viernes, 27 de noviembre de 2009

DOS, Miguel Ángel Zapata


Dos

Me llamo Wu.
Me llamo Wei.
Soy una persona optimista y francamente emprendedora.
Soy una persona pesimista y definitivamente pasiva.
Tengo sueños azucarados de hadas y duendes y elefantitos rosa.
Tengo terribles pesadillas de incestos, suicidios y monstruosas deformidades.
Vivo unido a mi hermano Wei por la nuca, dándonos la espalda como en un duelo, mochilla irremediable el uno del otro.
Vivo unido a mi hermano Wu por la nuca, dándonos la espalda como en un duelo, mochilla irremediable el uno del otro.
Mi hermano Wu me roba los sueños.
Mi hermano Wei me roba los sueños.
No soy Wu.
No soy Wei.


Miguel Ángel Zapata





Juan Jacinto Muñoz Rengel [editor], Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual, Salto de Página, Madrid, 2009, página 379.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

CUADRILLA, Carlos Drummond de Andrade

Cuadrilla

Juan amaba a Teresa que amaba a Raimundo
que amaba a María que amaba a Joaquín que amaba a Lili
que no amaba a nadie.
Juan se fue a los Estados Unidos, Teresa entró a un
convento,
Raimundo murió en un desastre, María se quedó soltera,
Joaquín se suicidó y Lili se casó con J. Pinto Fernández
que no había entrado en la historia.


CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE

martes, 10 de noviembre de 2009

[ASCENSORES], Belén Gopegui / GELINES, Lucía Abarrategui

Yo estaba en la parada de autobús como esa expresión que me gusta: a verlas venir. Aunque mi hora de llegada era las once y media, podía no haber vuelto. Vi a una chica de mi edad que se bajó y decidí se­guirla. Anduvo hasta un portal. Mientras ella abría con su llave, le dije:
—Perdona, ¿puedo pasar contigo?
Me miró mosqueada. Luego se encogió de hom­bros:
—Sí, pasa.
Entramos y subí con ella en el ascensor.
—¿A qué piso vas?
—A ninguno.
Mirada de mosqueo otra vez. Ella iba al quinto. En el tercero, le dije:
—Me gustan los ascensores.
La chica puso cara de a mí qué. Llegamos a su piso. Salió y no dijo nada. Supongo que pensó que yo estaba mal de la cabeza. Yo también lo he pensado, pero sé que no lo estoy. Estar mal de la cabeza es una verdadera putada. Un amigo mío tuvo un brote es­quizofrénico. Y lo pasa fatal. Ha adelgazado mucho. Ya no va a clase. Tiene que tomar un montón de pas­tillas que le dejan como a la mitad de todo. Oye vo­ces. No es ninguna broma. Oye voces que le dicen lo que debe pensar. Así que cuando estás con él, no pue­de hacerte caso porque está atento a las voces que igual van y le dicen que tú te dedicas a la magia ne­gra, y entonces él quiere pegarte, o le dicen que estás muerta de hambre y él insiste en ofrecerte comida, y a veces al mismo tiempo se acuerda de que esas voces existen y trata de hacer como que le dan igual que no es verdad que le den igual y tú lo notas. Es una putada enorme. A lo mejor pueden curarle. Ojalá que puedan. Siempre me acuerdo de él cuando me da por jugar a la locura y cosas así. Y no juego. Si los ascensores me gustan es porque no son la calle, pero tampoco son casas cerradas de los demás.
Me quedé dentro del ascensor mientras me pre­guntaba cómo sería la casa de esa chica, cómo serían sus padres. A lo mejor no eran unos padres de los que piensan que hay alguien detrás. A lo mejor eran de esos padres, en algún sitio tienen que estar, ¿no?, que saben que son adultos, que son responsables, que ELLOS son los responsables de lo que está pasando.
Salí otra vez a la calle.

BELÉN GOPEGUI, Deseo de ser punk, Anagrama, Barcelona, pp.40-41.



