jueves, 7 de agosto de 2014

EL ASESINO Y SUS IMÁGENES EN PLENILUNIO DE ANTONIO MUÑOZ MOLINA, Francisco González Castro



EL ASESINO Y SUS IMÁGENES EN PLENILUNIO, E ANTONIO MUÑOZ MOLINA


   Desde la publicación de sus primeras novelas, la crítica ha resaltado de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) la alta calidad de su estilo, el poder evocador de su prosa, la maestría en la construcción de los personajes y en la elección de las voces narrativas, la inteligente conjugación de géneros y la creación de un espacio literario propio en el que se desenvuelven diferentes tramas y personajes. Estas características forman la distinción de la excelencia. artística del autor andaluz. Beatus ille (1986), premio Icaro, El invierno en Lisboa (1987), premio de la crítica y premio nacional de literatura, Beltenebros (1989), El jinete polaco (1991), premio Planeta, Ardor guerrero (1991) o Plenilunio (1997) son obras que manifiestan una sólida trayectoria de perfeccionamiento y que constituyen cita obligada en la narrativa española actual. Plenilunio es un ejemplo en el que destacan las mejores cualidades de esa trayectoria y del virtuosismo anteriormente referidos. Con una excelente acogida de crítica y público, la obra ha reforzado su éxito con la adaptación cinematográfica (España, 2000) a cargo del director español Imanol Uribe. Entre los logros de dicha adaptación sobresale el haber sabido representar adecuadamente la gran complejidad de los personajes novelescos, entre ellos, la del asesino. Sobre este personaje en particular, sobre sus formas y procesos de representación literaria (imágenes) trata el presente análisis. Abordamos la figura y los perfiles de tan singular personaje por considerarlo agente primordial y precursor del argumento novelesco: sus acciones, sus huellas, su rastro o el desafío que propone a la razón investigadora y justiciera son los resortes que mueven todo el mecanismo de la trama, ya que, como acertadamente resumió Thomas Narcejac: “el asesino es una fuerza en movimiento (1)”, y de ese impulso se genera toda la intriga.
   El asesino de Plenilunio actúa en una pequeña ciudad de provincias del sur de España, que bien pudiera ser la Mágina de otras novelas. En este entorno se descubre el cuerpo sin vida de una niña, con indicios de haber sufrido abusos y violación. Este trágico suceso es el precedente con el que arranca la historia, que se centra en los esfuerzos de un detective para descubrir al autor de tan horrendo crimen. Dicho así, parece que Plenilunio es una novela policíaca, género con el que indudablemente comparte afinidades. No obstante, la novela traspasa esos límites, ya que no se pretende exponer la perspicacia y la lógica infalible de un detective que acaba identificando certeramente al asesino, sino que las pesquisas policiales, la búsqueda, son vías para profundizar en las relaciones entre los personajes, para indagar en su memoria y en el condicionamiento del pasado o para revelar sus frustraciones e inquietudes. El comienzo de la novela señala ya estas tendencias y propone someramente los motivos impulsores del desarrollo argumental:   

   De día y de noche iba por la ciudad buscando una mirada [...] El inspector buscaba la mirada de alguien que había visto algo demasiado monstruoso para ser suavizado o desdibujado en el olvido, unos ojos en los que tenía que perdurar algún rasgo o alguna consecuencia del crimen, unas pupilas en las que pudiera descubrirse fa culpa sin vacilación, tan sólo escrutándolas, igual que reconocen los médicos los signos de una enfermedad [...] como el padre Orduña había reconocido en él hacía muchos años el desamparo, el rencor, la vergüenza, incluso el odio (9)(2).

