viernes, 29 de noviembre de 2019

[EL TIEMPO PASA...], Christian Bobin

El tiempo pasa. A los veinte años, bailamos en el centro del mundo. A los treinta, erramos dentro del círculo. A los cincuenta, caminamos sobre la circunferencia, evitando mirar tanto hacia fuera como hacia dentro. Después, (y sin que sea relevante), nos convertimos en seres invisibles, un privilegio de ancianos y de niños. 

Christian Bobin
&
Chema Madoz

jueves, 7 de noviembre de 2019

INSURRECCIÓN, José Ovejero

JOSÉ OVEJERO, Insurrección, Galaxia Guttenberg, Barcelona, 2019, 288 páginas.

   Uno de los textos que contiene Mundo extraño [Páginas de Espuma, Madrid, 2018], libro que mereció el XV Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España, «Los escritores que me gustan» más que una narración es una nítida exposición sobre la Poética del autor. 
   Ovejero confiesa que admira a los escritores que desatan en él la necesidad de escribir, porque cada parcela de belleza esclarecida por el genio de un escritor, desvela la evidencia de todas las oscuridades que en el mundo merecen ser iluminadas. Los escritores que le gustan a la voz de ese texto que ha escrito José Ovejero, apelan al lector para convertirlo en un ser consciente de que la belleza es efímera; por ello, el cometido del escritor, debería ser, expandir la hermosura por el mundo. Tras este contundente aserto, llega la confesión: la voz de ese texto que ha escrito Ovejero admite que, más que una incompetencia para atender a ese cometido (procurar la belleza), su poética obedece a la pertenencia a la estirpe de los que escriben sobre el dolor y el estremecimiento, la de los que describen la fealdad del mundo para que el lector elija entre desear tener ilusiones o ser simplemente un patético iluso. En suma, un escritor que, condenado a envidiar las frases bellas de los otros (que reproducen fogonazos efímeros de la belleza que nos aferra a los comunes con optimismo al mundo), se resarce revelando las verdades incómodas y terribles que acompañan al ser.

   Insurrección va más allá del análisis de las siempre difíciles relaciones entre padres e hijos, más allá del estudio de la psique de una adolescente idealista o de las paradojas del utopismo del movimiento okupa, para situar al lector bien pensante ante un fresco contemporáneo que dibuja las consecuencias del llamado fin de la historia y la muerte de las ideologías (finales del siglo XX) a manos de un capitalismo dedicado a devorar globalmente el tuétano de cada individuo hasta arrojar sus deshechos al vertedero al que llevan el destierro de la clase obrera a las ciudades dormitorio, el desalojo de los viejos habitantes de los cascos históricos convertidos en parques temáticos para turistas, las injusticias laborales, el paro, los EREs, y algunas irracionales sacudidas de violencia, como la de los atentados que diseña el iluminado Alfon.



FRC

domingo, 3 de noviembre de 2019

[DICEN, LOS QUE HAN ALCANZADO LA FAMA...], José Ovejero



Dicen, los que han alcanzado la fama, que quizá eran más felices antes de obtenerla. La fama, dicen los que la han alcanzado, te convierte en un seductor perpetuo, estás volcado todo el tiempo en el otro, en conseguir que siga mirándote y admirándote, y te acabas olvidando de ti mismo, de vivir para ti, no para otros. Te conviertes en un espectáculo ambulante, en un actor que se representa a sí mismo una y otra vez. La fama te chupa el alma, te vuelve servil, te convierte en una imagen sin cuerpo, en un concepto, en una fórmula. La fama es una servidumbre, dicen. 


