jueves, 31 de mayo de 2012

[ESTOY HASTA LAS TRENZAS...], Almudena Guzán


Estoy hasta las trenzas,
por no decir otra cosa,
de tanta tragedia.
        
Al final de mis días,
escúchame bien,
esto es lo que quiero
que me quede:
una mañana de abril
sin adjetivos superfluos,
la bondad de la luna
en las noches victorianas
de invierno
y el regalo de un amor
de muchos años
que no se encuentra en los chinos
ni en Tiffany.
        
Lo siento por ti y por Shakespeare, Romeo.


ALMUDENA GUZMÁN, Zonas comunes, Visor, Madrid, 2011, página 73.
        

miércoles, 30 de mayo de 2012

[A MI MUJER...], Max Aub


   —A mi mujer, señor, le pasaba con los huevos fritos lo que con los hijos: que no los dejaba en paz. La diferencia está en que los hijos crecen y se acomodan solos, mientras que los huevos fritos (¿qué se puede comparar a un par de huevos bien fritos?) se los come uno como el mejor regalo del Creador. La cuestión es, como en todo, el punto. Soy albañil y sé lo que me digo referente al punto del punto. Lo que importa, para los huevos, es la cantidad y el calor del aceite en el que se echan partidos y vertidos con cuidado y el momento justo en el que hay que sacarlos, la clara ya abullonada como si fuese pasta de buñuelo. Los huevos fritos nunca se «apegan» como decía ella. No diré más, gracias a Dios: un huevo frito con la yema cubierta, blanca o rota ni es un huevo frito ni es nada. Que la quemadura fuese tan grave, ¿quién lo podía adivinar?

MAX AUB, Crímenes ejemplares, Calambur, Madrid, 1996 (1991), página 85.

martes, 29 de mayo de 2012

BODAS, Cristina Grande



BODAS
        
   Mr. y Mrs. Robert N. Campbell of Kailzic, pintados por sir Henry Raeburn en 1793, miran sonrientes y relajados a una pareja joven, más o menos de su misma edad, que los contempla desde abajo.
   —Es un retrato impresionante —dice la mujer alejándose un poco del enorme cuadro.
   —Se ve que eran ricos y felices. Y fíjate en ella. Se parece un poco a ti, tan blanca y pechugona —dice él mirando los escotes de una y otra.
   Salen de las Galerías McLellan y el sol les da de lleno en la cara, con esa inclinación propia de los países del Norte. La mujer hojea el catálogo del museo mientras esperan que un semáforo se ponga verde. Hay una foto de detalle de la cara de la señora Campbell. Por primera vez en años la mujer siente ganas de estar casada. Está a punto de pronunciarse cuando suena un móvil.
   —No me digas... ¿En serio? Qué alegría... Sí, sí, está aquí a mi lado. Ahora mismo se lo digo... Claro que sí... Enhorabuena. Adiós, adiós.
   Ella le mira intrigada.
   —Era Raúl, que se casa. Con la presentadora, claro. Y que estamos invitados a la boda en Santander. En septiembre. No me acuerdo qué día ha dicho. Qué suerte tiene este, por fin está donde quería estar —dice él con admiración.
   —En septiembre, según qué día, no sé si habrá que ir de verano o de entretiempo. No hay manera de acertar en las bodas —dice ella en un tono que a él le pasa desapercibido.
                                        
CRISTINA GRANDE, Tejidos y novedades, Xórdica, Zaragoza, 2011, páginas 73-74.


lunes, 28 de mayo de 2012

EL HILO, Fernando Trías de Bes


EL HILO

   Érase una vez un hombre cuya vida pendía de un hilo, que pendía de su propios dedos.


FERNANDO TRÍAS DE BES, Relatos absurdos, Urano, Barcelona, 2006,  p. 23.


Ilustración: Jacobo Bagué

domingo, 27 de mayo de 2012

REGRESOS, Wislawa Szymborska



REGRESOS

Volvió. No dijo nada.
Pero era evidente que sufría alguna contrariedad.
Se acostó vestido.
Se tapó la cabeza con una manta.
Se acurrucó.
Cuarentón, pero no en ese momento.
Está, como cuando se está en el vientre de la madre,
envuelto en siete pieles, en protectora oscuridad.
Mañana pronunciará una conferencia sobre la homeostasis
aplicada a la cosmonáutica metagaláctica.
Por ahora, hecho un ovillo, duerme.

WISLAWA SZYMBORSKA, Paisaje con grano de arena, Círculo de Lectores, Barcelona, 1997, p. 88.


Fotografía: Sherman Hines

sábado, 26 de mayo de 2012

ROSARIO, Jon Juaristi


ROSARIO

Yo la quería mucho, pero entonces
amar y destruir sonaban parecido,
como en los más confusos poemas de Aleixandre.
Nos casamos con otros. Tal vez así perdimos
lo mejor de la vida. Quién sabe. Hubo una noche
en que ambos acordamos que pudo ser distinto
el rumbo de esta historia de culpa y cobardía.
Se quitó el pasador de su cabello oscuro
y me lo dio al marchar, y nunca volví a verla.
Murió. No lo he sabido hasta esta tarde misma,
varios años después, en su pequeño pueblo
y frente a la serena desolación del mar.
Ahora intento evocarla, pero se desvanece:
No he encontrado siquiera su pasador de rafia.