Salí de aquel bar y me entraron muchas ganas de subir a un ascensor. Supongo que tengo un poco de eso que llaman agorafobia, aunque no mucha. En realidad, nunca he estado en una gran llanura, en un desierto, en una explanada inmensa, así que no sé lo que me pasaría. Pero a veces la calle me da mal rollo, me parece que estoy en un laberinto, que tuerza por donde tuerza nunca podré salir, y pienso en el ascen­sor como en una salida vertical, o como en un aguje­ro negro. Entras, subes, bajas, parece que vuelves al mismo sitio, pero no, sales a otro universo donde es­tán las mismas calles de la misma ciudad pero en rea­lidad son otras, porque vas a encontrarte con otras personas y porque te pasarán cosas distintas de las que te habrían pasado si no hubieses cambiado de universo. Seguí andando mirando a lo lejos y hacia arriba. Torcí a la derecha en diagonal porque por ahí se veían algunos edificios de más de siete pisos. Todos cerrados, pero bueno. Llamé al telefonillo de uno.
—Hola, soy una amiga de Paula y me he dejado el móvil, ¿me puede abrir? Es que en casa de Paula pare­ce que no oyen el telefonillo.
Coló a la primera. Otras veces, en cambio, tengo que inventarme más de tres historias. Entré y fui al as­censor. Tenía un espejo grande y el suelo como de mármol falso. Me quedé de pie. Había nueve pisos. Di al octavo. Metí las manos en los bolsillos y vi que tenía el mp3. Como había salido así de casa, sin coger nada, pensé que no lo tenía. Tampoco solía oírlo mucho.
Vera está siempre vagando por páginas de tuenti y por todas partes buscando grupos y temas. Yo me cansé. Casi solamente tengo lo que ella me pasa, y otros dos amigos de clase. Es que un día estaba buscando y pensé que era como mirar en la guía de teléfonos. No quería encontrar mi música mirando en la wikipedia o algo parecido. Así que decidí que con lo que ellos me pasa­ban ya tenía suficiente. Cuando llegué al octavo, di al segundo y me puse a oír la primera canción que me sa­liera. Vaya, los Beatles. No sé por qué ahora les ha dado por los Beatles. Me tocó «I wanna hold your hand». De acuerdo, es mona, entrañable, diría mi tía, pero hoy, no sé, hoy es también una soberana tontería, ¿te imaginas a alguien a quien de verdad le guste la música componiendo hoy una canción así? Desde el segundo di al séptimo y ahí fue lo peor, «Lucy in the sky». «Lucy in the sky with diamonds» es una canción infumable, el organillo parece sacado de una feria, las guitarras suenan a destiempo... Un churro, y resulta que, según Émil, se hizo famosa porque supuestamente Lucy Sky y Diamonds hacían referencia al LSD y eso significaba que los Beatles estaban «en la onda». Pues sí que me importa mucho. Vale, «Let it be», «Come to­gether», no están nada mal. Pero hay otras que dan vergüenza ajena, «All you need is love», «Ob-la-di, ob-la-da», son infumables. A mí quien mejor me caía y quien más me gustaba era George Harrison, tal vez porque era el que menos pintaba allí. Mi hermano siempre me decía: ésta es de Harrison. Me encantan «Something», «Here comes the sun» y «While my guitar gently weeps», aunque tampoco sean mi música. ¿Lo era AC/DC? Se me había quedado dentro aquella gui­tarra, y la voz de Bon Scott, y todo el tema. Pero no lo tenía en el mp3.
Di al noveno, y nada más llegar me llamaron. Es lo malo de los ascensores, siempre llama alguien y tie­nes que bajar. Encima entró un tipo superborde, uno de esos señores mayores con chaqueta de caza o algo así. Se fijó en que yo no le había dado a ningún piso.
—¿Bajabas?
No podía decirle que no, que iba al noveno, por­que tenía pinta de ir a preguntarme a casa de quién.
—Sí —dije—. Buenas tardes.
Le molestó que fuera educada. Yo tuve suerte por­que después de los Beatles venía «Knock me down» de Red Hot Chili Peppers. Me gusta esa mezcla de funk, rock y metal, y el estribillo de «Knock me down» me hizo hasta reír; ese tipo que me había bajado del nove­no me miraba con la cara de mi padre cuando está más harto y desesperado de mí, y yo, mientras, oía:
«Si me ves haciéndome poderosa, si me ves subiendo, derríbame, derríbame, derríbame, yo no soy más gran­de que la vida, I’m not bigger than life.» En esto llega­mos, el señor me abre la puerta para que pase y yo le digo:
—Pase usted primero, por favor.
El hombre echa a andar pero vuelve la cara hacia mí, mosqueado. Me dan ganas de quedarme dentro del ascensor, que llame al portero y vengan a sacarme. Me dan ganas de que me sujeten y me empujen y de empujar y dar patadas, quiero pelearme con alguien y por eso creo que me ha gustado AC/DC, porque quiero gritar y hacerme sonido en los altavoces y estrellarme contra los cuerpos y las ventanas y que una parte de mí salga fuera del edificio, del concierto, del lugar donde se oye la música y siga avanzando, y lle­gue a donde están todos los cabrones de mierda que hacen que la vida nos duela a los demás, y les lance muy lejos por los aires. Me acuerdo de la lengua de los Rolling: es lo que me gustaría, sacarle la lengua a este individuo que debe de llevar más de dos mil euros puestos sólo en ropa. No un poco de lengua, como hacen los niños, sino esa lengua entera de los Rolling; luego, largarme dejándole ahí escandalizado por cómo somos los adolescentes. ¿Y al final qué? Al final una bola de nieve imaginada estallando contra su pecho. Al final una canción que se queda dentro. Al final «it’s so lonely when you don’t even know yourself”. Pero odio darme pena, así que le dije una cosa, ¿sabes? Le dije:
—¿Qué piensa usted de la audición humana?
Echó a andar más deprisa. Seguramente no llegó a dar significado a mis palabras, y menos todavía a pensar una respuesta. Pero también dejó de juzgarme. Le asusté. Chica rara, drogas, miedo, socorro, eso fue lo que debió de pensar. Sin embargo, yo se lo pre­guntaba en serio. La audición humana es increíble, y mucho mejor que la condición humana, aunque sue­ne parecido. Sobre la condición humana cualquiera dice lo primero que se le viene a la cabeza: que en el fondo todos llevamos un asesino dentro o un héroe o un mediocre o yo qué sé; que en las situaciones de emergencia nos volvemos unos vándalos, o muy generosos, o muy cobardes o valientes o las dos cosas. Que en el fondo lo que tenemos es un pozo sin fondo o sólo unos cuantos años de vida. Que la muerte y el sexo, que el dinero y la felicidad, que el arte y el dine­ro, que la tristeza y el sexo, que el daño y el hedonis­mo. Por mí, que digan. De la audición humana, en cambio, no pueden hablar por hablar.
BELÉN GOPEGUI, Deseo de ser punk, Anagrama, Barcelona, pp. 91-95.