JOSÉ OVEJERO, Mundo extraño, Páginas de Espuma, Madrid, 2018.
&
Tetsuya Ishida

martes, 15 de octubre de 2019

LECTURA, Felipe Benítez Reyes

LECTURA

   El encuentro de un lector cualquiera con un libro cualquiera resulta imprevisible: lo mismo le aburre que le cambia la vida. Entre un extremo y otro, caben todos los matices posibles, claro está: la indiferencia, la incomprensión, la repugnancia incluso, el disentimiento, el acuerdo o el espanto. En esa conjugación, el lector aporta la historia de su vida: sus ilusiones morales, sus dudas, sus temores, las reverberaciones insospechadas de su conciencia; el libro, por su parte, actúa como reactivo de todo eso, y el resultado del experimento quién lo sabe, ¿verdad? De ahí que el argentino Ricardo Piglia haya podido suponer que la lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos.
   Abre uno una novela y empiezan a ocurrir cosas: un muchacho amanece transformado en insecto, pongamos por caso, y ya es mala suerte, nos decimos, y sufrimos con él la fantasía de su metamorfosis; o un hombre memorioso e hipocondríaco muerde una magdalena y nota en el paladar toda la esencia del tiempo perdido, la niebla itinerante del pasado, y nos cuenta todo eso a lo largo de miles de páginas repletas de duquesas y de digresiones; o bien alguien se enrola como ballenero y acaba enfrentándose a un monstruo blanco. Abre uno una novela, en fin, y ya está dentro de la barraca de las grandes figuraciones. Y acecha el miedo allí, y el asombro, y las grandes epopeyas, y las pequeñas cosas, y está uno en otro sitio, deambulando por quién sabe dónde, hablando con desconocidos, y padece lo que ellos padecen, y goza lo que ellos gozan, y se desazona con las volutas de la intriga, y oye incluso el mar a través de las páginas que hablan del mar, y todo el ruido del mundo en la descripción de un mercado.
   Abres un libro y estás en el libro. Alguien te habla del alma inmortal para que cuides de ella y alguien procura hacerte reír para aligerarte el peso de las sombras del alma, sea inmortal o no, que eso viene a ser lo de menos mientras anda uno por aquí. Alguien te transporta a un castillo transilvano para mostrarte al vampiro Drácula, sediento de vida y sangre, y alguien te transporta al castillo de If para mostrarte al más triste de los cautivos. Alguien, con una voz que viene desde muy lejos, te narra las tribulaciones de los argonautas y alguien, con una voz de hoy, te cuenta una historia de hoy, y ambas voces te resultan nuevas, porque el tiempo de la ficción es una especie de milagro estático: lo que se contó una vez no deja jamás de suceder.
   Cuando entramos en una gran biblioteca, nos sobrecoge esa inmensidad de papel que soporta una inmensidad de conceptos, esa inmensidad de conceptos soportada por inmensidades de palabras, esas inmensidades de palabras que están hechas de combinaciones casi infinitas de letras, que por sí solas son nada. Y nos decimos: «Un mundo inabarcable», y es cierto, y sentimos la desazón propia del codicioso, pues quisiéramos acceder a la totalidad del secreto. Pero enseguida esa condición de mundo inabarcable se nos revela no sólo como ineludible, sino también como fascinadora: la literatura está obligada a imitar fragmentariamente la inmensidad del mundo para simular el reflejo total del mundo. Y ya todo se explica. (O casi).

FELIPE BENÍTEZ REYES, El intruso honoríficoFundación José Manuel Lara, Sevilla, 2019, pp. 162-164.
&
Ekaterina Panikanova

lunes, 14 de octubre de 2019

OLVIDO, Billy Collins




OLVIDO

El nombre del autor es lo primero que se va
dócilmente seguido por el título, la trama,
el desenlace desgarrador y, en suma, la novela entera
que, de golpe, se convierte en una que no has leído, de la que ni siquiera has oído hablar,

como si, uno por uno, los recuerdos que albergabas
hubieran decidido retirarse al hemisferio sur del cerebro,
a un pequeño pueblo de pescadores donde no hay teléfono aún.

Hace tiempo que despediste de los nombres de las Nueve Musas
y observaste cómo hacía su maleta la ecuación de segundo grado
e incluso ahora, al querer recordar el orden de los planetas,

más cosas se esfuman, la flor de un estado, tal vez,
las señas de un tío, la capital de Paraguay.

Lo que sea que estés intentando recordar,
no lo tienes en la punta de la lengua;
ni siquiera se te esconde en cualquier oscuro rincón del bazo.

Se ha ido flotando por un tenebroso río mitológico
cuyo nombre comienza por L, si mal no recuerdas,
camino de tu propio olvido, donde te reunirás con aquellos
que incluso se han olvidado de nadar y montar en bicicleta.

No es entonces de extrañar que te levantes a medio noche
para buscar la fecha de una batalla famosa en un libro de Historia.
No es entonces de extrañar que la luna que ves por la ventana parezca haberse escapado
desde un poema de amor que antes te sabías de memoria.


BILLY COLLINS, Poemas, Valparaíso, Granada, 2018, pp. 19-21.

Traducción: Juan José Vélez Otero
&
William Utermohlen

domingo, 9 de junio de 2019

PARALELO 36, Raquel Vázquez

RAQUEL VÁZQUEZ, Paralelo 36, Talentura, Madrid, 2019, 154 páginas.