JON JUARISTI, Tiempo desapacible, La Veleta, 1996, Granada, p. 31.

viernes, 25 de mayo de 2012

EL CUENTO, Quim Monzó



EL CUENTO
 
   A media tarde el hombre se sienta ante su escritorio, coge una hoja de papel en blanco, la pone en la máquina y empieza a escribir. La frase inicial le sale enseguida. La segunda también. Entre la segunda y la tercera hay unos segundos de duda.
   Llena una página, saca la hoja del carro de la máquina y la deja a un lado, con la cara en blanco hacia arriba. A esta primera hoja agrega otra, y luego otra. De vez en cuando relee lo que ha escrito,tacha palabras, cambia el orden de otras dentro de las frases, elimina párrafos, tira hojas enteras a la papelera. De golpe retira la máquina,coge la pila de hojas escritas, la vuelve del derecho y con un bolígrafo tacha, cambia, añade, suprime. Coloca la pila de hojas corregidas a la derecha, vuelve a acercarse la máquina y reescribe la historia de principio a fin. Una vez ha acabado, vuelve a corregirla a mano y a reescribirla a máquina. Ya entrada la noche la relee por enésima vez. Es un cuento. Le gusta mucho. Tanto, que llora de alegría. Es feliz. Tal vez sea el mejor cuento que ha escrito nunca. Le parece casi perfecto. Casi, porque le falta el título. Cuando encuentre el título adecuado será un cuento inmejorable. Medita qué título ponerle. Se le ocurre uno. Lo escribe en una hoja, a ver qué le parece. No acaba de funcionar. Bien mirado, no funciona en absoluto. Lo tacha. Piensa otro. Cuando lo relee también lo tacha.
   Todos los títulos que se le ocurren le destrozan el cuento: o son obvios o hacen caer la historia en un surrealismo que rompe la sencillez. O bien son insensateces que lo echan a perder. Por un momento piensa en ponerle Sin título, pero eso lo estropea todavía más. Piensa también en la posibilidad de realmente no ponerle título,y dejar en blanco el espacio que se le reserva. Pero esta solución es la peor de todas: tal vez haya algún cuento que no necesite título, pero no es éste; éste necesita uno muy preciso: el título que, de cuento casi perfecto, lo convertiría en un cuento perfecto por completo: el mejor que haya escrito nunca. Al amanecer se da por vencido: no hay ningún título suficientemente perfecto para ese cuento tan perfecto que ningún título es lo bastante bueno para él, lo cual impide que sea perfecto del todo. Resignado (y sabiendo que no puede hacer otra cosa), coge las hojas donde ha escrito el cuento, las rompe por la mitad y rompe cada una de esas mitades por la mitad; y así sucesivamente hasta hacerlo pedazos.


QUIM MONZÓ, El porqué de las cosas, Anagrama, Barcelona, 1994, pp. 137-138.

jueves, 24 de mayo de 2012

VIEJAS QUE CAEN, Daniil Charms


VIEJAS QUE CAEN

   Por un exceso de curiosidad una vieja se cayó de la ventana y se estrelló contra la acera. A la ventana se asomó otra vieja y se puso a mirar a la que se había estrellado, pero, por un exceso de curiosidad, también cayó de la ventana y se estrelló contra la acera.
   Después se cayó de la ventana una tercera vieja, seguida de una cuarta y de una quinta.
   Cuando se cayó la sexta vieja, me cansé de mirar y me fui al mercado Maltsevky, donde, según dicen, a un ciego le regalaron un chal tejido.

Daniil Charms

miércoles, 23 de mayo de 2012

ALICIA, QUE VE RATONES, Sandra Cisneros

ALICIA, QUE VE RATONES
        
   Cierra los ojos y se irán, dice su padre; y si no, es porque los estás imaginando. Además, lo que tiene que hacer una mujer es dormir para despertarse pronto con su estrella-tortilla, esa que sale pronto, justo a tiempo para subir y sorprender por el rabillo del ojo las patas traseras que desaparecen detrás del fregadero, o debajo de la tina de cuatro pies, o entre las tablas sueltas del suelo que nadie ha reparado.
   Alicia, cuya mamá murió, lamenta que no haya nadie mayor que ella para levantarse y preparar las tortillas de la fiambrera del almuerzo. Alicia, que heredó el rodillo de amasar y el carácter somnoliento de su madre, es joven y lista y acaba de empezar sus estudios en la universidad. Dos trenes y un autobús, porque no quiere pasar toda la vida en una fábrica o detrás del rodillo. Es una, buena chica, mi amiga. Estudia toda la noche y ve ratones, los mismos que según su padre no existen. Nada le da miedo, salvo aquella piel con cuatro patas. Y el padre.



SANDRA CISNEROS, Una casa en Mango Street, Ediciones B, Barcelona, 1992, pp.49-50.

martes, 22 de mayo de 2012

CUANDO EL NIÑO, Vladimir Holan



CUANDO EL NIÑO
        
Cuando el niño busca en el diccionario palabras obscenas
y quiere aún más y ya no hay más
(porque los tacos son cosa de mala vida
y el abuelito barbadeoro se ha callado), empieza a imaginarlas.
Pronto, sin embargo, tentado por una simple
aunque oscura intuición
que con odio encerrara bajo siete llaves el conocimiento,
siente que es injusto el modo en que toda su luz ansiante al recobrarse,
se refleja una y otra vez en su interior
desde todos los ángulos opuestos,
al igual que el sol vuelve necesariamente a sí mismo
con todos los rayos enviados a la bacía que cuelga sobre la puerta del barbero...
Al final su cruel pureza es tan incorpórea
que ya sólo puede sentir odio
ante cualquier mujer...


VLADIMIR HOLAN, Pero existe la música, Icaria, Barcelona, 1996, p. 157.

lunes, 21 de mayo de 2012

UNA VIDA DE AMOR, Luciano G. Egido


UNA VIDA DE AMOR

   Mi madre, no sé por qué, me había advertido que tuviera cuidado con mis nuevas amistades. A Juan José lo conocí en la piscina del colegio y tardamos mucho tiempo en lamentarnos de no poder tener hijos. En la vejez, después de toda una vida juntos, Juan José me dio: "Desengáñate, Alberto, nos falta mucho para ser perfectos".


LUCIANO G. EGIDO, 25 historias de amor, Taller del libro, Madrid, 2004, p. 119.

domingo, 20 de mayo de 2012

LA FAMILIA DE LOS PIES PEQUEÑOS, Sandra Cisneros

LA FAMILIA DE LOS PIES PEQUEÑOS
        
   Érase una familia. Eran todos pequeños. Tenían los brazos cortos, las manos pequeñas, ninguno era alto y tenían los pies muy canijos.
   El abuelo dormía en el sofá del cuarto de estar y roncaba entre dientes. Tenía los pies regordetes e hinchados como tamales y se los empolvaba y los embutía en calcetines blancos y zapatos marrones de piel.
   Los pies de la abuela eran adorables, como perlas rosadas, y llevaba zapatos de terciopelo de tacón alto que la hacían caminar como un tentetieso, pero nunca se los quitaba porque eran preciosos.