LUCÍA ABARRATEGUI, Gelines, Santiago de Compostela, 2009.


DESVÍO POR OBRAS: Morfología 

martes, 3 de noviembre de 2009

jueves, 29 de octubre de 2009

29 DE OCTUBRE DESPEJADO, Jimmy Liao




29 DE OCTUBRE DESPEJADO



¿Pudo oír a medianoche que, de repente,

empezaban a tocar el piano?

¿Era Bach, Mozart o Chopin?

Era una melodía angelical,

tan maravillosa,

pero al mismo tiempo tan monótona,

que la gente de hoy no pudo evitar caer

en otro sueño incoloro.



JIMMY LIAO, Hermosa soledad, Barbara Fiore Editora, Barcelona, 2008.



http://barbara-fiore.com/index.php/libros-archivos/hermosa-soledad/


jueves, 22 de octubre de 2009

LA NOCHE DE LAS DOSCIENTAS ESTRELLAS, Nicolás Casariego Córdoba

Cuando conocí a mi madre yo tenía treinta años y ella veinticinco.

Primero fuimos a una fabulosa heladería. Llegamos en su coche amarillo, uno de esos nuevos que anuncian por televisión: se ve el automóvil corriendo a toda mecha por una carretera estrecha rodeada de verde; suena una música preciosa de piano, empieza a llover a cántaros, a granizar, caen rayos, el asfalto se moja y está resbaladizo, pero el coche sigue navegando igual de rápido y seguro; incluso esquiva con facilidad una piedra enorme que está plantada en medio de la calzada, amenazadora; el anuncio me gusta mucho, aunque hace tiempo que no lo ponen. Mi madre tiene buen gusto para los automóviles.

