miércoles, 20 de agosto de 2014

DESPUÉS DEL ATAQUE, Jesús Zomeño


DESPUÉS DEL ATAQUE

Aparto con el pie la cabeza de Claude y sigo pensando en cómo abrir esta lata de conserva. No tengo abrelatas. Nadie hubiera imaginado que en la guerra ocurrirían estas cosas, que la mayor preocupación fuese un abrelatas, pero ahora me doy cuenta de que está plagada de cosas insignificantes y absurdas. El capitán me pidió que me abrochara la guerrera antes del asalto. El capitán ha muerto, apenas llegó a las alambradas, ahora puedo desabrocharme otra vez. No es por faltarle al respeto a los muertos, lo que pasa es que me aprieta el cuello de la camisa. Maldita lata, además no tiene etiqueta. Puede que sea de melocotones en almíbar o de jamón cocido. Es lo mismo, no puedo abrirla. Esta lata empieza a no tener importancia como todo lo que no es posible en esta guerra. Nadie pregunta ya por el horario de los trenes, nadie mira en el mapa a dónde quiere ir.
Me duele el estómago. Tengo hambre, aprieto fuerte el puño sobre esta lata pero no cede. Somos dos mundos irreconciliables. Acepto la fatalidad como los soldados cuando suena el silbato y saltan fuera de la trinchera. La muerte no es nueva para mí, de niño me gustaba mirar a los gusanos comiéndose los perros muertos. Los gusanos no engordaban, lo que engordaba era el perro, que se hinchaba. Nadie se quejaba, los perros no tenían dueño ni los gusanos tenían nombre. Son recuerdos extraños. De todas formas no se puede sacar enseñanza de un campo de batalla, los cadáveres no son palabras, ni tienen significado.
Julie me advirtió que yo no lo soportaría, puede que tuviera razón. Aquel estudiante con corbata a rayas no lo soportó, por eso mudé la piel y me quedé a un lado del camino, en esta zanja. Julie siempre tenía razón, bastaba con pensar en ella para evitar el fuego cuando éramos niños. La niña paralítica no se manchaba los pies de barro y eso le preservaba limpio el cerebro. A los dieciséis años me pidió que le hiciera el amor, pero yo no supe qué hacer con su cuerpo quebrado cuando lo sostuve en brazos, el peso me hacía caer. La conciencia se manifiesta de muchas formas. Volví a dejarla sobre la cama mientras ella sonreía como si estuviéramos de acuerdo con el fracaso. Hacía frío aquella tarde, su padre no estaba en casa. Julie sonreía cuando la dejé sobre la cama y entonces fue cuando me dijo que yo no soportaría la guerra.
Odio la humedad que me pudre los pies dentro de las botas. Le llaman mal de la trinchera, pero hay cosas peores dentro de la trinchera. Esta lata cerrada, por ejemplo, que se burla de todo el hambre que tengo. El resto de mi patrulla yace ahí fuera, junto a las alambradas. Maxance Barre se mantiene de pie, enganchado en las púas, como si él mismo fuese el árbol donde contaba haber grabado su nombre, dejando espacio para ir escribiendo debajo los nombres de sus hijos según nacieran estos y creciera el árbol. Aquel tronco que dejó en el jardín de su casa en Bretaña ahora debe estar calentando la chimenea de su esposa, ardiendo en un vientre sin hijos. Maxance estaba obsesionado con aquel roble porque explicaba que lo plantó su padre el día que él nació. Maldigo la llovizna que ahora empieza a caer, el agua con la que nos lavamos la cara para borrarnos la memoria.
No me importa morir de frío, tampoco evitar un resfriado. Puedo recitar el nombre de todos los ríos de Francia y sin embargo sigo aquí, sin moverme. Todo el agua de mi infancia se ha diluido ya en el océano. Es mejor olvidarlo todo, como hace ahora Alban Garnier echando al suelo el agua de su cantimplora porque sabe que no ha de beberla nunca más, porque tiene un tiro en el costado y parte de su hígado en la mano. Lo saludo porque siempre ha sido amigo mío, le pediría un abrelatas pero no quiero distraerle en la solemnidad de su muerte.
Ahora me acuerdo de mi madre, haciendo ovillos con la ropa vieja de lana para volver a tejerla. Lo mismo quisiera hacer el teniente con los restos de las patrullas, formar otras nuevas y lanzarlas al ataque. Pero es tarde, no ya vamos a ningún sitio. Mi padre era cartero y por la noche marcaba en un mapamundi los lugares desde donde habían mandado las cartas que al día siguiente iba a repartir. Una vejez entrañable la de mis padres, de no ser porque la semana pasada mataron a mi hermano Célestin en Vauquois. Mi padre habrá puesto una cruz en Vauquois, en su mapa de papel. Mi madre, por su parte, hará muchos ovillos de lana con todos los jerséis que ha dejado mi hermano en el armario. En unos días se habrá disuelto en colchas para el invierno la memoria de mi hermano.