SANDRA CISNEROS, Una casa en Mango Street, Ediciones B, Barcelona, 1992, p. 61.

sábado, 19 de mayo de 2012

EL SOLDADO DESCONOCIDO, William March


EL SOLDADO DESCONOCIDO
        
   Aquella tranquila noche veníamos de colocar unas nuevas alambradas y los hombres estaban muy animados. Hasta que dos ametralladoras Maxim abrieron fuego, un fuego arrollador y mortífero, y uno de mis compañeros alzó las manos y se desplomó sin decir palabra. Me detuve en seco, perplejo ante el ataque inesperado, sin saber hacia dónde ir. Entonces oí un grito: «¡Cuidado! ¡Cuidado con la alambrada!», y vi a mis compañeros, tumbados boca abajo, asustados y dispersándose por todos lados. Eché a correr, pero en ese momento recibí un empujón, me quedé sin aliento y me caí hacia atrás, enredándome con la alambrada.
   Al principio no me di cuenta de que estaba herido. Permanecí donde estaba, en la alambrada, respirando hondo. «Debo mantener la calma —pensé . Si me muevo, me enredaré tanto que jamás podré salir de aquí.» Después lanzaron una bengala blanca y bajo la luz que la siguió vi que tenía el vientre desgarrado y que mis entrañas colgaban de la herida como un ramo mal arreglado de rosas azules. Me asusté y forcejeé, pero cuanto más me retorcía más se me clavaban las púas. Finalmente, cuando comprobé que no podía mover las piernas, supe que iba a morir. De manera que me quedé tendido donde estaba, gimiendo y escupiendo sangre.
   No me podía sacar de la cabeza los rostros de los hombres y la forma en que habían huido en cuanto hubieron oído los primeros disparos. Me acordé de una vez, siendo niño, que fui a visitar a mi abuelo, que vivía en una granja. Ese año los conejos se le estaban comiendo las coles y el abuelo cerró todas las entradas al huerto salvo una, que cebó con hojas de lechuga y zanahorias tiernas. Cuando el campo se llenó de conejos, empezó la diversión. Mi abuelo abrió la barrera y dejó entrar al perro; mientras tanto, el jornalero se plantó junto al agujero armado con un palo de escoba con el que les iba rompiendo el cuello a medida que salían. Recordé que me hice a un lado, compadeciéndome de los conejos y pensando que eran muy tontos por haber caído en una trampa tan evidente. Y ahora, tendido como estaba en la alambrada, ese recuerdo me volvió de forma vívida. Yo me había compadecido de aquellos conejos. Nada menos que yo.
   Me recosté con los ojos cerrados y seguí pensando. Entonces oí al alcalde del pueblo, leyendo su alocución anual en el Cementerio de los Soldados. Algunos fragmentos de su discurso persistían en mi mente: «¡Estos hombres encontraron una muerte gloriosa en el Campo del Honor!... ¡Sacrificaron sus vidas de buena gana por una Noble Causa!... ¡Tamaña exaltación sintieron cuando la Muerte les besó los labios y les cerró los ojos para una Inmortal Eternidad!».
   De repente me vi, otra vez de niño, en medio de la multitud con la garganta anudada para no llorar, escuchando embelesado el discurso y creyendo a pies juntillas cada una de sus palabras, y en ese preciso instante entendí perfectamente por qué yacía agonizando sobre esa alambrada.
   Una vez pasada la primera impresión, empecé a notar las heridas. Había presenciado cómo morían otros hombres en la alambrada y siempre había mantenido que si me pasaba lo mismo no haría ningún ruido, pero al cabo de un tiempo ya no soportaba más el dolor y solté unos gritos agudos y temblorosos. Y seguí llorando así durante un buen rato. No podía evitarlo.
   Hacia el amanecer, un centinela alemán salió de su puesto y se acercó al lugar donde yacía.
   —¡Chitón! —dijo suavemente—. ¡Chitón, por favor!
   Se puso en cuclillas y me miró fijamente con una expresión de lástima. Comencé a hablar con él:
   —Lo que dice la gente es una gran mentira y nadie se la cree del todo —empecé—. Y yo formo parte de ella, me guste o no. Ahora formo más parte de ella que en toda mi vida: dentro de unos años, cuando haya terminado la guerra, llevarán mi cadáver de vuelta al Cementerio de los Soldados, igual que trasladaron los cadáveres de los soldados que murieron antes de que yo naciera. Y habrá una banda de metal y habrá discursos y habrá una magnífica losa de mármol en la que aparecerá mi nombre cincelado cerca de la base. También estará el alcalde y señalará mi nombre con su dedo índice regordete y tembloroso y proferirá palabras acerca de la muerte gloriosa y los campos del honor. ¡Y entre la multitud habrá otros niños que lo escucharán y le creerán, igual que yo también lo escuché y le creí!
   —¡Chitón!—susurró el alemán—. ¡Chitón! ¡Chitón!
   Me retorcí una vez más sobre las púas y me eché a llorar.
   —¡Y no soporto la idea de que eso ocurra! ¡No lo soporto! Nunca más quiero escuchar aquella música militar ni aquellas palabras rimbombantes: quiero que me entierren en un lugar donde nadie me encuentre. Quiero aniquilarme por completo.
   De pronto me callé, porque se me había ocurrido una manera de conseguirlo. Me arranqué las etiquetas de identificación y las lancé contra la alambrada, lo más lejos que pude. A continuación rompí en pedazos las cartas y las fotografias que llevaba conmigo y esparcí los fragmentos a mi alrededor. También me deshice del casco para que nadie pudiera identificarme a partir del número de serie grabado en la banda elástica. Entonces me recosté de nuevo, ahora exultante.
   El alemán se había levantado y seguía mirándome fijamente, como si no entendiera.
   —¡He ganado a los oradores y a las funerarias en su propio campo! ¡Los he vencido a todos! Nadie más podrá utilizarme como símbolo. ¡Nadie más podrá mentir a costa de mi muerte!
   —¡Chitón! —musitó el alemán—. ¡Chitón! ¡Chitón!
   El dolor entonces se hizo tan insoportable que me atraganté y mordí el alambre con los dientes. El soldado alemán su acercó un poco más y puso una mano en mi cabeza.
   —Chitón —me rogó—. Chitón, por favor.
   Sin embargo, no podía parar. Me retorcí en la alambrada y chillé. El alemán sacó una pistola y empezó a darle vueltas entre las manos, sin mirarme. Entonces colocó el brazo debajo de mi cabeza para levantarme y me besó suavemente la mejilla, repitiendo frases que no comprendía. Me di cuenta de que él también había estado llorando.
   —¡Hazlo! —lo insté—. ¡Rápido! ¡Rápido!
   Durante unos instantes permaneció donde estaba con las manos temblorosas. Luego apretó el cañón contra mi sien, apartó la mirada y disparó. Pestañeé un par de veces antes de cerrar completamente los ojos. Apreté los puños y los aflojé muy lentamente.
   —He roto la cadena —susurré—. He vencido a la estupidez inherente a la vida.
   —¡Chitón! —dijo—. ¡Chitón! ¡Chitón! ¡Chitón!


