domingo, 17 de julio de 2016

J. D. SALINGER, Juan Bonilla

J. D. SALINGER

   The Times Literary Supplement dijo de ella que era un incesante flujo de blasfemias y obscenidades. El crítico de la revista Punch opinaba que se trataba de un libro sensiblero, aunque se excusaba diciendo que era posible que su opinión no fuese más que la reacción de un europeo corrupto. The Spectator lo tildó de inteligente, humorístico y agudo, si bien reconocía que resultaba insuficiente en cuestiones formales y que no alcanzaba a producir la clase de efecto que, evidentemente, se proponía producir. Pero los palos más duros los proporcionaba el crítico de la revista Cat­holic World, que denunciaba el lenguaje soez y rudo de un mero aficionado, y el de la revista Commentary para quien la acidez y la fatigante repulsión de The Catcher in the Rye eran las actitudes, no de un adolescente, por muy desencantado que estuviera sino de un escritor satírico bien pagado que posee una técnica altamente desarrollada, carece de punto de vista y no dispone de otro blanco al que apuntar que no sea él mismo. Estas eran las reacciones de la prensa inglesa ante la publicación en el año 51 de la primera novela de J. D. Salinger. En los Estados Unidos el libro tuvo mejor aco­gida: Harper's la ensalzó, el Enquirer apostaba que aquella tempo­rada no depararía un libro más sabroso, la revista Time aseguraba que lo mejor de la novela era el novelista, y el New York Times de­cía que la primera novela de Salinger era de una brillantez insólita. Sólo el Herald Tribune se quejaba del lenguaje ofensivo, y el biógra­fo de Freud, Ernest Jones, escribía en The Nation que Salinger se había limitado a registrar lo que todo adolescente, desde Rousseau, ha sentido, y que por eso la novela era predecible y aburrida (como si conseguir reflejar lo que siente un adolescente de cual­quier época estuviera al alcance de cualquiera). Lo que nadie pre­vió es que aquella novela iba a convertirse en uno de los hitos fundamentales de la narrativa del siglo XX: ante esa contundente evidencia de la que disponemos hoy, el “esta es la mejor novela del año” que encabeza el ranking de elogios recibidos por The Cat­cher in the Rye es de una timidez clamorosa.
   “Son las aventuras de un muchacho que ha sido expulsado del Instituto durante unas Navidades en Nueva York”, le dijo Sa­linger al editor que le había propuesto recopilar sus narraciones en un volumen, refiriéndose a la novela que estaba escribiendo y que prefería publicar antes que los relatos. Una definición, como se ve, poco prometedora. Porque The Catcher in the Rye es de esos libros que no nos atrapan por lo que nos cuentan, que no deja de ser poca cosa, sino por la voz que se encarga de erguir la narración, por el mundo que es capaz de formular esa voz. Es posible en ese sentido que la apreciación de Ernest Jones según la cual todo lo que piensa y dice Holden Cauldfield en la novela de Salinger es lo que han pensado los adolescentes de todas las épocas no pueda ser tomado como un reparo serio sino, antes bien, como la defini­ción exacta del lugar donde radica la fuerza de la novela. El ado­lescente descarado, desencantado, que no deja de ser un personaje lleno de ternura precisamente por el mucho mundo que cree tener corrido y lo seguro de sí mismo que pretende parecer, el muchacho que habla en la novela lo deja claro desde la primera, legenda­ria frase: “Si en serio les interesa lo que les voy a contar, querrán saber antes de nada dónde nací, cómo fue todo ese rollazo de mi infancia, a qué se dedicaban mis padres antes de que yo naciera y demás tonterías tipo David Copperfield, pero no me apetece con­tar nada de eso. En primer lugar porque es una lata, y en segundo lugar porque si yo empezara a contar aquí todas esas cosas sobre su vida privada, a mis padres les iba a dar un ataque”. En cuanto a las aventuras que corre Holden, tampoco son especialmente me­morables a priori: lo echan de Pencey —pero lo habían expulsado antes de otro colegio y él se había ido de otro porque estaba lleno de hipócritas—, tiene una conversación con un profesor que quiere lo mejor para él, se monta en el tren hacia Nueva York, coincide allí con la madre de un alumno de Pencey con la que tiene una conversación, toma un taxi, va a un hotel —el Edmont— donde le dan una habitación inmunda, decide salir de juerga, al volver le proponen sexo hasta el mediodía por pocos dólares, la cosa sale bastante mal, al día siguiente se acuerda de una tal Sally y la llama y quedan para ir al cine..., y así se van encadenando los hechos que constituyen la novela, ninguno de ellos especialmente llama­tivo como se ve, si no fuera porque Holden es sólo un muchacho que enfrenta todas sus estupendas teorías y sus tajantes opiniones a la realidad poco poética de la gran ciudad. El Guardián en el cen­teno, con ser una espléndida sátira y una divertidísima narración, es uno de esos libros que consiguen que se te hiele la sonrisa, y desde luego tiene momentos de una ternura y una poesía milagro­sas, nada sensibleras ni cursi, como el encuentro entre Holden y su hermana Phoebe, uno de los capítulos más hermosos del libro.
