sábado, 3 de mayo de 2014

EL PRETENDIENTE, Jonas Jonasson

EL PRETENDIENTE

   Allan no dividía a la gente por colores y siempre había creído que los discursos del profesor Lundborg eran, cuando menos, estrafalarios. En cambio, hacía tiempo que sentía curiosidad por conocer a su primer negro, o negra, le daba igual. Por eso, soltó un suspiro de anhelo cuando leyó en el diario que Joséphine Baker actuaría en Estocolmo, aunque tuvo que conformarse con Esteban, su blanco aunque oscuro colega español en la técnica de los explosivos.
   Se llevaban bien. De hecho, compartían un cuchitril en el ala de la fábrica destinada a alojar a los obreros. Esteban le habló de sus dramáticas circunstancias. Había conocido a una chica en Madrid, durante unas fiestas, y había iniciado con ella una relación más o menos inocente, ignorando que se trataba de la hija del mismísimo dictador Miguel Primo de Rivera, un hombre con el que nadie se atrevía a discutir. Gobernaba el país como le daba la gana y hacía lo que quería con el desvalido rey. Pero ¡su hija era increíblemente bella!
   Naturalmente, los orígenes obreros del pretendiente no fueron del agrado del potencial suegro. Y así, en la primera y única reunión que Esteban mantuvo con Primo de Rivera, éste le hizo saber que tenía dos alternativas. La primera era marcharse cuanto más lejos mejor del territorio español, y la segunda, recibir, en ese mismo momento y lugar, un balazo en la nuca.
    Mientras Primo de Rivera le quitaba el seguro a su fusil, Esteban contestó que se decidía por la primera alternativa y salió rápidamente de la estancia reculando, sin mostrarle ni por un instante la nuca al fallido suegro ni lanzar una sola mirada a la sollozante muchacha.
    «Cuanto más lejos mejor», pensó Esteban, y emprendió viaje hacia el norte, cada vez más al norte, hasta que llegó a un lugar tan al norte que los lagos se helaban en invierno. Entonces se dijo que eso debería bastar. Y allí llevaba desde entonces. Había conseguido el empleo en la fundición tres años atrás gracias a la ayuda de un sacerdote católico que le había hecho de intérprete y, que Dios lo perdonara, a una historia inventada según la cual en España había trabajado con explosivos, cuando la verdad era que en su país se había dedicado, sobre todo, a recoger tomates.
   Con el tiempo, Esteban aprendió a hacerse entender en sueco y se convirtió en un técnico en explosivos bastante competente. Y ahora, gracias a Allan, en un gran profesional.


JONAS JONASSON, El abuelo que saltó por la ventana y se largó, Salamandra, Barcelona, 2012, pp. 79-80.