WILLIAM MARCH, Compañía K, Libros del Silencio, Barcelona, 2012, pp. 219-223.

viernes, 18 de mayo de 2012

[ME ACUERDO...], Elías Moro



   Me acuerdo de cómo se besaba el pan que había caído al suelo.


ELÍAS MORO, Me acuerdo, Calambur, Madrid, 2009, página 70.

jueves, 17 de mayo de 2012

¿DÓNDE SUENA EL RELOJ?, Ramón Gómez de la Serna


¿DÓNDE SUENA EL RELOJ?
        
   Un día apareció en mi casa ese que se ve en seguida, que cree que está loco y, sin embargo, no lo está. Traía esa falsa excitación del hombre sensato equivocado.
   De buenas a primeras me contó toda la historia de su mal.       
   —Yo no tengo reloj. A mis relojes de pesas se les había caído una pesa de tanto sufrir su peso, abierta la cadena por fin. Mi reloj de bolsillo, que se me había caído con el chaleco hacía tiempo, ya no andaba; después de haberme engañado un día entero marchando como si tal cosa... ¿De dónde, pues, venía ese ruido de un reloj, de una de esas pequeñas máquinas de coser que van pespunteando el tiempo?... Busqué detrás de las cosas, abrí los cajones, saqué todo lo que había en los baúles, pero se seguía oyendo igual, sarcástico, frío, intratable corno todos los relojes... Apagué la luz para oír mejor, y en la oscuridad pensé en la moraleja de aquel ruido, pero como yo no puedo creer en ninguna moraleja, me di cuenta de que aquello era algo así como un fenómeno científico. Yo debía de estar en un peligro inminente, porque eso quería decir el que oyese el puro reloj del tiempo, el inverosímil extraplano, el latido que siempre figura en el silencio, pero que nunca tenemos la bastante sutileza para oír y que sólo si hubiera unos prismáticos para oír podríamos alcanzar ese extremo en salud.
  —Se ha explicado usted muy bien... Si todos se explicasen bien, podríamos atajar casi todas las enfermedades... La angina de pecho se fragua en su corazón y tiene que dejar de fumar y hacer un régimen riguroso... ¡Qué suerte que haya usted oído el reloj!...

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, El doctor inverosímil, Destino, Barcelona, 1981, página 113.

Ilustración: Aleksandr Rodchenko

miércoles, 16 de mayo de 2012

HUMORISMO, Augusto Monterroso


HUMORISMO

   El humorismo es el realismo llevado a sus últimas consecuencias. Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico. En las guerras deja de serlo porque durante éstas el hombre deja de serlo. Dijo Eduardo Torres: «El hombre no se conforma con ser el animal más estúpido de la Creación; encima se permite el lujo de ser el único ridículo».

AUGUSTO MONTERROSO, Movimiento perpetuo, Alfaguara, Madrid, 1999, p. 129.

martes, 15 de mayo de 2012

LA MIGALA, Juan José Arreola


LA MIGALA

   La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
   El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
   Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos infor­mes acerca de sus costumbres y su alimentación ex­traña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuer­do mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular el otro, el descomunal infierno de los hombres.
   La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
   Todas las noches tiemblo en espera de la picadu­ra mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo hela­do, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.
   Hay días en que pienso que la migala ha desapa­recido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme a la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.
   Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltim­banqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
   Pero en realidad esto no tiene importancia, por­que yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con tor­peza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invi­sible compañero.
   Entonces, estremecido, en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba con Beatriz y con su compañía imposible.


JUAN JOSÉ ARREOLA

Seis relatos negros, Cuadernos ínfimos, Tusquets, Barcelona, 1980 (1971), páginas 67-69.

