sábado, 8 de diciembre de 2012

UN SUICIDIO, Miguel Sawa


UN SUICIDIO
        
        
   En las ropas del suicida se encontró una carta, dirigida al juez de guardia, que, copiada a la letra, decía así:
   «Le escribo a usted por respeto a los precedentes. Todo hombre que se mata tiene el deber de confesarse con el juez de su distrito. Obedezco la ley de la rutina.
   Sin embargo... Yo no le concedo a usted potestad para juzgarme. El haberse aprendido de memoria el Digesto no le da a usted derecho a tanto. ¡Ah, señor juez, Cristo no practicaba la justicia llevando un bastón de borlas en la mano!
   Mi caso es un caso especial. Yo no sé si será usted capaz de comprenderme. ¿Ha leído usted a Nietzsche? Quizás no, porque Nietzsche es incompatible con el Código. Pues el gran filósofo ha dicho que la vida sólo puede tolerarse con la esperanza de la muerte.
   Es una horrible frase, ¿verdad? Pues bien; ese gran pesimista de Nietzsche, que estando loco razonaba como cuerdo, ha puesto en mis manos, como en la de tantos otros, el revólver del suicida, ¡Sí; tenía razón el maestro: la muerte es la única esperanza!
   ¿Por qué me mato? Yo mismo no puedo decirlo. Porque sí; que es toda una afirmación. Me hallo en una situación tan especial de ánimo... Todo me aburre. ¿Por qué, si el cielo es azul, a mí se me aparece negro? ¡Ay, señor juez, si yo pudiera llorar! ¡Ay, señor juez, si yo pudiera reír!
   Los médicos dicen que padezco de ese mal extraño, llamado neurastenia, del que ha dicho Charcot que es una enfermedad que no mata, pero que no deja vivir.
   ¡No! ¡No deja vivir! Y por eso... La vida es mala, ¿quién sabe si la muerte...? ¡Oh, la atracción de lo desconocido, la fuerza del misterio!... Señor juez, ya que en este mundo me ha ido tan mal, vamos a ver si en el otro... ¿Quiere usted acompañarme en el viaje? Mi revólver es de seis tiros. Dos para usted y dos para mí. Sobran otros dos para quien quiera aprovecharlos.
        
   Hace muchos años que llevo amartillado en la mano el revólver del suicida. Si no le molesta, voy a contarle una triste historia sentimental.
   Yo he padecido como tantos otros, la enfermedad del amor. Decir mujer, es decir engaño y falsía y traición; decir amor, es decir tormento y pena y desesperación y muerte.
   ¡Si la hubiera conocido, señor juez!... Era un monstruo de belleza. Colocada sobre un pedestal, la multitud la hubiese admirado como a la divina mujer de Milo.
   Tenía ios ojos verdes, que se tornaban negros en el instante divino del placer, y las cejas de color azulino, graciosamente curvadas, y la boca, siempre sonriente, engarzada de perlas, y el pelo dorado como el trigo, y la tez blanca como la nieve y como la espuma.
   Era un monstruo de belleza. Cuerpo de estatua y rostro de mujer. Venus y Eva al mismo tiempo. ¡Bendito el artífice que la engendró, y el vientre, divino molde de belleza, en que se cuajó su carne maravillosa! Nos queríamos mucho, mucho...
   —¡Venus!
   —¡Apolo!
   —¡Un beso!
   —¡Ciento!
   Nos queríamos mucho, mucho...
   Pero después de unos cuantos meses de amor, mi adorada se cansó de mis caricias. Y ya no me llamaba Apolo, sino Juan, y yo no la llamaba ya Venus, sino Venancia.
   Y acabó por abandonarme.

   Aquel amor fue un amor de la carne; un amor de los veinte años, cuando el deseo, siempre en fiebre, pide más y siempre más,..
   Luego, pasado algún tiempo... ¡Si la hubiera usted conocido, señor juez! Era como una de esas vírgenes creadas por los pintores del renacimiento. ¡Un alma sin cuerpo, un algo inmaterial y divino! Colocada en un altar, la hubieran adorado como a la Madre de Dios.
   Tenían sus ojos negros la hermosura del dolor; su boca, de labios pálidos, ¡que yo torné en rojos a fuerza de besos!, no sonreía nunca, no reía nunca; su tez era de un blanco azulado, ¡el color de los muertos!; su cabeza, «más bien que iluminada, luminosa», se inclinaba pensativa.
   Y también me quería mucho, mucho...
   —¡Mi virgen!
   —¡Mi cielo!
   —¡Un beso!
   —¡Ciento!
   Y también me abandonó. Decir mujer —ya lo he dicho antes— es decir engaño y falsía y traición.

   Yo no he hecho mal a nadie; yo he sido bueno como todos y nadie lo ha sido conmigo. Yo creía en la amistad y en el amor. ¡Y ya no puedo creer en nada!
  Estoy solo en el mundo. Nadie me quiere ni yo quiero a nadie. Huyo cuando alguien intenta acercarse a mí. La vista de las mujeres me produce náuseas; la vista de los hombres me causa horror.

   No tengo más distracción que los libros, y los libros me dicen: «Todo es mentira en la vida; no creas en nada; negar es ser fuerte; odiar es ser doblemente fuerte.»
   Estoy aburrido, señor juez; no hay placer que para mí sea placer; no hay dolor que para mí sea dolor. No sé reír... no sé llorar...
   Sí; un buen tiro en la sien... No tengo otra solución... Desliguemos el cuerpo del alma. ¡Mal matrimonio el de la materia y el espíritu! Dormir siempre... no sentir... no pensar... ¡Muertos el corazón y el cerebro, nuestros dos grandes enemigos!... El cuerpo, sin movimiento; el alma, sin sensaciones... ¡qué felicidad!
   Señor juez, siga usted mi ejemplo. Ahí queda mi revólver. ¡Dos tiros, y a descansar para siempre!
   Conque... ¡Adiós!...¡Qué bien voy a dormir esta noche en mi lecho de tierra!

MIGUEL SAWA, Historias de locos, Domenech, Barcelona, 1910,  pp. 121-129.