**********


   El escultor puede elegir tallar madera o labrar piedra para arrancar de la masa informe, la espiral, el pliegue, el volumen de la figura. También puede elegir pensar el inverso: modelar barro o yeso, para obtener un molde en el que fundir una pieza que solo requeriría pequeños retoques de cincel con los que pulir los detalles.
   Todo parece indicar que Raquel Vázquez ha decidido optar en Paralelo 36, su segundo libro de relatos, por esta última técnica. Una artista común habría utilizado ese molde para, lícitamente —en un ejercicio de variatio—, clonar las figuras, para las que podría haber elegido distintas texturas o acabados. Ella, sin embargo, y tal vez para la perplejidad del lector, opta por hundir su cabeza en el interior de ese hipnótico molde, con la pretensión de escrutar y acariciar ese seno, a fin de analizar todas las aristas, rugosidades y heridas que se ocultan en ese vacío, en el Vacío. A través de estos dieciséis relatos, en los que el lector viaja, entre otros lugares, por Argentina, Chile, China, EE.UU., España, Italia o Japón, se desvelan las distintas formas en las que la mayoría de las personas viven o malviven o, simplemente, pasean su traumática existencia por el planeta Tierra. Ello convierte a Paralelo 36 en un pequeño (aunque ambicioso) tratado sobre el sinsentido de la vida contemporánea en un siglo XXI que parece haber globalizado el dolor del vacío.
   Tras este aserto, se podría suponer que en Paralelo 36 predominará la sátira. Raquel Vázquez renuncia a ridiculizar los comportamientos estereotipados de los que un lector común puede tener noticia en cualquier suplemento dominical. A ella le interesa escalar de la anécdota a la categoría, por eso su afán didáctico se ciñe a señalar que los paralelos no son líneas imaginarias; al contrario, son tan reales como las fronteras que traza la sinrazón de ciertos hombres que permite que se apilen, innúmeros, los cadáveres de hombres desconocidos (Ágnostos ántras). La que podría ser una lección de geografía política o, geografía [y] política, es, en realidad, una indagación sobre la terrible infamia que degrada al ser humano, que lo convierte en un ser vil, desconocido de sí mismo.
   «Es difícil construir una vida sobre oquedades» leemos en El final de los puentes, un relato clave para entender esta radiografía sobre los deseos humanos y su consecuente y permanente frustración: el adolescente protagonista, con un bachillerato bien asentado, filosofa citando a Heráclito o a los matemáticos Fleury y Euler, de los que extrae un aprendizaje vital: los caminos de la vida están interconectados, pero dado el primer paso, ya no es posible retroceder. Son muchos los relatos en los que Raquel Vázquez indaga sobre el arrepentimiento, sobre la impotencia, sobre la imposibilidad de revivir la vida o, algo que, éticamente, podría ser aún más gratificante, desvivirla, como desearía hacer Martina para evitar, sin su metafórica miopía, el abandono de un hogar violento y una madre a la que no supo ayudar.
   Son minoría los relatos protagonizados por parejas estables: El final de los puentes, El sol del membrillo, Esta alfombra no encaja, U.S. Route 69. En ellos, Raquel Vázquez tematiza la convivencia lastimada, la renuncia a los sueños y el consecuente distanciamiento, la desintegración de la pareja (y la persona), la traición amorosa y la autodestrucción. El hilo de Esta alfombra no encaja, deriva de Las torres de Hanói, el juego matemático inventado por Édouard Lucas, por el que sabemos que el éxito de todos proyectos de vida reside en «seguir el algoritmo correcto, encajar las piezas propias en las demás a través del orden adecuado».
   En la mayoría de los relatos se nos presentan más que relaciones truncadas, relaciones no nacidas: proyectos de vida que no concretaron su existencia al no ser correspondidos (Overflow); son muchos los personajes a los que acompaña la sensación de que su nombre nunca figurará en la lista (Durantula), que caminan dando «pasos que no llevan a ninguna parte» (Las torres de Hanói).
   El tiempo real, todos lo sabemos, pasa con firmeza trágica, inevitable; el tiempo de los sueños, pocas veces (tal vez nunca) llega, por eso, el que anhela, lamenta desde la lontananza que esos deseos nunca se aproximen, le duele verlos girar sobre sí como una incansable peonza (El sol del membrillo), alimentando la frustración y la sensación de derrota: la vida no vivida es contemplada así como una agónica y fatal pérdida de tiempo, o mejor aún, una agónica y fatal pérdida de el Tiempo. Vivir —leemos en (El sol del membrillo)— es una pérdida: «perder en forma de derrota, perder en forma de ausencia».
   Este dolor de vivir que atraviesa la médula de la mayoría de los personajes, promueve la consciencia de todos vivimos nuestras vidas, de espaldas unos a otros, o en paralelo. Le resulta difícil obtener provecho y placer en el acto de existir a aquel que piensa, como Bianca en En la pared un pájaro, que «siempre debería haber sido todo de otra forma»; a aquel que no se conforma con las carencias, mezquindades, y secreciones del fango tangible de la cotidianidad, porque tantas veces (¿por qué no decir siempre?) «la realidad es insuficiente» (Ummagumma).
   El lector percibirá, en principio, que los relatos se suceden de modo inorgánico; sin embargo, conforme avanza la lectura, la imagen de la aparente yuxtaposición de las piezas, se desvanecerá en favor de una estructura de líneas paralelas que confluyen en un punto de fuga: el último relato (en el que reaparecen como protagonistas, personajes secundarios de otros cuentos), el homónimo Paralelo 36, que contiene seis relatos de corredores que se ignoran, cada uno en su calle, peleando por una vida para la que no hay una feliz meta.
   Entre relato y relato, el lector podrá cerrar sus ojos y, desde la realidad de la ficción, sentir que «la mirada nos pesa porque éste no es el mundo que soñamos» (El sol del membrillo): al fin y al cabo, ineludiblemente, cuando se disipan los sueños, manchan de óxido las manos esos «cielos que creímos plata» y, casi siempre atraviesa nuestro pecho la saeta que nos envenena recordándonos que acabaremos olvidándonos de nosotros mismos, olvidaremos lo que no somos y, entre las cenizas, puede que permanezca tan sólo el pasado que nunca llegaremos a ser.
   «Termina el partido—leeremos en Bajo la piel—. Lo que no termina nunca es la derrota.»

frc

sábado, 18 de mayo de 2019

[NO SOLO YO...], Christian Bobin

No solo yo te echo en falta, también te extraña todo lo que veo.