lunes, 14 de mayo de 2012

Y ALGO MÁS, Sandra Cisneros



Y ALGO MÁS
        
   Los esquimales tienen treinta nombres diferentes para la nieve, digo. Lo he leído en un libro.
   Yo tengo una prima, dice Rachel, que tiene tres nombres distintos.
   No hay treinta clases de nieve, dice Lucy. Sólo hay dos. La limpia y la sucia; limpia y sucia.
   Hay un millón de trillones de clases, dice Nenny, todas distintas. Pero ¿cómo te puedes acordar de cuál es cuál?
   Ella tiene tres apellidos y..., a ver, dos nombres. Uno en inglés y otro en castellano...
   Y las nubes tienen por lo menos diez nombres distintos, digo yo.
   ¿Nombres de nubes?, pregunta Nenny. ¿Nombres como el tuyo y el mío?
   Esa de ahi arriba es un cumulo, y todos miran hacia arriba.
   Son cucos los cúmulos, dice Rachel. Muy propio de ella decir algo así.
   ¿Y esa como se llama?, pregunta Nenny, señalando con un dedo.
   Ésa también es un cúmulo. Hoy todo son cúmulos. Cúmulos, cúmulos, cúmulos.
   No, dice ella. Esa es Nancy, tambien llamada Ojo de Cerdo. Y allá están su prima Mildred, y el pequeño Joey, Marco, Nereida y Sue.
   Hay muchos tipos diferentes de nubes. ¿Cuántos tipos diferentes de nubes se te ocurren?
   Bueno, ahí mismo hay una que parece como espuma de afeitar...
   ¿Y las que parecen como si las hubieran peinado? Sí, eso también son nubes.
   Phyllis, Ted, Alfredo y Julie...
   Hay nubes que parecen grandes campos de ovejas, dice Rachel. Son mis favoritas.
   Y no os olvidéis de los nimbos, las nubes de la lluvia, añado. Esas son algo especial.
   José y Dagoberto, Alicia, Raúl, Edna, Alma y Rickey...
   Hay una nube ancha y fofa que parece como tu cara cuando despiertas después de haberte quedado dormida con la ropa puesta.
   Reynaldo, Angelo, Albert, Armando, Mario...
   Mi cara no. Parece tu cara de gorda.
   Rita, Margie, Ernie...
   ¿La cara de gorda de quién?
   La cara de gorda de Esperanza, la suya. Parece la cara fea de Esperanza cuando llega al colegio por la mañana.
   Anita, Stelia, Dennis y Lolo...
   ¿A quién llamas fea tú, fea?
   Richie, Yolanda, Héctor, Stevie, Vincent...
   Tú no. Tu madre, ésa sí.
   ¿Mi madre? Mejor que no digas eso, Lucy Guerrero. Más te vale no hablar así... Y, si no, despídete de ser mi amiga para toda la vida.
   Digo que tu madre es fea como..., mmmmm... ¡Como los pies descalzos en septiembre!
   ¡Se acabó! Salid las dos de mi jardín antes de que llame a mis hermanos.
   Oh, si sólo estamos jugando.
   Se me ocurren treinta insultos esquimales para ti, Rachel. Treinta palabras que explican cómo eres.
   ¿Ah, sí? Bueno, a mí se me ocurren algunos más. Oh, oh, Nenny. Será mejor que cojamos la escoba. Hoy veo mucha basura en nuestro patio.
   Frankie, Licha, María, Pee Wee...
   Nenny, será mejor que le digas a tu hermana que está loca de veras, porque Lucy y yo nunca volveremos aquí. Jamás.
   Reggie, Elizabeth, Lisa, Louie...
   Haz lo que te dé la gana, Nenny, pero será mejor que no hables con Lucy ni con Rachel si quieres ser mi hermana.
   ¿Sabes lo que eres, Esperanza? Eres como una sopa de crema. Como los grumos.
   Sí, pues tú como un piojo, eso eres tú.
   Boca de pollo.
   Rosemary, Dalia, Lily...
   Mermelada de cucarachas.
   Jean, Geranium y Joe...
   Judías frías.
   Mimi, Michael, Moe...
   Las judías de tu madre.
   Qué tonta.
   Bebe, Blanca, Benny...
   ¿Quién es tonta?
   Rachel, Lucy, Esperanza y Nenny.

        
SANDRA CISNEROS, Una casa en Mango Street, Ediciones B, Barcelona, 1992, pp. 57-59

domingo, 13 de mayo de 2012

[INVESTIGAR SOBRE LA BELLEZA...], Rafael Dieste




Investigar sobre la belleza exige a veces pelear con monstruos.


RAFAEL DIESTE, Fragua íntima, Esquío, Ferrol, 1991, p.98.

sábado, 12 de mayo de 2012

DARIUS Y LAS NUBES, Sandra Cisneros




DARIUS Y LAS NUBES
        
   Nunca sobra cielo. Te puedes dormir y despertar borracha de cielo, y el cielo te puede reconfortar cuando estás triste. Aquí sobra tristeza y falta cielo. Faltan mariposas y también flores y casi todas las cosas bonitas. Sin embargo, nos arreglamos con lo que podemos e intentamos sacarle provecho.
   Darius, a quien no le gusta el colegio y que a veces es estúpido y casi siempre tontorrón, ha dicho hoy algo sensato, aunque la mayoría de los días no dice nada. Darius, que persigue a las  niñas con petardos o con un palo que ha tocado una rata, y que se cree muy duro, ha señalado hoy hacia arriba porque el mundo estaba lleno de nubes, de esas que parecen almohadas.
   ¿Veis todos esa nube, la gorda?, ha dicho Darius. ¿La veis? ¿Dónde? La que está al lado de esa que parece una palomita de maíz. Ésa de ahí. Miradia. Ésa es Dios, ha dicho Darius. ¿Dios?, ha preguntado algún canijo. Dios, ha contestado él; así de simple.
        
   SANDRA CISNEROS, Una casa en Mango Street, Ediciones B, Barcelona, 1992, pp. 53-54.


viernes, 11 de mayo de 2012

[PIENSO, LUEGO SOY...], Max Aub





   Pienso, luego soy, dijo el hombre famoso. Los árboles de mi jardín son, pero no creo que piensen, con lo que se demuestra que el señor Renato no estaba en su sano juicio y que lo mismo sucede con otros seres: mi suegro por ejemplo: es y no piensa, o mi editor que piensa y no es. Y si lo ponemos al revés, tampoco es cierto. No existo porque pienso ni pienso porque existo. Pensar es cierto, existir es un mito. Yo no existo, sobrevivo, vivir lo que se dice vivir sólo los que no piensan. Los que se ponen a pensar no viven. La injusticia es demasiado evidente. Bastaría pensar para suicidarse. Not don Descartes: vivo, luego no pienso, si pensara no viviría. Hasta se podría hacer un bonito soneto: Pienso luego no vivo, si viviera no pensara, señor... etc..., etc... Si para vivir se necesitara pensar, estábamos lucidos. Pero, en fin, si ustedes están convencidos de que así es, soy inocente, totalmente inocente, ya que no pienso ni quiero pensar. Luego si no pienso no soy y si no soy ¿cómo voy a ser responsable de esa muerte?
               

