sábado, 13 de diciembre de 2014

LAS INVIERNAS, Cristina Sánchez-Andrade

CRISTINA SÁNCHEZ-ANDRADE, Las Inviernas, Anagrama, Barcelona, 2014, 248 páginas.


   Muchas veces el lector abre la primera página de un libro con el convencimiento de que todo será felizmente previsible; por ello, leer, en esos casos, es confirmar el camino que se había elegido; el fin, la meta a la que se pretendía llegar en la agradable compañía de lo leído.
   Otras veces, leer resulta bien distinto; algo así como comprar un billete en la ventanilla de una estación en la que el tablero de las direcciones se ha desdibujado. El lector desconoce el rumbo y, relativamente desconcertado por la ondulante trayectoria que elige el chofer, se deleita contemplando los paisajes difusos que se presentan a izquierda y derecha, delante y detrás, sabiendo que girar la vista hacia un lado supone dejar escapar otros instantes.
   Esta segunda sensación me ha acompañado en toda esta travesía, subido en este ómnibus Las inviernas, conducido por Cristina Sánchez-Andrade, periodista, crítica literaria, profesora de escritura creativa, traductora de George MacDonald, Rudyard Kipling o Emily Brontë, pero, sobre todo, la narradora que se iniciaba en 1999 con Las lagartijas huelen a hierba y consolida su trayectoria con el reconocimiento obtenido en el año 2004 con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz a Ya no pisa la tierra tu rey, su tercera novela. En el año 2001 había publicado, Bueyes y rosas dormían; después vendrían Coco (RBA, 2007), y Los escarpines de Kristina de Noruega (Roca, 2010).
   En este ómnibus no podríamos ir a Southampton, pero sí a La Coruña o a Riveira, o más al este: a Bilbao o a Tossa de Mar. Sin embargo, mecidos por el traqueteo del cambio de marchas, enseguida nos sentimos transportados a ese espacio mítico que es Tierra de Chá, una aldea cartografiada como la espina de un pescado, con casas que exhalan vaharadas de olor a estiércol y mugre. Sería fácil calzar zuecos para poder transitar sus caminos enfangados, pero ahora, lejos de la Galicia de los años 50, nos sobran los remilgos para reconocer que podríamos volver a un tiempo  que creemos no haber vivido (o querríamos no haber vivido). Al fin y al cabo, tan intrusos somos como Saladina y Dolores en su vuelta a la casa familiar: ellas, huyendo de un pasado que querrían enterrar; los habitantes del pueblo, recibiendo la constatación de que, sabido es que es difícil soportar en la conciencia la infamia cometida; pero peor aún es que la supervivencia de las nietas de la víctima le recuerdan a los ejecutores su condición de verdugos. Es por eso que, en la aldea todo se transforma alrededor de ese pasado que se creía muerto y, por ello, nadie es capaz de vivir, puesto que el linchamiento de Don Reinaldo ha dejado a los habitantes de Terra de Chá en ese bucle de vidas detenidas, del que sólo saldrán cuando se cumpla la profecía de Violeta da Cuqueira y unos papelitos quemados revoloteen como diminutas mariposas grises y se posen en los árboles como imperceptibles polillas.
   Hasta ese momento, acodados en el mostrador de la taberna, escucharemos los relatos repetidos al compás de los chasquidos de la lareira, de boca de los parroquianos: Tristán, el criador de capones; Tiernoamor, el mecánico dentista que disfruta calzando zapato de tacón; Don Manuel, el cura que no quería ser cura; o Tío Rosendo, de cuyas teorías hemos sabido extraer lección: somos el envés de lo que creemos ser, salvo que sepamos capturar nuestro instante. A mí, ahora, mi instante me dice que me corresponde callar. Callar y callar. Callaremos.

FRC