   Estas primeras palabras remiten al personaje visible del inspector en un esfuerzo obsesivo por descubrir, a través de los signos del delito y de la culpa, la identidad del asesino, sujeto huidizo que se resiste a aparecer y, por tanto, a revelar una imagen nítida de sí mismo. Esta dialéctica entre visibilidad y ocultamiento condiciona la representación de los personajes, sobre todo la del criminal, así como el transcurso del argumento y la propia elaboración textual. Si de acuerdo con la convención del género policíaco, al inspector lo anima el deseo de saber y de averiguar (“el inspector buscaba la mirada de alguien”), el asesino se destaca por su condición evasiva, por su necesidad de escapar a la labor analítica e interpretativa del detective. Este parte de unos hechos, de indicios y huellas que son los primeros elementos para componer la figura de un desconocido. Sin embargo, la imagen cabal del asesino se va constantemente postergando a lo largo del relato. La postergación, que es una característica del argumento, tiene consecuencias en la progresión narrativa: normalmente, la información de un texto se articula en un principio predicativo que va de lo conocido (tema) a lo no conocido (rema o información nueva). En los relatos de crímenes esta tendencia se rompe, tal y como han demostrado los especialistas en gramática textual, por requerimiento estilístico y del suspense: “allí el asesino y sus móviles, desencadenantes primeros —tema— del proceso narrado, no se manifiestan en la estructura lineal hasta el desenlace del relato. Es decir, se altera el orden, apareciendo rema-tema”(3). Hay, por tanto, una implicación directa entre los protagonistas y las acciones que llevan a cabo, y la composición narrativa resultante.
   Visibilidad, ocultamiento, deducción e imagen, evanescencia y postergación son fenómenos que se derivan de las actuaciones del asesino y del detective. Estos fenómenos remiten todos al problema más general de la identidad: ¿quién es?, pero también ¿quién soy? En Plenilunio, la necesidad de identificar (de conocer), no sólo se aplica al asesino, sino que también acaba afectando a los demás personajes. En el trascurso de la novela, el problema de la identidad se materializa en unos procedimientos semióticos y argumentales que forman parte de lo que podemos denominar retórica de la identidad o de la identificación.

   Esta retórica es la manifestación lingüística y expresiva de los esfuerzos de los agentes que actúan para dilucidar la verdad, es decir, para acabar con la invisibilidad que oculta la imagen del asesino. Una práctica antigua de la identificación era la fisiognómica, el “arte de adivinar el carácter de acuerdo con los signos exteriores”(4): la cara es el espejo del alma; éste ha sido el lema del estudio fisiognómico. En Plenilunio, el padre Orduña es la voz que transmite este pensamiento, que se remonta a fuentes bíblicas y que asegura que el asesino debe tener marcas que lo identifiquen: "Llevará una señal, como Caín cuando mató a su hermano y quería esconderse de Dios” (64), dice el padre Orduña. No obstante, el detective comprueba que dicha teoría apenas tiene vigencia en una realidad postmoderna que se debate entre la irresolución, la indeterminación epistemológica, la falta de objetividad y la crisis de la representación y de la designación. En estas circunstancias se mueve el detective, tratando de encontrar una señal delatora en el proceloso mar de los signos equívocos que forman la cotidianeidad y la normalidad: “En la memoria y en los ojos de alguien están ahora mismo las imágenes indelebles del crimen, unos ojos que en este mismo instante miran en algún lugar de la ciudad, normales, serenos, tal vez, como los ojos de cualquiera” (29). Precisamente, pronombres (sustitutos del nombre, del objeto o individuo) indefinidos como cualquiera o alguien adquieren una especial importancia estilística en el proceso de referencia y señalamiento, ya que se trata de palabras con deixis imprecisa que introducen en el discurso lo innombrado o lo desconocido, en este caso la figura emboscada del asesino. En el capítulo 9 destaca la repetición obsesiva del indefinido alguien, un sujeto gramatical al que se le suman los rasgos hasta ese momento descubiertos del criminal (joven, veintitantos años, pelo negro y rizado, fuerte, manos anchas, dedos cortos, fumador de Fortuna, sangre del tipo cero), pero la indeterminación del pronombre acaba por sumir la descripción en una aporía, una dificultad insalvable para continuar en el vacío referencial creado por esa misma indeterminación pronominal. Las reflexiones del detective resaltan la aporía o punto de quiebra en la búsqueda incesante del signo delator: “habrá en su presencia un rasgo que lo delate [...] la expresión de su cara, el brillo de sus ojos, pero la cara es un espejo vacío, una cara borrada o tachada” (110).
   Esta incapacidad de representación afecta también a otro procedimiento relacionado con la identidad: el retrato. Tiene este método descriptivo, que se entiende íntimamente vinculado con la visión, sus propias convenciones perfiladas a lo largo del tiempo. El retrato literario tradicional se va completando en dirección descendente, de la cabeza a los pies, deteniéndose especialmente en los rasgos de la cara, para ofrecer una imagen fiable de conjunto que puede estar acompañada de características morales. Pero en Plenilunio, el retrato del asesino se vuelve fragmentario e ineficaz en lo concerniente a la representación. Se trazan rasgos de forma discontinua en el texto, suministrados por diferentes personajes en diferentes circunstancias: ojos que cambian según examina el detective fotografías de sospechosos, unas manos grandes que destaca Susana, la maestra de la niña asesinada, en una descripción impresionista que realiza de su pescadero habitual, que resulta ser el asesino. Es interesante comprobar el efecto deformante, provocado por la discordancia corporal, que tiene esta descripción:

   Compró dos besugos en su pescadería de siempre, la de aquel hombre joven que le inspiraba un poco de lástima porque no tenía ninguna pinta de pescadero, el cuerpo romo y carnoso sí, y las manos grandes, pensaba, rojas y fuertes [...]. Pero la cara no, la cara resultaba tan incongruente con el resto del cuerpo y en aquel puesto de pescado como la voz, muy educada y suave (285).