   El adolescente de Salinger se ganó enseguida las simpatías de muchos adolescentes y jóvenes norteamericanos, si bien el libro no pasaría de ser uno de esos títulos de culto que circulan entre sectores cerrados de población, hasta que algunos años después de publicado se convierte en una especie de emblema generacional, y se alza a Holden a la categoría de símbolo, La aparente rebeldía de los años sesenta contribuyó al énfasis con que empezaría a leerse el libro de Salinger, que dejaba el cajón de las novelas documenta­les más o menos atinadas para alcanzar el rango de libro impres­cindible. Y ahí reside su valor para los adultos de hoy. Porque el libro se ha mantenido fresco en su condición de obra para adoles­centes —inaugurando un género: el de la novela para adolescentes que no necesita de dragones ni aventuras hipnagógicas para atra­par a sus lectores— y nuestro merodeo por sus páginas es similar al paseo que da un adulto en una discoteca de adolescentes: puede que el adulto se lo pase muy bien bailando bajo los focos y recor­dándose a sí mismo en su ansiosa pubertad, pero puede estar se­guro de que a su alrededor todos los muchachos y muchachas se están burlando de él. Por eso es El guardián en el centeno de Salinger una novela para adolescentes: porque sólo los adolescentes pue­den de veras sentir cómo gravita su fuerza sobre ellos, porque sólo a ellos les ocurrirá el precioso milagro de desear ser como Holden Cauldfield, escaparse, perderse en la gran ciudad, mirar a todos los solitarios pensando que él es el que está más solo de todos, y porque a los adultos que se asoman a sus páginas los golpea con una fértil y feraz melancolía.
   Por fortuna, El Guardián en el centeno no se impuso como lectura obligatoria en los institutos hasta hace muy poco, y no deja de ser paradójico que se lea bajo la vigilancia de los profesores un libro donde se pone a caldo todo método educativo. Se le hace un flaco favor así a la novela de Salinger: institucionalizándola se le roba la capacidad de desafío, se desactiva su rebeldía. Es un libro para el que el contexto en el que se lea resulta muy principal: leído en un aula para satisfacer unas preguntas de examen se apea de los tacones en los que se subía cuando era un libro que iba de ma­no adolescente a mano adolescente, como si fuera un secreto ve­dado a quienes hubieran abandonado ese país de la adolescencia. ¿Quién puede imaginarse a un profesor destripando la novela de Salinger en clase? ¿Cómo contestar a preguntas sobre ella en el papel de un examen que será valorado por lo que el sistema edu­cativo quiere que se conteste?
   ¿Qué sabemos de Holden? Pues sobre todo que es muy suyo, que no soporta el cine, que de las cosas que cuenta prefiere con mucho aquellas que le permiten desviarse de la mera narra­ción para intervenir con comentarios o anécdotas laterales, que adora Lejos de Africa de Isak Dinesen, que no soporta a los creídos, que se vuelve loco por las muchachas. Por supuesto que los inves­tigadores de Salinger han pretendido encontrar en las señas de identidad de Holden las del propio Salinger, obteniendo a veces exquisitos éxitos (eso de que a Salinger se le den bien las muchachitas menores de edad daba mucho juego, naturalmente) que sin embargo nada importan para disfrutar de esta novela: no importa demasiado la leyenda Salinger, fomentada últimamente por algu­nos libros que compiten en situarlo entre la más delirante grosería y la más peligrosa de las locuras. Es rara la pieza de entre las cien­tos que componen esa región de la literatura, que podríamos de­nominar testimonios de parientes, que alcanza a escapar de su condición inevitable de parásito y se justifique por sí misma. ¿Cuál es el encanto de ese tipo de libros en los que un hijo, una novia, un ama de llaves, un cuñado nos cuenta las vilezas de las que era capaz alguien a quien se considera un gran escritor? Pues princi­palmente sólo constatar una obviedad: que la mayoría de las grandes figuras de la literatura tenían mucho de lo que avergonzarse, como casi todos los demás mortales. Y eso es lo que, en esa clase de libros, comúnmente se les reprocha a quienes los protagonizan: que no fueran buenas personas, como si el hecho de escribir “La canción de Prufrock” obligara a su autor, T. S. Eliot, a no cometer la mezquindad de permitir que su esposa demente se pudriera en un manicomio; no porque permitirlo constituya una mezquindad, sino porque hacerlo siendo el autor de Prufrock agrava la mezquindad haciéndola rayar en el crimen. No hace falta hundirse en una bibliografía espesa de testimonios de parien­tes para cerciorarse de que la mayoría de grandes poetas y novelis­tas —si hiciésemos caso a lo que cuentan sus allegados menos discretos— era gente poco fiable. Pero ¿afecta a la emoción y la inte­ligencia que vibran en los poemas de Larkin saber que Larkin era un machista que practicaba la grosería como un pasatiempo efi­caz? ¿Nos reiremos menos con las novelas de Kingsley Amis al enterarnos de que fue capaz, en época de hambruna, de presentarse en su casa con un plátano, sentar a la familia a la mesa, pasar el plátano para que todos lo tocaran, y luego pelarlo y comérselo tranquilamente ante la perplejidad de los suyos? Evidentemente no tiene por qué, a no ser que dejemos que un exceso de sensibili­dad nos afecte a la razón. Así que no es probable que quienes firman esa clase de libros se esfuercen en redactarlos para rescatar a los lectores del espejismo que sufrirían si al leer a alguno de los damnificados llegan a la conclusión de que sólo un alma grande ha podido crear La montaña mágica o El guardián en el centeno: es más creíble que son arrastrados a la composición de sus libros por el simple afán de notoriedad que se les pone al alcance gracias a un apellido ilustre que a la vez que les permite publicar un libro les obliga a manchar el propio apellido. Pero todo ello no es más que cotilleo de altura, un género que puede convertirse en obra de arte si es Jane Austen o Marcel Proust el redactor, pero que co­múnmente no depara más que inventarios de anécdotas escabro­sas.
