domingo, 27 de diciembre de 2015

CAMINO DE LA GUERRA, Emilio Gavilanes

CAMINO DE LA GUERRA

   En el verano de 1808 la Grande Armée sufre su primera derrota en campo abierto. Es la batalla de Bailén. Pocos meses después Bonaparte entra en la Península con un nuevo ejército, dispuesto a vengarse. Las tropas españolas se repliegan hacia León para unirse con las británicas de Moore. Los franceses los persiguen. El 31 de diciembre Napoleón entra en Astorga. Al instante su ejército comienza a saquearla. La ciudad está casi despoblada. Ha habido una epidemia de tifus. Fusilan a todos los hombres que encuentran. A los enfermos no los sacan de la cama. La apoyan contra una pared para que el prisionero pueda recibir el plomo casi en pie.
   Por todos los alrededores se difunde la noticia. Los antiguos alcaldes de los pueblos de la región piden a los hombres que acudan con sus armas de caza para hostigar al francés.
   El joven Tomás Morais tarda varios días en salir de La Carballa. La mujer estaba de parto y no quería dejarla sola.
   En media jornada alcanza el camino por el que ha llegado el enemigo. El frente de avance es enorme. Hay pisadas en el suelo embarrado del campo hasta donde alcanza la vista.
   Pasada La Bañeza ve que un cañonazo ha roto un granado y ha sacado la copa del cercado en el que se encontraba el árbol. Por primera vez ve esa fruta desconocida. La muerde, con curiosidad y quedan al descubierto los rojos granos en sus pálidas celdillas. Después de probarlos, guarda algunas frutas en el morral.
   Pasa una codorniz. La dispara. El barro que vuela explota y se abre en el aire una flor roja. Queda tan deshecha que no la puede recoger.
   Más allá una liebre corre trazando vueltas y revueltas, cambiando continuamente de dirección. A pocos metros un perro la persigue haciendo las mismas vueltas y revueltas. El perro se guía solamente por el olor. Parece ciego. Hay momentos en que, en una de esas curvas, la liebre queda a unos centímetros del perro. Si acortase por ahí la atraparía enseguida. Pero es esclavo del olor y no abandona el rastro, recorriendo los torturados metros que le separan de la liebre.
   Un gallo canta a lo lejos. Resuena como en otra realidad. Alerta un perro lejano. El pequeño bosque que Tomás Morais atraviesa ahora parece que está en el más allá. Piensa en su casa, en el llanto del recién nacido. Ya siente nostalgia de la vida que ha dejado.
   De pronto se topa con un jabalí vivo, tendido de espaldas, con las cuatro patas hacia arriba, rotas. Las cuatro hacen una línea quebrada. El animal está inmóvil. Solo se mueven los ojos, que miran con alarma cómo el hombre se acerca. Tomás Morais le hunde la navaja por debajo de la barbilla y tira hacia abajo. El vientre se abre como la mañana y queda a la vista el sol del corazón. Le corta los conductos que lo riegan. Los intestinos se desparraman. Parecen nubes de tormenta. Los ojos del jabalí intentan ver lo que está ocurriendo ahí abajo. No se espanta. Aún no sabe que se está muriendo. Morais espera que el corazón se pare. Entonces, sin saber por qué lo hace, lo corta y se lo guarda, envuelto en una camiseta limpia que lleva de repuesto. También le arranca los riñones, después de hundir la mano en las entrañas y de rebuscar entre las vísceras, calientes.
   Todas las cosas muestran otra cara. Parece que está viendo el envés del mundo. Cerca ya de Astorga ve una carga de caballería contra un grupo de paisanos mal armados. Los caballos no son los animales mansos que él conoce. Son indistinguibles de sus jinetes. Parece que los propios caballos blanden las espadas con las que descargan golpes sin cesar al enemigo que avanza a pie. Se oye fuego de fusilería.
   Antes de echar a correr hacia el combate, se asegura de que aún lleva colgada del cuello la cajita que encierra el papel en el que el señor cura le ha escrito la salvación de su vida: “Detente bala”.

EMILIO GAVILANES, Autorretrato, Punto de vista, Madrid, 2015.
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Åsa