   También Paula, la segunda niña víctima, pero superviviente del horror, destaca el tamaño de las manos de su atacante, que no guardan correspondencia con el cuerpo. Esta forma de componer una imagen aludiendo al todo mediante la mención de sólo una parte sigue el movimiento de la metonimia, tropo o recurso que normalmente se utiliza cuando es fácilmente deducible la relación de la parte con el todo. En el retrato fragmentario que nunca se define del asesino, la distancia metonímica entre la parte (las manos) y el todo (el asesino) se agranda y crea un abismo que impide la conexión automática entre los elementos. De los demás datos aportados por la pequeña se desprende un rostro de rasgos acusados que no guardan proporción entre sí: cara redonda, barbilla muy pequeña, de tal forma que “parecía que la cara no estaba terminada de hacer por abajo” (394), pelo negro, rizado, la frente estrecha, las cejas grandes y casi juntas. La imagen resultante, dominada por la asimetría facial, recuerda a las tipologías estigmatizadoras que divulgaron los frenólogos y criminólogos del siglo XIX (César Lombroso y seguidores)(5). Sin embargo, esta nueva imagen vuelve a desvanecerse cuando el interrogatorio del inspector no consigue dilucidar una marca singular en la fisonomía del asesino, ya que ésta, una vez más, desaparece en el vacío referencial de la normalidad: “Tiene una aspecto normal” (396), responde insistentemente la niña. El mismo resultado se obtiene en los demás intentos descriptivos: la única persona, una mujer, que había visto al asesino en compañía de una de las víctimas, sólo es capaz de explicar “lo que aquel .hombre no era” (137), es decir, sólo acierta a componer una declaración que niega, oculta y desvía constantemente el sujeto: “no tenía barba, no iba vestido de una manera especial, era joven, desde luego, pero no muy joven, no era gordo, corpulento quizás, aunque tampoco mucho, no se parecía a ninguno de los violadores de asalto con navaja ni a los hombres envejecidos y oscuros que se acercaban a las niñas en los parques públicos” (137). Por otra parte, el testimonio de una prostituta señala a un individuo de fondo inescrutable, “como el fondo de un pozo o de un túnel cuyo final no se ve” (404), con una personalidad cambiante e inasible, de la que sobresale, a modo de impostura, un lenguaje aprendido, por tanto falso, “que sin duda repetía y que ella era incapaz de asociar con su cara o con su voz de unos minutos antes” (408). Este fondo oscuro esquiva e incluso invalida el discurso médico-legal (en boca del forense Ferreras), especializado en el examen de marcas, restos y huellas del sujeto delincuente. A este respecto, y consciente de los límites de su ciencia, Ferreras concluye: “quién puede saber lo que hay dentro de un alma y lo que está muy adentro o más abajo” (168).
   Hasta ahora hemos visto una serie de procedimientos descriptivos vinculados con las perspectivas de distintos personajes, que se engloban en lo que hemos denominado la “retórica de la identificación” y que se aplican a un sujeto, el asesino, cuyo rasgo principal es su carácter elusivo e indeterminado. Esta cualidad difusa del asesino, que malogra siempre su identificación, está también condicionada por concepciones literarias del propio autor. En la verdad de la ficción, Muñoz Molina explica cómo entiende el arte de la escritura y revela presupuestos y técnicas utilizados en sus argumentos. Entre esos presupuestos está la inestabilidad referencial de lo real: “Las cosas casi nunca son como parecen”(6), y el problema de la identidad y del conocimento subrayado por el hecho de que algunos personajes, como el detective o el asesino de Plenilunio, carecen de nombre propio, modo lingüístico básico de individualizar y de construir la identidad. Se trata, según Muñoz Molina, de un recurso “para sugerir que de los personajes de la literatura como de las personas de la realidad, es muy poco lo que puede saberse” (7).
   El espacio puede convertirse también en reflejo de la condición de los personajes. En Plenilunio, una pequeña ciudad es el escenario donde coinciden las tonalidades y los rigores del invierno con el crimen y el sentimiento del miedo:
   El invierno y el miedo, la presencia del crimen, habían caído sobre la ciudad con un escalofrío simultáneo, con un sobrecogimiento de calles silenciosas y desiertas al anochecer, batidas por una lluvia fría y por un viento grávido de olores a tierra (42).
   Una gran parte de la novela transcurre en el régimen de la grisura invernal, de las tinieblas o de las tonalidades sombrías, que es posible entender en conexión con la condición siniestra o la presencia del mal, pero también con el fracaso vital y la desorientación existencial de los Otros personajes (el detective, Ferreras, Susana). Lluvia, niebla, humedad, noche, frío aparecen como metáforas del horror y de la muerte, de la desolación emocional, del fracaso de la investigación y la oscura e inescrutable imagen del asesino. Un componente del paisaje nocturno, la luna llena, cobra un significado primordial y, a la vez, ambivalente en el relato. La luna es testigo de la violencia criminal y esta relación de contigüidad espacial entre el elemento paisajístico y el mal posibilita un desplazamiento semántico en virtud del cual el astro se confunde con el rostro del asesino, lo encubre o eclipsa, y adquiere el significado de muerte. Así lo siente la niña que escapa viva de la agresión: “y por un instante la cara y la luna eran la misma cosa y ella se hundía hacia abajo y la cara y la luna eran el círculo cada vez más diminuto del brocal de un pozo por el que ella caía” (233-4). El plenilunio es símbolo y causa del mal: “Fue por causa de la luna” (433), confiesa el asesino cubriéndose la cara con las manos (11).
   El régimen tenebroso que ha dominado la mayor parte de la novela se disipa en los últimos capítulos. Claridad, sol, resplandor y primavera coinciden con el desenlace, con el fin de la postergación y la identificación del criminal. En esta etapa de revelación, el acto de mirar y de interpretar la realidad cobra mayor importancia, si cabe, en un relato que ha ido urdiéndose mediante la dialéctica entre la posibilidad de la representación, la identidad y el conocimiento: “Esa cara redonda, de cejas arqueadas y largas, barbilla escasa y ojos muy juntos, era lo que había estado buscando cada día y casi cada hora en los últimos cuatro meses” (419), reflexiona el inspector. Sin embargo, la conclusión de la novela corrobora los principios de inestabilidad referencial y de imposibilidad cognitiva. La imagen tan buscada y ahora manifestada no se ajusta a ningún estereotipo o idea predeterminada: “Definitivamente, la cara no era el espejo del alma” (420), sentencia el detective. El cambio, la impostura y el carácter insoldable del individuo son destacados finalmente por la voz narrativa cuando el inspector vuelve a encontrarse, cara a cara, con el asesino y observa en éste la transfiguración que ha tenido lugar: “el hombre que el inspector vio en el umbral no era el asesino de Fátima” (456).

