sábado, 4 de mayo de 2013

ORIENTE Y OCCIDENTE, Lord Dunsany

ORIENTE Y OCCIDENTE

 
   Era una cerrada noche invernal. Un horrible viento traía aguanieve del Este y hacía ulular las aftas hierbas secas. Dos minúsculos puntos de luz aparecieron en medio de la llanura desolada: era un hombre a bordo de un cabriolé que viajaba en solitario por el norte de China, sin más compañía que la de su conductor y el exhausto caballo.
   El conductor vestía una buena capa impermeable y, por supuesto ­sombrero de seda engrasado, pero el pasajero del carruaje, en cambio, tan sólo llevaba un traje de noche. No llevaba cerrada la ventanilla a causa de las frecuentes caídas del caballo, el aguanieve le había apagado el cigarro y hacía demasiado frío para dormir. Las dos lámparas destellaban mecidas por el viento. Gracias a la luz vacilante que parpadeaba en el interior del carruaje, un pastor manchú, que vio pasar el vehículo mientras vigilaba sus ovejas en la llanura por temor a los lobos, pudo tener ante su vista por vez primera un traje de noche. Aunque sólo lo vislumbró vagamente y empapado de agua, fue como si contemplara un pasado a mil años de distancia, pues siendo su civilización mucho más antigua que la nuestra, ellos probablemente habían dejado ya atrás toda esa clase de cosas.
   Lo miró estoicamente, no maravillado ante algo nuevo, si es que en realidad era algo nuevo en China. Meditó sobre ello un momento de un modo que a nosotros nos es desconocido, y cuan­do hubo añadido a su filosofía lo muy poco que podía extraerse de la visión de aquel hermoso carruaje, volvió a su vigilancia de las oportunidades que la noche brindaba a los lobos ya aquellos pen­samientos sacados de las leyendas de China, que a tales fines habían sido preservadas, a los que de vez en cuando se entregaba como entretenimiento Pues ni que decir tiene que en una noche como aquella el entretenimiento era no poco necesario. Pensó entonces en la leyenda de la doncella-dragón que era aún más hermosa que las flores y carecía de igual entre las hijas de los hombres. A pesar de su hermosura humana, era sin embargo, la hija de un dragón des­cendiente de los dioses antiguos, y por ello también completamente divina al igual que los primeros miembros de su estirpe, aún más divinos que el propio emperador.
   Cierto día, la hermosa doncella abandonó su pequeña tierra, un verde valle escondido entre montañas. Descendió por escarpados desfiladeros mientras las rocas, para complacerla, resonaban como campanillas de plata a su alrededor al paso de sus pies desnudos, y aquel sonido era como el de los dromedarios de un príncipe que regresa a su palacio a la caída de la tarde, cuando suenan sus cam­panillas de plata para regocijo de los aldeanos.
   Había ido a coger la amapola encantada, que solía crecer y sigue creciendo hasta hoy —como los hombres podrían comprobar si fuesen capaces de dar con ella—, en un prado al pie de las montañas. Si alguien, alguna vez, consiguiera la amapola, con ella llevaría al hombre amarillo la felicidad, la victoria sin lucha, las buenas cose­chas y la paz infinita. La doncella descendía de las montañas con toda su hermosura. Y mientras se entretenía recordando la leyen­da en la hora más difícil de la noche, la misma que precede al alba, aparecieron dos nuevas luces y el pastor vio pasar otro cabriolé.
   El hombre del segundo carruaje iba vestido del mismo modo que el primero, aunque aún más empapado que el anterior, pues no había cesado el aguanieve; pero un traje de noche sigue siendo un traje de noche en cualquier lugar del mundo. El conductor también llevaba el mismo sombrero engrasado y la misma capa impermeable que el primero. Cuando el carruaje hubo pasado, la oscuridad engulló las dos lámparas, la nieve cubrió el rastro de las ruedas, y lo quedaron más que las especulaciones del pastor acerca de cómo un cabriolé había podido ir a parar hasta aquel lugar de China. No obstante pronto también éstas se desvanecieron, y el pastor volvió a sus leyendas antiguas y a la contemplación de cosas más serenas.