CHRISTIAN BOBIN, El hombre alegría, La Cama Sol, Madrid, 2018, p. 46. 
&
Kilian Schönberger

martes, 16 de abril de 2019

[QUIEN NO SABE LO QUE QUIERE...], Miguel Ángel Arcas

Quien no sabe lo que quiere, quiere más.

Miguel Ángel Arcas
&
Erwin Blumenfeld

miércoles, 3 de abril de 2019

HACERSE EL MUERTO, Andrés Neuman


   En su tercer Dodecálogo de un cuentista, Neuman apunta que «exigirle unidad [a un libro de cuentos] «sería ponerle candado al laboratorio». Es cierto que el lector puede percibir en Hacerse el muerto dos tonos bien diferenciados: el elegíaco, que atraviesa las dos primeras secciones del libro (“Hacerse el muerto” y “Una silla para alguien”) y el satírico, que empapa el resto de las narraciones. Todos los relatos, sin embargo, se enredan en un hilo común: el relato de unas vidas vacías o que han sufrido una terrible amputación: el vacío por la pérdida del padre (Estar descalzo), la madre (el excelente Madre atrás, Madre música, Una carrera y Una silla para alguien) o el ser amado (Después de Elena); también hay otros vacíos: los de niño protagonista de Una rama más alta, que bien pronto descubre que no hay mayor decepción que ver cumplido el más anhelado deseo, el adolescente protagonista de Cómo nadar con ella, que ve, también, cómo Anabel acaba metamorfoseándose en una sirena (o bien cómo se puede desleír, sí, en el agua, un producto de su imaginación), los protagonistas (¿o el protagonista?) de Juan, José), unidos por su patética orfandad, fruto de un mal generacional, siendo hijos de padres que administran una hiperprotección desprotectora; los amantes de Las cosas que no hacemos (también unidos por el envés, por el vaciado, por lo no vivido), la mirona, que vive en un infierno familiar, y sabe que en su vida nunca pasa nada (nada bueno), u otro voyeur: un escritor que examina la vida de los demás por las prendas de ropa tendida, porque «sus cuerdas no se ven».
   Todos, en fin, (como también cualquiera de nosotros), exhiben su existencia como nadadores que pueden extender los brazos para descansar en el agua, como reos ante un pelotón de fusilamiento o seres despreciables que pueden empuñar una pistola para calibrar la cantidad de cobardía atesorada, o para matar a un niño.
   Tal vez porque «vivir odiando es mucho peor que morir queriendo», no hay mayor revelación que la consciencia de nuestra mortalidad cuando nos toca recoger, de manos de una enfermera, los zapatos y las ropas de nuestro padre en una bolsa de basura. Al menos, a partir de ese momento, podremos elegir entre, como decía Oscar Wilde, intentar vivenciar todos los momentos o simplemente existir. Malamente.

frc 










domingo, 31 de marzo de 2019

[EL DOLOR GRATUITO..., Andrés Neuman

El dolor gratuito de los demás nunca nos ofenderá tanto como su felicidad bien ganada.


ANDRÉS NEUMAN, Hacerse el muerto, Páginas de Espuma, Madrid, 2018, p. 24.
&
Chema Madoz

[LA CULPA ES INCAPAZ...], Andrés Neuman

La culpa es incapaz de compadecer: el culpable solo busca su propio alivio al atender al otro.



ANDRÉS NEUMAN, Hacerse el muerto, Páginas de Espuma, Madrid, 2018, p. 24.
&
Ryan Gander