La heladería era muy grande, de colores, llena de luces y de señoritas de uniforme blanco y con un gorrito azul, muy graciosas. A mi madre la conocían, era cliente habitual, según me dijo. La llamaban Inés, no sé por qué. Ella se llama Isabel. Cuando se lo hice notar me sonrió y cambió de tema.

Aparte de los helados, que eran inmensos (había uno de cinco bolas de distintos sabores y cubierto de nata), también podías tomar perritos y hamburguesas. Se me hacía la boca agua, pero como el Sr. Director me había ordenado que no llamase la atención ni pidiese demasiadas cosas, me callé. Ella, que es listísima, se dio cuenta, y me invitó a un perrito con dos salchichas y a una hamburguesa especial. Le comenté que era mucho más rico que la comida de la residencia, y ella soltó una carcajada que hizo que todos se quedaran mirándola, y yo me asusté un poco, pero a ella no le importó lo más mínimo. Mi madre es muy valiente, siempre se está riendo por todo. Yo me río poco, todo lo más sonrío veladamente, porque a los vigilantes no les gustan las risitas: se creen que nos reímos de ellos y nos sacuden un poco.

Mientras comía, esforzándome para que no me cayesen churretones de ketchup en la camisa (no lo logré), ella me preguntó qué me parecía el plan de la tarde: la heladería, el paseo que íbamos a dar, el cine al que me iba a invitar. Yo me quedé callado, madurando la respuesta, que es lo que dice el Sr. Director que hay que hacer. Ella me repitió la pregunta, impaciente, y yo le respondí con aquella frase de una película de vaqueros muy buena, en la que el bueno le contesta al malo cuando ve que está rodeado de bandidos (le han tendido una celada): «Ya nada me impresiona». Quería impresionarla, pero ella se apenó un poco y me rogó que acabara rápido, que íbamos a llegar tarde al cine. Yo me sentí fatal y me empecé a agobiar. Ella pagó y salimos. En la puerta, que daba a un parque situado al otro lado de la calle, un parque lleno de árboles, verdes algunos, con flores blancas otros, le dije que sentía mucho mi comentario anterior, que yo era un simple y un desconsiderado, que el plan era estupendo y que todo allí fuera era sorprendente. Ella recuperó la sonrisa, y por un instante que no olvidaré jamás, me cogió con suavidad la mano, y yo me puse rojo porque sentí algo muy raro que me recorrió el cuerpo, pero ella la retiró, avergonzada. Seguro que estaba avergonzada de mí, porque tengo las manos permanentemente sudadas y calientes. Según el médico de la residencia es un problema de circulación y no tiene mayor importancia. Asegura que tengo otros más graves. Cuando me dice eso, sonríe de lado con media boca, y me pone de los nervios, me dan ganas de tirarle por la ventana, pero me contengo.

La calle parecía la cola de la residencia a la hora de la sopa, aunque con la gente más animada. Lo mejor era la ropa de los viandantes, de colores chillones, y los niños, tan pequeños y tan sabios. Había uno rubito que debía de ser inglés, de unos tres años, iba de la mano de su madre, una señora muy tiesa que lucía una pamela, y aunque parezca increíble, el mocoso hablaba el inglés perfectamente, o al menos no parecía costarle demasiado. Jamás vi cosa igual.





Pronto se hizo de noche, suele ocurrir en invierno. Las figuras estaban rodeadas de una especie de neblina, parecían mágicas. Mi madre, a la vez que caminaba, me contaba cosas: qué vendían en las tiendas, qué hacía la gente, cómo se divertía ella la tarde del domingo... Es una pena que no recuerde con detalle todo lo que me dijo, pero yo andaba más pendiente de no tropezarme con la gente y de no pisar mierdas de perro que de escucharla. De lo que estoy seguro es de que me comentó que a ella le «privaba» (utilizó esa extraña palabra) quedar con sus amigos por la tarde en un café y charlar hasta el anochecer, tomándose una caña. Dudo que fuese verdad. Si sus amigos son como mis compañeros de aquí dentro, sería imposible pasarlo bien hablando con ellos. Algunos no sueltan prenda, sólo babean, y otros se pasan la vida pinchándote y soltándote guarradas hasta que te hartas y montas el pollo. Lo único que merece la pena durante el tiempo libre es ver la televisión. Me gustan las películas, los documentales de animales salvajes y los concursos, porque la gente está feliz y siempre dan muchos regalos. Odio las telenovelas, porque no entiendo nada. Yo creo, volviendo a lo de los amigos de mi madre, que debe de ser un poco como lo que me pasa con mi hermano, el Pluma (el Sr. Director dice que no es mi hermano, pero yo ya conozco sus trucos. Siempre jodiendo el Sr. Director). Con el Pluma me paso todo el tiempo charlando y disparatando. Me encantan sus poesías, y sobre todas aquella de «La comida me la fuma, los cigarrillos me la fuman, tu jeta me la fuma», y así sucesivamente. Sólo cambia el sujeto, y una vez escribió en el comedor, con mostaza, «El Sr. Director me la fuma». Se pasó un tiempo castigado, aunque el Sr. Director no paraba de repetir hipócritamente que no era nada personal, que debía hacerlo para su curación. Nos reímos un rato. Es un buen poeta.