   La leyenda de Salinger no saldrá excesivamente perjudica­da por la reciente publicación de las memorias de su hija, como no la erosionó la publicación de las memorias de su amante. Ambas nos aseguran que Salinger no ha sido buena persona, que era un vanidoso insoportable, que le fascinaban las lolitas y que perjudicó y dañó durante su vida a unas cuantas mujeres. Y, por supuesto, las creemos, aunque no cabe otro remedio que encogerse de hom­bros o mostrarles nuestra lástima por sus traumáticas experiencias.
   Porque un gran escritor sólo es peligroso para el lector si tiene éste la mala fortuna de ser su vecino o pariente suyo y ha de tratarlo con cierta cotidianeidad, aguantar sus manías y hacer de mariachi para que no se le pudra el orgullo. Ya sé que hoy en día vende mucho la imagen del escritor como buena persona, y hay algunos que han cobrado celebridad inusitada no por lo que escriben sino porque en sus declaraciones públicas y en sus conferencias la gen­te comprueba que es una persona excepcional, simpatiquísima, solidaria y muy correcta. Y tampoco es incompatible la bondad con el genio, desde luego, pero son cosas que no afectan al resul­tado que al lector importa. Es encantador descubrir al adúltero Pedro Salinas con sus niños sentados en las rodillas, mientras él se dedica, a la vez que los atiende, a componer uno de sus contun­dentes poemas de amor. Pero los poemas de amor serían igual de contundentes si Salinas, como Rousseau, hubiera abandonado a sus hijos en sucesivos orfanatos. Así que nuestra consideración sobre libros como Nueve cuentos, Franny y Zoey, y Levantad, carpin­teros..., no van a sufrir ninguna mutación por el hecho de que se­pamos que a Salinger le gusta beber su propia orina. Los lectores de Salinger tenemos presente una frase de Holden Cauldfieid: cuando un libro le gustaba, nos decía, lo único que le apetecía al terminar de leerlo era telefonear al autor para charlar con él. Es una frase peligrosa. Bonita pero muy peligrosa. Conocer al autor del libro que nos cautivó es un método perfecto para sufrir una desilusión, y ya se sabe que el culpable de nuestras desilusiones nunca es quien nos desilusiona, sino nosotros mismos por haber­nos ilusionado. Quizá, consciente de eso y para no ser más que lo que un gran escritor debe ser para los lectores, un nombre, un fan­tasma, nadie, Salinger decidió hace tiempo no descolgar el teléfo­no, no conceder entrevistas, borrarse, sin contar con que siempre hay una hija, un amante, un vecino, con derecho a formular su experiencia para ganar algo de dinero e incrementar ese género parasitario que es la literatura de los parientes.
   The Catcher in the Rye es, esencialmente, una novela acerca de lo solos que estamos, de lo solos que están sobre todo los ado­lescentes; pero, ¿quién no sigue siendo un adolescente convencido de que la madurez es la muerte de la pureza que nos empuja a ser curiosos y a buscar? Supongo que sí, que hay mucha gente que a esta pregunta habrá contestado: Yo, desde luego. Me parece muy bien, pero si algo grande hay en la novela de Salinger es que es muy difícil no ser ese adolescente perdido en Nueva York que sin saber muy bien lo que quiere trata de desenvolverse como si se supiera su futuro de memoria, como si nada le importase porque nunca pasa nada que importa y cuando pasa ya ha perdido la im­portancia. Como los grandes poetas que consiguen en sus mejores momentos hacemos sentir que los grandes poetas somos nosotros, quienes les leemos, y que consiguen nombrar sensaciones nuestras para las que no habíamos encontrado las palabras precisas, Salin­ger consigue exactamente eso: nos convierte en muchachos perdi­dos en la selva del mundo, muchachos que al final de la experiencia sólo tienen clara una cosa: es mejor no contar nada nunca a nadie, porque en el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo.

JUAN BONILLA, La plaza del mundo, Universidad de Valladolid, Valladolid, 2008, 169-176.