sábado, 23 de marzo de 2019

ESTAR DESCALZO, Andrés Neuman


ESTAR DESCALZO


   Cuando supe que sería mortal como mi padre, como aquellos zapatos negros en una bolsa de plástico, como el balde con agua donde entraba y salía la fregona que restregaba el pasillo del hospital, yo tenía veinte años. Era joven, viejísimo. Por primera vez supe, mientras las estelas de claridad iban borrándose del suelo, que la salud es una película muy fina, un hilo que se evapora con el pasar de los pasos. Ninguno de esos pasos era de mi padre.
   Mi padre siempre había caminado de manera extraña. Veloz y al mismo tiempo torpe. Cuando iniciaba sus caminatas, uno nunca sabía si iba a tropezarse o echar a correr. A mí me gustaban esos andares. Sus pies planos y duros se parecían al suelo que pisaba, al suelo del que huía.
   Los pies planos de mi padre ya eran cuatro, se habían repartido en dos lugares distintos: en la camilla (unidos por los talones, ligeramente abiertos, evocando una irónica V de victoria) y dentro de aquella bolsa de plástico (a modo de recuerdo en los zapatos, imponiendo su molde al cuero). La enfermera me la entregó como se entregan unos desperdicios. Yo miré las baldosas, su tablero cambiante.
   Me quedé sentado ahí, frente a las puertas del quirófano, esperando noticias o temiendo las noticias, hasta que saqué los zapatos de mi padre. Me levanté y los puse en el centro del pasillo, como un obstáculo o una frontera o un accidente geográfico. Los posé cuidadosamente, procurando no alterar sus bultos originales, la protuberancia de los huesos, su forma ausente. Al rato la enfermera apareció a lo lejos. Atravesó el pasillo, eludió los zapatos y siguió de largo. El suelo resplandecía. De pronto la limpieza me dio miedo. Me pareció una enfermedad, una impecable bacteria. Me agaché y avancé a gatas, sintiendo el roce, el daño en las rodillas. Volví a guardar los zapatos en la bolsa. Apreté el nudo lo más fuerte que pude.
   De vez en cuando, en casa, me pruebo esos zapatos. Cada vez me quedan mejor.

ANDRÉS NEUMAN, Hacerse el muerto, Páginas de Espuma, Madrid, 2011.
&
Myeongbeom Kim

sábado, 16 de marzo de 2019

[LA BELLEZA TIENE...], Christian Bobin


La belleza tiene el poder de resucitar. Basta con ver y oír. Si en la vida no entramos en el paraíso, es por distracción, unicamente por distracción.


CHRISTIAN BOBIN, El hombre alegría, La Cama Sol, Madrid, 2018, p. 86.
&
Monika K. Adler

domingo, 10 de marzo de 2019

[AVANZAMOS POR LA VIDA...], Christian Bobin

Avanzamos por la vida con manos enrojecidas de criminal. El diluvio de nuestra muerte las blanqueará.

CHRISTIAN BOBIN, El hombre alegría, La Cama Sol, Madrid, 2018, p. 79.
&
Louis Stettner

viernes, 8 de marzo de 2019

[UN MODO SEGURO DE RECONOCER LA AUTÉNTICA BELLEZA...], Christian Bobin

Un modo seguro de reconocer la auténtica belleza es medir el odio que provoca. El rostro de Cristo, antes de ser ilustrado por los monjes de clausura, lo fue por el oro blanco de los escupitajos.

CHRISTIAN BOBIN, El hombre alegría, La Cama Sol, Madrid, 2018, p. 96.
&
Annibale Carracci



sábado, 9 de febrero de 2019

[SALISTE DE TI MISMO], Jorge Riechmann

Saliste de ti mismo:
deja la puerta abierta.

JORGE RIECHMANN, Ars nesciendi, Amargord, Madrid, 2018,p. 28.
Mirjam Delrue

jueves, 31 de enero de 2019

LOLITA: EL VATICINIO DE NABOKOV, FRC


   Hay libros que caben por entero entre sus dos tapas; allí se quedan, y de allí no salen. Hay otros que no caben entre sus tapas, que parecen desbordarlas; pasan años a nuestro lado, nos transforman, transforman nuestra conciencia. Hay, finalmente, una tercera clase de libros, aquellos que marcan la conciencia (y el modo de vida) de una generación literaria y dejan su marca en todo un siglo. Su «cuerpo» reposa sobre un estante, pero su «alma» ocupa el aire que nos rodea. A esos libros los respiramos, viven en nuestro interior.

NINA BERBEROVA, Nabokov y su Lolita, La Compañía, Buenos Aires, 2008, p. 13.


   Lolita, la novela de Nabokov, pertenece a esa clase de libros que conforman el imaginario colectivo; en palabras de Nina Berberova, «que marcan la conciencia […] en todo un siglo». El arte se sirve de la realidad, de igual modo que, en muchísimos casos, las obras de arte condicionan la realidad, determinando las conductas de personas que piensan, besan, gritan, ríen, fornican, golpean o sienten como los personajes de historias, que han visto —desde el siglo XX— en pantalla o leído (bien o mal leído); por eso emularán ser romeos, sanchos, donjuanes, quijotes, lazarillos; celestinas, julietas, o lolitas. También humberts.