MAX AUB, Crímenes ejemplares, Calambur, Madrid, 1996 (1991), página 91.

jueves, 10 de mayo de 2012

EL MUNDO, Augusto Monterroso


EL MUNDO

   Dios todavía no ha creado el mundo; sólo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso.



AUGUSTO MONTERROSO, Movimiento perpetuo, Alfaguara, Madrid, 1999, p. 45.

miércoles, 9 de mayo de 2012

LA FE Y LA PALABRA, Rafael Dieste



LA FE Y LA PALABRA
        
Todas las puertas son de aire. Pero la fe necesita la prueba de la resistencia.
        
Dios no se ve. Se adivina.
        
Gracias a Dios el hombre es adivino.
        
Toda visión de él es mitología.
        
Pero también hay una mitología racional: la teología.
        
Y sin adivinanza no hay visión.
        
Creo lo que creyeron mis padres.
Creo en la creencia de mis padres.
Nos separó el eco.
Nos juntará la Voz.
La Palabra es del padre y del hijo.
Si no...
Si no, se olvidaría.
Dejad que viva la Memoria.
No la pongáis en piedra.
¡No la lapidéis!
        
(Rezo en memoria de mis padres).

RAFAEL DIESTE, Fragua íntima, Esquío, Ferrol, 1991, 115 pp. 78-79.

Fotografía: Lara Coton

martes, 8 de mayo de 2012

HABÍA UNA MUJER QUE TENÍA TANTOS NIÑOS QUE NO SABÍA QUÉ HACER, Sandra Cisneros


HABÍA UNA MUJER QUE TENÍA TANTOS NIÑOS QUE NO SABÍA QUÉ HACER
        
   Los niños de Rosa Vargas son demasiados, una pasada. Bueno, no es culpa suya, lo que ocurre es que ella es su madre y es una contra muchos.
   Son malos, los Vargas, y cómo no lo van a ser si sólo tienen una madre que está siempre cansada de abrocharles los botones y darles el biberón y acunarlos y que cada día, llora por el hombre que se largó sin dejar ni un dolar para salchichón ni una nota explicando por qué.
   Estos niños se cargan los árboles y saltan entre los coches y se cuelgan cabeza abajo por las rodillas y siempre están a punto de romperse como esos jarrones de los museos que no se pueden reponer. Les parece divertido. No respetan bicho viviente, ni siquiera a sí mismos.
   Pero con el tiempo te hartas de preocuparte por unas criaturas que ni siquiera son tuyas. Un día juegan a hacer el pollo en el techo del señor Benny. El señor Benny les dice: Niños, ¿no tenéis nada mejor que hacer que pasear por ahí arriba? Bajad, bajad ahora mismo. Y ellos se limitan a escupir.
   ¿Lo ves? A eso me refiero. No me extraña que todo el mundo se haya hartado. Ni siquiera miramos cuando el pequeño Efren se partió el diente contra un parquímetro, y nadie, intentó evitar que Refugia metiera la cabeza entre dos tablones de la puerta trasera y se quedara allí atrapada, ni nadie levantó la mirada el día que Ángel Vargas aprendía a volar y cayó del cielo como un buñuelo, como una estrella fugaz, y estalló al llegar a tierra sin ni siquiera un «Oh».
        
SANDRA CISNEROS, Una casa en Mango Street, Ediciones B, Barcelona, 1992, pp. 47-48.
Ilustración: Skizze

lunes, 7 de mayo de 2012

LA MUJER VACIADA, Ramón Gómez de la Serna


LA MUJER VACIADA
        
   Nadie piensa en buscar la causa de esa palidez de la mujer con que se casan, ni por qué de vez en cuando se lleva la mano al costado derecho, ni por qué no come, ni por qué de pequeña tuvo un tumor que la operaron. —¡Si esa palidez y todo eso fuese espíritu, romanticismo, desdén puro por la vida!— Pero nada de eso hay en eso.
   Aquel rostro pálido, que parecía una encarnación de cutis perfecto, y sobre cuya palidez caían los rizados del pelo como húmedo y cabrilleante siempre, engatusó a aquel hombre.
   Después de la boda comenzaron las primeras confesiones. Fueron al especialista del riñón, que en seguida se dio cuenta de que lo que había que hacer era extraer el riñón, y la hicieron la operación en aquel sanatorio, que tenia algo de carnicería elegante.
  —Me siento mucho más ligera —dijo ella después de salir de la operación; y sus languideces, su ensoñararse con los ojos abiertos y muy derecha, aumentaron. Sus ojos parecían tener dos nubes perfectamente hechas, con opacidades y opalescencias de nubes perfectas.
   Daba menos conversación y su religiosidad aumentó un poco. Seguía dos novenas más y oía una misa todos los días.
   Él la sonreía, porque era la mujer que por falta de ánimo no se la podría pegar con nadie. Tan inexpresiva e incapaz resultaba. ¡Oh, si se pudiese tener el simulacro de una mujer!
   Después se la presentó un tumor en la matriz y hubo que extraerla la matriz, y así se la hicieron todas las laparotomías —bonita palabra, ¿eh?— hasta que quedó una mujer hecha en jabón de olor, más beata que nunca, siempre llevando la cuenta del rosario de huesos de aceituna, bendito en Jerusalén —donde se aprovechan para eso los huesos que quedan sobre las mesas de los grandes hoteles.
  Hubo una pausa larga, en sus males. Ya aquella mujer estaba limpia, cauterizada, hasta saludable, pero no quedaba en ella nada de espíritu, de instinto, de amor. No se puede extirpar impunemente la matriz, raíz de la vida, sitio en que se cuajan todos los pensamientos y «la mujer vaciada», inmóvil y silenciosa, ocupaba su silla.
  Entonces me llamó a mí aquel marido.
  —Tiene usted que venir a mi casa —me dijo— para ver qué le pasa a mi mujer, que parece que me la han cambiado...
  Yo fui a la casa y me di cuenta de que era esa mujer vaciada que he descrito, y que es como tantas otras mujeres así de vaciadas...
  —¡Si yo la pudiese volver a poner la matriz! —le dije al marido.
  —¿Pero no hay otro remedio?...
  —Sólo para devolverla el instinto de la vida, para que abandone esa apatía, para que llore en sus brazos y quiera agotar su tesoro de ternura..., habría que decirla que tiene otra enfermedad... alguna enfermedad grave que la haga moverse, quererse salvar, ir a los balnearios... Que está tuberculosa, por ejemplo. Eso le permitiría ponerse sentimental, ir a Suiza, cuidar sus comidas, justificar sus mimos, darla una copita de Jerez en cada comida... Saldrá de esta apatía en que está... Dejará de ser la mujer de yeso...
  Aceptada la idea, la falsa tuberculosa reaccionó, salió de su indiferencia, fue sencilla y afinó todos sus nervios.

