volverá a convertirse en Príncipe.  

 
SLAWOMIR MROZEK, La vida difícil, Quaderns Crema, Barcelona, 1995, páginas 91-95.