   Cualquier persona mínimamente instruida sabe que cada sociedad lee el mundo (y en ese mundo un lugar determinante lo ocupa el arte) desde su mentalidad, desde sus prejuicios; por ello, tampoco nos debería sorprender que, siendo la nuestra una sociedad que tiende a la despersonalización de los sujetos, y se resiste a evitar la cosificación de las mujeres, haya lectores que puedan considerar que Lolita es una novela de amor, aceptando incluso de un mal amor. No debería sorprendernos cuando, todavía, en la contraportada de la última edición de Anagrama (Barcelona, 2018) se puede seguir leyendo que «la historia de la obsesión de Humbert Humbert, un profesor cuarentón, por la doceañera Lolita es una extraordinaria novela de amor». Siendo justos, conviene señalar que la cita sigue diciendo «en la que intervienen dos componentes explosivos: la atracción “perversa” por las nínfulas y el incesto». También siendo justos, conviene alabar la elección para la portada de la imagen de Henn Kim: la joven, que, en postura fetal, protege su cabeza de los golpes, ha sido atravesada por una manecilla —como la que daría cuerda a una muñeca—, rematada en unas punzantes tijeras. Una imagen muy alejada del icono de Sue Lyon chupando una piruleta (en algunas portadas, la metonimia convierte la piruleta en una vulva) o sosteniendo ante los labios un fálico lápiz rojo, o unos labios de niña dispuestos como una berlanguiana «sonrisa vertical».


   «Lolita no es una niña perversa. Es una pobre niña a quien corrompen y cuyos sentidos no ceden jamás bajo las caricias del inmundo señor Humbert…». Esto declara Nabokov a Bernard Pivot en 1975, veinte años después de la publicación de la novela; veintidós años antes de la segunda versión cinematográfica sobre Lolita, la de Adrian Lyne (1997), y trece años después del estreno de la de Stanley Kubrick (1962), la que, probablemente, globalizó mundialmente la iconografía de Lolita. En el primer fotograma, Kubrick exige que el espectador contemple una obediente mano adulta sosteniendo un pequeño pie desnudo en el que pinta, con disciplina y delectación, las uñas. Así se consagra el concepto que recoge la acepción de la RAE: Lolita, la Adolescente seductora y provocativa. Lolita, la hipersexualizada dominatrix.
   La Lolita de Nabokov es, ante todo, una novela excelente sostenida por el discurso verbal de un inteligentísimo y cultivado profesor, que se dirige a un narratario múltiple: el lector, los miembros del jurado, el periodista de sucesos o su víctima, la propia Lolita. Su historia, su versión de la historia, la ha escrito en prisión, en el plazo de 56 días; por lo tanto, conviene subrayar que esta perspectiva impone una reconstrucción de los hechos; reconstrucción que atañe también a la «agenda encuadernada en cuero negro», la por Humbert denominada «prueba número dos», cuyo hallazgo desencadenará la trágica revelación por la que Charlotte Haze abandona su casa y muere atropellada, dejando huérfana a su hija.
   Ese texto, el manuscrito encontrado del que nos habla John Ray Jr. en el falso prólogo —con el que Nabokov puede hacer creer que lo que el lector está a punto de leer es una historia real—, está escrito por un narrador en primera persona: un narrador no fidedigno. La óptica de la novela, es por tanto, subjetiva.
   Humbert Humbert elige qué decir y qué ocultar: son muy pocos los momentos en los que concede la palabra a Lolita. El lector habrá de esperar hasta la secuencia 32 (p. 172) para oír a Lolita decir:

   «—¡Puerco! — exclamó sin dejar de sonreírme dulcemente—. ¡Criatura repugnante! Yo era una niña pura como una perla, y mira lo que has hecho de mí. Debería llamar a la policía y decirle que me has violado. ¡Oh, puerco, puerco, viejo puerco!»
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 172. [trad. Francesc Roca]

   Su texto es muy pocas veces tímida confesión:
   «Porque cada noche —todas y cada una de las noches— Lolita se echaba a llorar no bien me fingía dormido».
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 217.