   Además de los procesos de representación ya mencionados, hay otra perspectiva, la que se desprende de la subjetividad y de la voz del propio asesino, que resulta altamente significativa dentro de la novela. Se trata de un enfoque interno o psicológico, en contraposición a los otros que se detenían principalmente en lo externo. El monólogo interior, la reflexión ensimismada y la interpretación particular de la realidad circundante son modos expresivos que sirven para construir la imagen psicopatológica y moral del sujeto: “Todo exacto, duplicado, idéntico, todo repetición y simultaneidad [...], o como un sueño que se recuerda repetido mientras se lo está soñando” (304). Por sus palabras y razonamientos reconocemos el desequilibrio mental y la naturaleza depravada y sombría del personaje. La pintura de este tipo de alma oscura tiene sus procedimientos estilísticos, sus esquemas narrativos y sus tópicos. Así, la depravación se ha relacionado frecuentemente con la enfermedad o con una epidemia. Recordemos que en el caso de Edipo, en la tragedia griega de Sófocles, una epidemia de mortífera peste que asola Tebas sirve para señalar la acción terrible e impura del parricidio y del incesto cometido por el rey. En la novela de Muñoz Molina, la conciencia del delito es un cáncer, un ente devorador que se multiplica “en la oscuridad absoluta del interior del cuerpo”(29). El campo asociativo de la enfermedad del alma abarca términos con capacidad propagadora como suciedad, infección, putrefacción, asco, contaminación y pestilencia. Son términos que, por la influencia de la obsesión y de la culpa, se convierten en proyecciones hacia el exterior (el cuerpo individual y social) de la conciencia infame del individuo. En Plenilunio, son las manos asesinas, las mismas que tocan la materia fría, viscosa y hedionda del pescado, de donde emana y de donde se extiende el reflejo psicológico del delito: “un relámpago en la mano derecha, en los dedos sucios, húmedos, tan impregnados de olor que ya huele también como ellos el cristal de la copa, todo se contamina, se contagia enseguida, se pudre, sólo el aroma del anís es lo bastante fuerte como para borrar la pestilencia” (176). El sentimiento de asco ante el propio físico se presenta como una expresión y un juicio, aunque sea de forma oblicua, de la maldad que ha corrompido la integridad moral, social y psíquica (8). La misma función de señalamiento ha tenido históricamente la sangre delatora. Fue precisamente la voz de la sangre la que denunció, según la palabra divina, el fratricidio de Caín, el primer asesino de la historia. Desde entonces, la sangre se ha repetido como estigma o marca, ya sea real o imaginaria, en los relatos de lo execrable. El Macbeth de Shakespeare, acosado por las espantosas imágenes de sus crímenes, intenta desesperadamente retirar una sangre imaginaria que cubre sus manos como sucio testimonio (9). El asesino de Plenilunio también tiene esta mancha acusadora en sus manos, su propia sangre que emana de una automutilación inconsciente infligida con su navaja en el paroxismo de la agresión. Pero si en el caso de Caín y de Macbeth, la sangre apunta a un individuo bien definido, en el asesino de Muñoz Molina, la sangre se presenta como marca endeble en la imagen completamente difuminada: “no hay testigos”, dice el narrador, “salvo una mujer que no es capaz de recordar su cara, tan sólo la sangre que le brotaba de la mano izquierda” (135). El hedor, la sangre y la suciedad son segregaciones o adherencias del cuerpo. En la figura del criminal estas sustancias se perciben como especialmente nauseabundas, ya sea desde una perspectiva objetiva o subjetiva, porque señalan desde afuera, y con destino a los demás (la sociedad), la corrupción y el desorden moral internos. En cuanto indicios que remiten a otra cosa distinta de ellos mismos, como proyecciones de la conciencia individual por el mal cometido, todos estos elementos repugnantes forman parte de un grupo de signos que dan lugar a una verdadera semiótica de la culpabilidad (10).
Francisco González Castro, Moenia, 8, Lugo, (2002), pp. 411-417.