La acera del cine Fantasio estaba abarrotada. Según mi madre, era normal, el domingo todo el mundo va al cine. Se ve que la imaginación no es uno de los puntos fuertes de la gente.

Durante el paseo yo había estado cavilando. Me preguntaba por qué era la primera vez en quince años que mi madre me hacía una visita, teniendo en cuenta que no paraba de asegurarme que estaba encantada conmigo y que si me portaba bien repetiríamos plan a menudo. Es gracioso lo de portarse bien. Como dice el Sr. Director, se trata de no hacer el capullo. Aquí dentro todos acabamos por hacer el capullo, de un modo u otro. Nos pasamos la vida a prueba y con objetivos marcados por ellos a corto y a largo plazo, objetivos que jamás se cumplen y se olvidan con el tiempo, siempre hay algo que fastidia su logro. Sólo conozco un caso de alguien que haya conseguido salir para no volver: el Manco. Una tarde llegaron sus hijos y lo metieron en un coche. Según el Sr. Director estaba curado y era un ejemplo para todos nosotros. A mí no me engaña. Yo, y como yo, los demás, lo vimos la noche anterior tirándole la comida a un vigilante e intentando clavarle un tenedor de plástico. Se rumoreó en su momento que se lo llevaron por lo de la pensión que cobraba. Hay que ser imbécil para cargar con el Manco por un puñado de perras, porque yo jamás he conocido un tipo con tan mala leche como él. Decía que era porque de pequeño le cortaron la mano con una máquina de segar, de un tajo, allá en su maldito pueblo. Desde entonces, su único objetivo en la vida fue joder al personal, y él sí que lo consiguió.

El caso es que yo, harto de darle vueltas a lo de la pregunta, se la solté. Ella acababa de volver de la taquilla con las entradas, fila diez y centraditas, comentó. Y se la solté, sin más. Tartamudeé un poco, como siempre que me pongo nervioso, pero ella comprendió cada palabra, y sus ojos se apagaron como una vela al recibir un soplo de viento. Tardó en contestarme, y me agarró del brazo, sus dedos me apresaban con fuerza. Al fin habló, con una voz que me recordó las letanías nocturnas de algunos en la residencia. Me contestó que ella no se llamaba Isabel, sino Inés, y que no era mi madre, sino una estudiante que se había ofrecido para acompañar a la gente con problemas y proporcionarles una alegría. También me dijo que mi madre se había marchado hacía ya mucho tiempo, y que cómo iba a ser ella si tenía veinticinco años y yo treinta. Yo le escuché sin interrumpirla, aunque sabía que todo era falso, salvo la edad. Y en cuanto a que yo fuese mayor siendo su hijo, cosas más raras he visto aquí dentro. Seguramente el Sr. Director, que está en todo, le obligó a utilizar esa patraña para que no disfrutásemos de la salida, amenazándola con algo sucio. A mí también me endosó en su despacho un discursito rimbombante e insoportable la víspera, mientras mordía insistentemente la patilla de su gafa. Creo que el Sr. Director necesita un psiquiatra.