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, El doctor inverosímil, Destino, Barcelona, 1981,  páginas 111-112.

domingo, 6 de mayo de 2012

LAS COSAS QUE NO HACEMOS, Andrés Neuman



 LAS COSAS QUE NO HACEMOS
        
   Me gusta que no hagamos las cosas que no hacemos. Me gustan nuestros planes al despertar, cuando el día se sube a la cama como un gato de luz, y que no realizamos porque nos levantamos tarde por haberlos imaginado tanto. Me gusta la cosquilla que insinúan en nuestros músculos los ejercicios que enumeramos sin practicar, los gimnasios a los que nunca vamos, los hábitos saludables que invocamos como si, deseándolos, su resplandor nos alcanzase. Me gustan las guías de viaje que hojeas con esa atención que tanto te admiro, y cuyos monumentos, calles y museos no llegamos a pisar, fascinados frente a un café con leche. Me gustan los restaurantes a los que no acudimos, las luces de sus velas, el sabor por venir de sus platos. Me gusta cómo queda nuestra casa cuando la describimos con reformas, sus sorprendentes muebles, su ausencia de paredes, sus colores atrevidos. Me gustan las lenguas que quisiéramos hablar y soñamos con aprender el año próximo, mientras nos sonreímos bajo la ducha. Escucho de tus labios esos dulces idiomas hipotéticos, sus palabras me llenan de razones. Me gustan todos los propósitos, declarados o secretos, que incumplimos juntos. Eso es lo que prefiero de compartir la vida. La maravilla abierta en otra parte. Las cosas que no hacemos.

sábado, 5 de mayo de 2012

MENSAJERAS, Juan Cruz Iguerabide


MENSAJERAS

Hay nubes blancas
en el cielo risueño:
son cartas de otoño.


JUAN CRUZ IGUERABIDE, Poemas para la pupila, Hiperión, Madrid, 1995, p. 64.

viernes, 4 de mayo de 2012

EL ACORDEONISTA, LA VIDA Y LA MUERTE, Manuel Rivas


EL ACORDEONISTA, LA VIDA Y LA MUERTE

   En un lugar llamado Mandouro vivían dos hermanas. Vivían solas, en una casa de labranza que les habían dejado sus padres. Desde la casa se veía el mar y muchos navíos que allí cambiaban el rumbo de Europa hacia los mares del Sur. Una hermana se llamaba Vida y la otra Muerte. Eran dos buenas mozas, robustas y alegres.
   ¿La que se llamaba Muerte también era guapa?, preguntó preocupado Dombodán.
   Sí. Bien. Era guapa, pero algo caballuna. El caso es que las dos hermanas se llevaban muy bien. Como tenían muchos pretendientes, habían hecho un juramento: podían flirtear, incluso tener aventuras con hombres, pero nunca separarse la una de la otra. Y lo cumplían lealmente. Los días de fiesta bajaban juntas al baile, a un lugar llamado Donaire, adonde acudía todo el mocerío de la parroquia. Para llegar allí, tenían que atravesar unas tierras de marisma, con muchos lamedales, conocidas como Fronteira. Las dos hermanas iban con los zuecos puestos y llevaban en la mano los zapatos. Los de Muerte eran blancos y los de Vida, negros.
   ¿No sería al revés?
   Pues no. Eran tal como os digo. En realidad, esto que hacían las dos hermanas era lo que hacían todas las muchachas. Iban con zuecos y con los zapatos en la mano para tenerlos limpios a la hora de danzar. Así que se juntaban en la puerta del baile hasta un ciento de zuecos, como barquichuelas en un arenal. Los muchachos, no. Los muchachos iban a caballo. Y corcoveaban en sus cabalgaduras, sobre todo al llegar, para impresionar a las chicas. Y así iba pasando el tiempo. Las dos hermanas acudían al baile, tenían sus quereres, pero siempre, tarde o temprano, volvían a casa.
   Una noche, una noche de invernada, hubo un naufragio. Porque, como sabéis, éste era y es un país de muchos naufragios. Pero aquél fue un naufragio muy especial. El barco se llamaba Palermo e iba cargado de acordeones. Mil acordeones embalados en madera. La tempestad hundió el barco y arrastró el cargamento hacia la costa. El mar, con sus brazos de estibador enloquecido, destrozó las cajas y fue llevando los acordeones hacia las playas. Los acordeones sonaron toda la noche, con melodías, claro, más bien tristes. Era una música que entraba por las ventanas, empujada por el vendaval. Como todas las gentes de la comarca, las dos hermanas despertaron y la escucharon también, sobrecogidas. Por la mañana, los acordeones yacían en los arenales, como cadáveres de instrumentos ahogados. Todos quedaron inservibles. Todos, menos uno. Lo encontró un joven pescador en una gruta. Le pareció una suerte tal que aprendió a tocarlo.
   Ya era un muchacho alegre, con mucha chispa, pero aquel acordeón cayó en sus manos como una gracia. Vida, una de las hermanas, se enamoró tanto de él en el baile que decidió que aquel amor valía más que todo el vínculo con su hermana. Y huyeron juntos, porque Vida sabía que Muerte tenía un genio endemoniado y que podía ser muy vengativa. Y vaya si lo era. Nunca se lo ha perdonado. Por eso va y viene por los caminos, sobre todo en las noches de tormenta, se detiene en las casas en las que hay zuecos a la puerta, y a quien encuentra le pregunta: ¿Sabes de un joven acordeonista y de esa puta de Vida? Y a quien le pregunta, por no saber, se lo lleva por delante.
 