***
(1) Thomas Narcejac: Una máquina de leer: la novela policiaca. Tr. de Jorge Ferreiro. México: F.C.E., 1986. 23.
(2) Antonio Muñoz Molina: Plenilunio. Madrid: Alfaguara, 1997. Todos los fragmentos extraídos de la novela pertenecen a esta edición.
(3) Janos S. Petöfi & A. García Berrío: Lingüística del texto y crítica literaria. Madrid: Comunicación, 1978, 63.
(4) Julio Caro Baroja: Historia de la fisiognónica. Madrid: Istmo, 1988, 21.
(5) Los planteamientos de la antropología criminal están actualmente superados. Sin embargo, en su momento tuvo un carácter innovador y nació con el propósito de establecer una tipología del sujeto criminal a través de la estructura craneal y de marcas físicas. La lista de estas marcas incluía la asimetría craneana, el hundimiento de la fosa occipital, mandíbulas desarrolladas, frente huidiza, cara ancha, pilosidad abundante, arcadas supercialiares demasiado marcadas, brazos demasiado largos, anormalidades en las extremidades, etc. Vid. César Lombroso: Los criminales. Barcelona: Centro editorial Presa.
(6) Antonio Muñoz Molina: La verdad de la ficción. Sevilla: Renacimiento. 1992, 20.
(7) Op. cit.: 43.
(8) Dice William I. Miller: “Nuestros cuerpos y almas son los principales generadores de lo asqueroso” en Anatomía del asco. Tr. de Paloma Gómez Crespo. Madrid: Taurus, 1998, 82.
(9) “El océano entero del gran Neptuno, ¿lavará y limpiará esta sangre de mis manos?”, se queja desesperadamente el rey homicida. En William Shakespeare: Macbeth. Tr. de José María Valverde. Barcelona: Planeta, 1980, acto II, escena II, 141.
(10) Con respecto a esta semiótica de la culpabilidad y motivos literarios relacionados, puede consultarse Antonio Blanch: El hombre imaginario. Una antropología literaria. Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1995.
(11) La luna tiene un extenso y variado simbolismo, relacionado con su volubilidad y ocultación. Maternal, protectora, pero también peligrosa, Siniestra y mortal. Vid. Juan-Eduardo Cirlot: Diccionario de símbolos, Barcelona: Labor, 1992, 284. En Plenilunio, también la luna es testigo y símbolo positivo del amor entre el detective y Susana.