   La tormenta, el frío y la oscuridad hicieron un último esfuerzo lograron hacer que temblaran los huesos del pastor, que castañetearan los dientes de aquella cabeza que divagaba entre fábulas de flores. De repente, había amanecido. Podían ya distinguirse las siluetas de las ovejas, y el pastor las contó. Ningún lobo parecía haberse acercado, No faltaba ninguna. En ese momento apareció tercer cabriolé con sus lámparas aún encendidas y un aspecto ridículo a la pálida luz de la mañana. Todos venían del Este con aguanieve; todos se dirigían al Oeste. Y el ocupante del tercer carruaje también vestía un traje de noche.
   Entonces el pastor manchú, tranquilamente, sin ninguna curio­sidad y aún menos asombro, sino como alguien acostumbrado a ver cualquier cosa que la vida tenga que mostrarle, aguardó allí durante cuatro horas para comprobar si pasaba alguno más. El aguanieve y el viento del Este persistían. Y al fin, al cabo de las cuatro horas, pasó un nuevo carruaje. El cochero iba tan rápido como podía, como si quisiera aprovechar al máximo la luz diurna. Su capa de cochero ondeaba al viento, y en el interior del carruaje un hombre vestido con traje de noche era sacudido de un lado a otro por las irregularidades del camino.
   Se trataba, por supuesto, de la célebre carrera de Pittsburg a Pic­cadilly por el camino más largo. Ésta había comenzado una noche, después de cenar, en casa de Mr. Flagdrop. Y había vencido Mr. Kagg con el  honorable Alfred Fortescue; hijo, como todo el mun­do podrá recordar, de Hagar Dermstein, quien llegó a convertirse (mediante Carta de Patente) en Sir Edgard Fortescue y, finalmente, en Lord St. George.
   El pastor manchú siguió esperando hasta la noche y, cuando comprendió que ya no pasaría ningún otro carruaje, volvió a su casa para cenar. El arroz que le habían preparado estaba caliente y sabía bien, aún mejor, si cabe, después del horrible frío que ha­bía traído el aguanieve. Cuando hubo terminado de comer, repasó concienzudamente su experiencia recreando en su interior cada de­talle de los carruajes que había visto, pero desde allí su pensamiento se fue deslizando serenamente hacia la gloriosa historia de China, regresando a los tiempos innobles anteriores a la llegada de la calma y, aún más allá, a los días felices del mundo en que dioses y drago­nes habitaban la tierra y China era joven. Luego, encendiendo su pipa de opio y dejando fluir sus pensamientos, contempló la futura edad en que ha de producirse el regreso de los dragones.
   Durante un largo espacio de tiempo su mente descansó en tan profunda serenidad que ningún otro pensamiento logró apartarla de ella, de modo que al levantarse abandonó su letargo como el hombre que emerge de un baño, renovado, limpio y satisfecho. Así, pues, de sus reflexiones concluyó que todo cuanto había visto en llanura eran elementos maléficos de la misma naturaleza de los sueños o vanas ilusiones producidas por la acción, la gran enemiga la calma. Entonces su pensamiento se dirigió a la forma de Dios, Único, el Inefable, el que se sienta junto al loto blanco negando acción, y le dio las gracias por haber eliminado de China todas malas costumbres y enviarlas a Occidente igual que la mujer que arroja la suciedad de su hogar a los jardines vecinos.
   Después de aquella gratitud, el pastor volvió a entregarse a la calma, y tras la calma, al sueño.


LORD DUNSANY, Cuentos de los tres hemisferios, Espuela de Plata, Sevilla, 2011.

Ilustración: Abraao Batista