   Casi siempre es un alegato exculpatorio que pretende empequeñecer al voyeur, al fetichista, al secuestrador, al violador, al pederasta incestuoso, al asesino, detrás de la figura del amante puro que idolatra y venera.
   Humbert Humbert, enfermo mental confeso, admite haber pasado grandes temporadas en distintas instituciones que hoy denominaríamos psiquiátricos. También reconoce haber intentado dominar a su «monstruo» visitando prostíbulos en los que se acostaba con menores, haberse casado para librase de lo que denomina «mis degradantes y peligrosos deseos» o participar en «una expedición al Canadá ártico» para «registrar reacciones psíquicas».
   Conviene subrayar que Lolita es una novela compleja: permite al lector común transitar por su superficie, (ateniéndose principalmente a la trama de la historia), pero invita a un lector instruido a participar en la decodificación de todas las múltiples referencias intertextuales (parodias, autocitas, cultos juegos verbales…). Sirva para comprender esta estrategia, el ejemplo de Annabel Leigh, un nombre no elegido al azar, que a un lector avezado remitirá a Annabel Lee. En este último poema que escribirá Edgar Allan Poe, llora la muerte de una joven mujer hermosa a la que jura amor eterno y con la que querría fundirse en su tumba. Son muchos los estudiosos de la obra de Poe los que consideran que el referente real que motivó la escritura de esta desatada elegía, fue la precoz muerte por tuberculosis de su mujer, Virginia Eliza Clemm.
   Que Allan Poe se casara con su prima cuando ella tenía 13 años y él 27, le permite a Humbert proyectar en el lector la idea de que el origen de su pulsión erótica irrefrenable por Lolita (y ese tipo de niña que denomina nínfula), es una manifestación de puro amor romántico.
   El lector, atrapado por la empatía que destila el inteligente y sutil, pero también demagógico discurso de Humbert, se compadece de él y se conmueve al conocer lo que él presenta como el origen de su ninfulomanía: la traumática muerte (en su caso, el tifus) de su primer amor, su Annabel.
   Lo más importante de Lolita no es su historia.
   «¿Y si yo había hecho con Dolly lo mismo que Frank Lasalle, un mecánico de cincuenta años, hizo en 1948 con Sally Horner, de once?» se pregunta Humbert (p. 356), aludiendo al caso en el que Nabokov se inspiró: LaSalle raptó a Florence Sally Horner a los 11 años para convertirla en su esclava sexual durante un viaje de casi dos años por todo EE.UU.
   ¿Por qué Nabokov no se limitó a novelar esta historia truculenta? ¿Por qué no indagó en la psique de un simple taxista sátiro? ¿Por qué no eligió un narrador omnisciente como el que empleará Capote en 1959 para escribir A sangre fría, un relato de no-ficción que documenta, como podría haber hecho Nabokov con la historia de Sally Horner, el asesinato de cuatro miembros de una familia?
   Es evidente que Lolita es una novela que encierra sus claves interpretativas en la voz, la del omnipresente Humbert Humbert, capaz de bucear en la historia, en las leyes, en las prácticas sociales… para encontrar antecedentes que justifiquen su depravada conducta.
   «No soy un psicópata, un delincuente sexual que se toma indecentes libertades con un niño. […] Soy tu papaíto, Lo. Mira: este libro que tengo entre las manos es un manual científico acerca del comportamiento de las niñas. […] Cito: “La niña normal…” Normal, tenlo en cuenta. “La niña normal”, repito, “suele mostrarse ansiosamente deseosa de complacer a su progenitor».
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 183.

   «Vuelvo a citar: Entre los sicilianos, las relaciones sexuales entre padre e hija se dan por sentadas, y la niña que participa de tales relaciones no es mirada con desaprobación por la sociedad de que forma parte.” Soy un gran admirador de los sicilianos, excelentes atletas, excelentes músicos, hombres excelentes y rectos, Lo, y grandes amantes.»
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 184.

   Humbert Humbert es un esquizofrénico confeso: «el moralista que hay en mí eludía el problema ateniéndose a las nociones convencionales de lo que debe ser una niña de doce años. El psicoterapeuta infantil que hay en mí (un farsante, como lo son casi todos… pero esto no importa ahora) regurgitaba un picadillo neofreudiano y conjuraba a una Dolly soñadora y desaforada, en el periodo de “latencia” de su niñez. Por fin, el sensualista que hay en mí (un gran monstruo demente) no tenía nada que objetar a cierta depravación en su presa.»
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 153.

   Por eso uno de sus yoes puede reconocer, al final de su relato, su aberrante e indigno proceder en la violación sistemática y el secuestro: «a lo largo de nuestra singular y bestial cohabitación se había hecho cada vez más claro, para mi convencional Lolita, que aun la más miserable de las vidas familiares era preferible a aquella parodia de incesto que, en definitiva, fue lo único que pude ofrecer a la pobre huérfana.»
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 353.

   Una de las riquezas de Lolita está, pues, en la prospección psicológica del enfermo o el perverso Humbert y sus otros yoes, entre los que podríamos incluir a Clare Quilty.
   Nina Berberova escribe en Nabokov y su Lolita: «Lolita […] es también una novela sobre el doble, el doble-rival, el doble-enemigo, al que no se mata en un combate leal, ni en un duelo honesto, sino después de una escena cómica, grotesca, en un estado semiinsconceinte, casi bestial, y en presencia de otros animales igual de alelados; todo eso para librase de sí mismo, para salir del infierno, para matarse a sí mismo en el doble.»
NINA BERBEROVA, Nabokov y su Lolita, La Compañía, Buenos Aires, 2008, p. 41.