MANUEL RIVAS, El lápiz del carpintero

EDUARDO BERTI (Editor), Historias encontradas, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009, 200 páginas.

Ilustración:  Fernando Beorlegui Beguiristain

jueves, 3 de mayo de 2012

[EN BUDAPEST...]


   En Budapest, un equipo de cirujanos tuvo que operar a Gyoergyi Szabo, aprendiz de impresor de diecisiete años quien, consternado por la pérdida de su amada, compuso el nombre de esta con caracteres tipográficos, y a continuación, se los tragó.
Time de 28 de diciembre de 1936


SIMON GARFIELD, Es mi tipo. Un libro sobre fuentes tipográficas, Taurus, Madrid, 2011, p. 11.    

miércoles, 2 de mayo de 2012

[CUANDO HAY UN PELO...], Zhang Hua

    Cuando hay un pelo de un hombre sujeto en el pico de un pájaro que vuela, ese hombre sueña que vuela.

Zhang Hua (232-300)

YAO MING & GABRIEL GARCÍA-NOBLEJAS (editores), Cuentos fantásticos chinos, Seix Barral, Barcelona, 2000, 192 páginas.

martes, 1 de mayo de 2012

MADRE ATRÁS, Andrés Neuman


MADRE ATRÁS

   Entré en el hospital muerto de odio y con ganas de dar gracias. Qué frágil es la furia. Podríamos gritar, golpear o escupir a un extraño. Al mismo a quien, según su veredicto, según si nos dice lo que ansiamos escuchar, de repente admiraríamos, abrazaríamos, juraríamos lealtad. Y sería un amor sincero.
   Entré sin pensar nada, pensando en no pensar. Sabía que el presente de mi madre, mi futuro, dependía de un lanzamiento de moneda. Y que esa moneda no estaba en mis manos, quizá tampoco en las de nadie, ni siquiera en las del médico. Siempre he opinado que la ausencia de dios nos libera de un peso insoportable. Pero más de una vez, al entrar o salir de un hospital, he echado en falta la clemencia divina. Llenos de asientos, pasillos, jerarquías y ceremonias de espera, silenciosos en sus plantas superiores, los hospitales son lo más parecido a una catedral que podemos pisar los descreídos.
   Entré intentando evitar estos razonamientos, porque temía acabar rezando como un cínico. Le di un brazo a mi madre, que tantas veces me había brindado el suyo cuando el mundo era enorme y mis piernas muy cortas. ¿Es posible encogerse de la noche a la mañana? ¿Puede el cuerpo de alguien convertirse en una esponja que, impregnada de temores, adquiere densidad y pierde volumen? Mi madre parecía más baja, más flaca y sin embargo más grávida que antes, como propensa al suelo. Su mano porosa se cerró sobre la mía. Imaginé a un niño en una bañera, desnudo, expectante, apretando una esponja. Y quise decirle algo a mi madre, y no supe hablar. La proximidad de la muerte nos exprime de tal forma que seríamos capaces de olvidar nuestras convicciones, supurarlas igual que un líquido. ¿Es eso necesariamente una debilidad? Quizá sea una última fortaleza llegar adonde nunca sospechamos que llegaríamos. La muerte multiplica la atención. Nos despierta dos veces. La primera noche que pasé con mi madre cuando la internaron, o cuando ella se internó en alguna zona de sí misma, confirmé una sospecha: ciertos amores no pueden retribuirse. Por mucho que un hijo recompense a sus padres, siempre habrá una deuda temblando de frío. He oído decir, yo mismo lo he repetido, que nadie pide nacer. Pero nacer por voluntad ajena nos compromete más: alguien nos ha hecho un regalo. Un regalo que, como es habitual, no habíamos pedido. La única manera coherente de rechazarlo sería suicidarse en el acto, sin la menor queja. Y nadie que acompañe a su madre renqueante, a su madre encogida a un hospital, pensaría en quitarse la vida. Lo que ella le ha regalado.
   ¿Qué mal tenía mi madre? Ya no importa. Eso es lo de menos. Queda fuera de foco. Era un mal que la hacía caminar como una niña, acercarse paso a paso a esa criatura torpe que había sido al principio del tiempo. Confundía el nombre y las funciones de sus dedos como en un juego indescifrable. Mezclaba las palabras. No podía avanzar recto. Se doblaba como un árbol que desconfía de sus ramas.
   Entramos en el hospital, no terminábamos de entrar nunca, aquel umbral era un país, una frontera dentro de otra frontera, y entrábamos en el hospital, y alguien lanzó una moneda, y la moneda cayó. Es tan elemental que la razón se extravía. Un mal tiene sus fases, sus antecedentes, sus causas. La caída de una moneda, en cambio, no tiene historia ni matices. Es un acontecimiento que se agota en sí mismo, que se resuelve solo. La memoria es capaz de suspender la moneda, dilatar su ascenso, recrear sus diminutas vacilaciones durante la parábola. Pero esos ardides solo son posibles después de que haya caído. El movimiento original, el vuelo de la moneda, es de un presente absoluto. Y nadie, ahora lo sé, es capaz de especular mientras mira caer una moneda.
   La esponja, dijo, pásame la esponja un poco más arriba, dijo mi madre, sentada en la bañera de su habitación. Arriba, ahí, la esponja, me pidió, y a mí me impresionó el esfuerzo que había tenido que hacer para pronunciar una frase tan sencilla. Y yo le pasé la esponja por la espalda, hice círculos en los hombros, recorrí los omoplatos, descendí por la columna, y antes de terminar escribí en su piel mojada la frase que no había sabido decirle antes, cuando cruzamos juntos la frontera.