jueves, 7 de junio de 2018

CADENA, Rubén Abella


CADENA

   León se estaba afeitando cuando su mujer le recordó que era un inútil. El dinero no alcanzaba y, además, hacía meses que no cumplía con sus deberes carnales. —Si ya me lo decía mi madre: cuidado, Blanca, que éste de macho no tiene más que el nombre. Tres horas después León montó en cólera porque Paloma, la becaria de la asesoría, le trajo el café frío. Aprovechó la inercia del rapapolvo para reconvenirla también por sus fotocopias ennegrecidas y su falta de garbo. —¡Yo no sé qué os enseñan en la universidad! —exclamó, devolviéndole el vaso de plástico. Poco antes de comer, Paloma recibió una llamada de Blas. Echaba mucho, mucho, mucho de menos a su pichoncito, dijo, y quería saber cómo estaba. —Te he dicho muchas, muchas, muchas veces que no me llames al trabajo. A ver si en vez de echarme tanto de menos, empiezas a respetarme un poco —lo interrumpió Paloma en un susurro malhumorado, y colgó el teléfono. A última hora de la tarde, mientras repartía pizzas en la moto, Blas estuvo a punto de chocar contra un coche mal aparcado. Para resarcirse le rayó la chapa con una moneda y escribió en el parabrisas: «APRENDE A APARCAR, MAMÓN, QUE CASI ME MATO». Rolando se quedó atónito al cerrar la papelería y ver el coche estragado. Se montó maldiciendo en voz alta, calculando los costes del arreglo, esperando que Merche tuviera la cena lista cuando él llegase a casa. Si no, se iba a enterar. 

Rubén Abella, Los ojos de los peces, Menoscuarto, Palencia, 2010, páginas 116-117.
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Davina Semo