Me levanto. Alban Garnier acaba de caer al suelo, se retuerce pero pronto acabará todo. Los camilleros están ocupados con su propia muerte. Tropiezo con la cabeza de Claude, la aparto de nuevo con el pie. Dios existe, pero aquí a nadie le importa. Recuerdo las palabras del capitán antes del ataque:
-Adelante, adelante –Eso fue lo que dijo
Supongo que dios se encogió de hombros y el capitán hizo el resto muriendo al pie de las alambradas. Me duele la barriga, tengo hambre. Veo al sargento dándole órdenes a un recluta para que retire a los muertos. No quedan escobas con que barrer tanto espanto como hay en los ojos del recluta, un niño de Lyón al que su padre convenció para que se alistase porque en la notaría donde el padre trabajaba le preguntaron por qué su hijo seguía en casa. Son cosas que ocurren cuando la patria importa más a los que sobreviven que a los que mueren. Pobre muchacho, él hubiera sido muy tierno con Julie haciéndole el amor.
Sigue lloviendo. Cojo mi fusil y me acerco a Garnier. Le pregunto si prefiere que le pegue un tiro, pero levanta la mano para pedirme que espere. Me vuelvo a mi sitio para pensar en otra cosa porque no soporto a los que agonizan. Tengo sucias las uñas de las manos, Garnier ha dejado de gemir. El sargento manda al chico a que retire el cadáver.
Charles Lecompte regresa del cuartel general y nos advierte que las órdenes que trae para el coronel son las de repetir el ataque al día siguiente. Uno le da una patada a un muerto para que coja su arma y se levante. No tiene gracia, pero nos reímos porque nada tiene sentido.
Sostengo la lata como quien sostiene en la mano un corazón que late. Lo estrello contra la pared como estrellé a Julie cuando la dejé caer virgen sobre la cama. No debiera haberla levantado, bastaba con echarme encima, aceptarla como era. El amor es un misterio cuando no revienta y muestra su interior. Intento pensar en otra cosa. Jules Binoche se acerca a pedirme una bufanda. Le recuerdo que J en la guerra, pero él tiene la mirada ausente. Es su cumpleaños, tiene la cabeza ocupada en otro lugar, recordando que lo llevaron al zoo el día de su último cumpleaños y que se dañó la garganta por tanto como le gritó a los monos. Ahora le duele cuando traga saliva, puede que sea solo añoranza y en eso el corazón no se puede liar con una bufanda. Carraspea por simplificar los síntomas. Le digo que en el ejército no hay bufandas, pero él me mira asombrado como si estuviera ante el estanque de los hipopótamos. Se levanta y se marcha. Parece haber enloquecido, aunque antes ya he dicho que ahora todos nosotros somos animales.
Sigo con lo mío. Me faltan cartuchos. Cuento los que me quedan, doce. De paso hago una lista de lo que me gustaría hacer en un día de permiso: Dormir, eso es todo, dormir. Soy un hombre simple, sin muchas aspiraciones. Me gusta dormir, no me gusta aparentar que sería capaz de hacer cosas importantes. Aún llueve. Después iré a pedir más cartuchos, ahora no tengo ganas. Estiro las piernas, necesito dormir. Jules Binoche pasa por delante de mí con una venda alrededor del cuello. Parece que le hayan gastado una broma. Ya tiene su bufanda.
Recibí una carta de Julie la semana pasada, me dice que aún me ama. Es extraño sentir lo que ella siente, darle tanta importancia a los deseos como hace ella. Aquí los deseos son una pérdida de tiempo, a mí me basta con comer algo. Un abrelatas es lo más importante, Julie no puede comprenderlo porque en su vida ella almacena las conservas en un armario de la cocina, les pega etiquetas con el nombre y la fecha, las guarda para el invierno. Un abrelatas no puede tener importancia en su vida, es algo que sólo aquí alcanza significado. De todas formas ni siquiera eso importa ya porque hace un momento que he tirado la lata.
El capitán, antes de morir, nos había gritado:
-¡Adelante! ¡Adelante!
Supongo que tenía razón, aunque dios se encoja de hombros, hay que seguir adelante.

Jesús Zomeño