   Clare Quilty es el monstruo que aflora con el monstruo de Humbert: no es casualidad que aparezca en escena en la primera noche de su planificada violación. Humbert Humbert y Clare Quilty comparten una misma inclinación: gozar sexualmente a través de la posesión y el poder: el poder del que contempla a niñas desvalidas (o narcotizadas), trasuntos de muñecas manipulables que han de dejarse hacer. Ambos escapan del espejo, porque el espejo muestra el estrago del tiempo y revela su miedo común a envejecer. Es ese miedo al espejo, el que sitúa a Humbert frente a su vergonzante doble, Quilty, al que decide eliminar porque, tal vez carezca de arrojo para matarse a sí mismo.
   No es posible ignorar todas las polémicas que rodean a Lolita. Muy pronto el propio Nabokov pidió que se anexara a la novela Acerca de un libro llamado Lolita, el epílogo en el que defiende su obra como un artefacto verbal que opta al estatuto de obra de arte (y a buena fe que lo consigue) para despertar en el lector simplemente placer estético.
   Lolita no fomenta la cosificación de la mujer ni exalta la depravación ni elogia al loco. No es una novela misógina ni una fábrica de clonar Lolitas.
   La mejicana Ana V. Clavel demuestra en Territorio Lolita (Alfaguara, México, 2017) que Nabokov no inventa nada. Su mérito (o su fortuna) acaso sea haber puesto nombre (o haberlo actualizado: antes de Lolita, existía el nombre Josefina1) a un estereotipo, el de la enfant fatal, del que, lamentablemente, ya dan cuenta los cuentos populares de todo el planeta como, por ejemplo, principalmente en Europa, Caperucita roja.
   Clavel, en su interesante capítulo “La antigua era Victoria’s Secret” señala que el ambiente represor de la moral victoriana, junto con «un capitalismo industrial feroz que obligaba a muchas niñas y adolescentes a ejercer la prostitución» y “la creencia mágico-popular de que las vírgenes no sólo no contagiaban las enfermedades venéreas, sino que incluso las curaban», aumentó exponencialmente la prostitución infantil. Carmen o Salomé, mujeres fatales sobre las que escribieron Prosper Mérimée o Oscar Wilde, abren la puerta a Alicia.
   Ese es el ambiente en el que no extrañaba que el pintor Aubrey Beardsley adorara a las niñas, o el escritor John Ruskin rechazara a su esposa Effie Gray (de la que se había enamorado cuando ella tenía doce años y con la que se casó al cumplir esta diecinueve) la noche de bodas, «horrorizado al contemplar el vello púbico de su joven esposa». Dado que todo el mundo conoce la enfermiza obsesión del diácono anglicano Lewis Carroll, bastará recordar esta inequívoca cita del propio Nabokov:
   Yo siempre lo llamo Lewis Carroll Carroll porque él fue el primer Humbert Humbert.
   La iraní Azar Nafisi publicó en 2003 Leer Lolita en Teherán. No entiendo por qué nosotros tendríamos que dejar de leer Lolita. Es más, considero necesario que los jóvenes (tanto ellos como ellas) lean críticamente esta obra que anticipó un mundo adultescente que consagra la niñez como la edad admirable; un mundo que ha normalizado la precoz sexualización de los jóvenes y que promueve pautas de conducta, también sexuales, que degradan al otro (recuérdese que todas las sombras de Grey de la autora británica E.L James, han convertido el sadomasoquismo en una postal kitsch), un mundo en el que el turismo sexual infantil, está sufragado por inocentes ONG’s o ejércitos de intermediación. Un mundo en el que las cámaras web o las pantallas facilitan el voyerismo.
   Conviene seguir leyendo (críticamente) Lolita para permitirle a las jóvenes elegir qué tipo de mujer querrán ser y sobre todo, para prevenir a los jóvenes de que uno de los nombres del mal es doble: Humbert Humbert. 

Francisco Rodríguez Coloma 


domingo, 27 de enero de 2019

[HAY LIBROS QUE CABEN...], Nina Berberova

Hay libros que caben por entero entre sus dos tapas; allí se quedan, y de allí no salen. Hay otros que no caben entre sus tapas, que parecen desbordarlas; pasan años a nuestro lado, nos transforman, transforman nuestra conciencia. Hay, finalmente, una tercera clase de libros, aquellos que marcan la conciencia (y el modo de vida) de una generación literaria y dejan su marca en todo un siglo. Su «cuerpo» reposa sobre un estante, pero su «alma» ocupa el aire que nos rodea. A esos libros los respiramos, viven en nuestro interior. 

NINA BERBEROVA, Nabokov y su Lolita, La Compañía, Buenos Aires, 2008, p. 13.
&
Balthus 

lunes, 21 de enero de 2019

[LA PEOR DESGRACIA...], Miguel Torga

La peor desgracia que le puede acontecer a un artista es el empezar por la literatura en vez de empezar por la vida... Sólo la experiencia, el dolor y el trabajo le traen dignidad a una obra literaria.


Miguel Torga
&
Hans-Peter Feldman

viernes, 4 de enero de 2019

[MIENTRAS DURA LA VIDA...], Francisca Aguirre

Mientras dura la vida, ¿dónde se esconderá la muerte? Debe de haber un error en algún sitio, una equivocación, algo descolocado. ¡Ay, la insistencia del desorden! ¡La terca obstinación pautada dentro del caos! ¡Ay, la persecución de una rara armonía mientras la muerte horada con sus dientes el antiguo rescoldo de la vida! Algo late con ritmo acelerado y la muerte se esconde avergonzada como si recordase que una vez tuvo madre. Y corre hacia ninguna parte a decirle a mamá que la perdone, que ha sido sin querer que todo es un descuido pero que esta sera la última vez, que ha sido sin mala intención. Y se va de puntillas con la cabeza gacha murmurando que la culpa no es suya.

FRANCISCA AGUIRRE, Ensayo general, Calambur, Madrid, 2018, página 581.
&
Erwin Olaf