Yo, que no deseaba discutir, me callé. No quería estropear esa noche, nuestra noche. Durante el rato que esperamos a entrar en el cine, mi madre tampoco habló. Parecía triste, quizá porque sabía que no estaba bien mentir, y juro que jamás vi ni veré una mujer tan bella como ella en mi vida. Sus ojos oscuros estaban llorosos, velados por una película de líquido lacrimal. Su boca estaba pintada de rojo, entreabierta, para permitirle suspirar y las aletas de la nariz se abrían y cerraban con rapidez, de un modo muy gracioso y coqueto. Sus manos jugueteaban con las entradas, doblándolas en pedacitos cada vez más pequeños. Yo, un poco avergonzado por mi conducta, la miraba de reojo, con detenimiento, y pensaba que a quién no le gustaría tener una madre tan bonita y agradable como ella, aunque fuese un poco mentirosa. Cuando llegó nuestro turno, le entregó las entradas al acomodador, que las desplegó como un acordeón y susurró algo feo. Ella quiso darle una propina, pero yo no se lo permití porque el señor no había sido amable con ella. A mi madre le hizo gracia.

La película ya la había visto. Era de acción, de policías y ladrones. El policía había sido suspendido en sus funciones porque estaba un poco loco desde que el malo mató a su mujer (a traición). Se lleva fatal con su jefe, que siempre está fumando puros, blasfema y jura en vano. De repente, hay una serie de horribles asesinatos cometidos por el malo, que ha vuelto a la ciudad. Al protagonista le llaman y le devuelven la placa, pues aunque esté un poco ido, sigue siendo el mejor. Le asignan como compañero a una chica muy guapa y más joven que él. Él la desprecia y están siempre discutiendo. Juntos pasan muchas aventuras y al final él acribilla a balazos al malo en un duelo cara a cara (la chica se había desmayado). Aparece el jefe, con el puro, y le felicita, aunque él ni le mira, y los periodistas le hacen muchas fotos. Ella se despierta y se besan (en realidad estaban enamorados), y la imagen se funde con los dos de la mano, alejándose de la cámara, juntos y felices. Fin. Lo mejor de la película fue observar la cara de mi madre mientras la veía. No cerró los ojos ni una vez en toda la sesión, y cuando salía el malo apretaba los dientes como si le fueran a quitar algo que estuviera mordiendo. Tampoco estuvieron mal las palomitas y la Coca-Cola.

Salimos fuera y me preguntó que qué me había parecido. Yo le confesé que ya la había visto, y más de una vez. Ella me dijo que era imposible, que la acababan de estrenar el día anterior. Yo le repetí la verdad y ella meneó la cabeza sin creerme. Sonrió cuando le expliqué que la había visto seis o siete veces, aunque las caras eran distintas. Acabó por darme la razón.

Nos hallábamos en la acera. Una brisa helada cortaba el rostro. El cielo estaba cubierto. Del cine salía una riada de gente comentando la película y riendo, y a un lado había una cola larga como culebra de río que se perdía tras la esquina de la calle. Notaba cierta indecisión en mi madre, como si no supiese qué iba a ocurrir en ese momento. Y entonces apareció ese tipo.

Era pequeño y malcriado, con la cara afilada, vestía traje de chaqueta y olía demasiado bien. Se plantó frente a nosotros y empezó a gritar con su voz de pito. De entrada me llamó gilipollas. A mi madre le preguntó que qué coño hacía yo con ella, que quién era. Ella le respondió que se tranquilizase. Yo apreté los puños. Él la llamó zorra. Yo lo vi todo negro.

Cuando recuperé la vista lo tenía agarrado por el cuello, con mi rodilla sobre su pecho, y su cara parecía una manzana pocha. Mi madre, histérica, tiró de mí hacia atrás y yo tuve que dejar al tipo en paz. Se había formado un grupo de curiosos que me miraban como si yo fuese un bicho raro. Me recordó a la mirada de algunos médicos.

Mi madre me cogió del brazo y me sacó de allí. Yo oía a mis espaldas los gritos del enano. Un hombre trató de detenerme, pero yo le propiné un empellón y él se abstuvo de intentarlo de nuevo. Llegamos al coche y mi madre rompió a llorar. Me dijo que estaba mal de la cabeza, y creí morir. Con dificultad, le contesté que no había sido culpa mía, que el tipejo ese la había insultado. Ella me volvió a mentir: dijo que el enano ese era su novio. Luego se tranquilizó, quizá porque ya no le quedaban lágrimas. Dijo que debíamos regresar.

Durante el viaje de vuelta nos mantuvimos en silencio. Llovía. Sólo se oía el parabrisas, chac, chac, chac. Puse la música y ella la quitó. Estaba enfadada conmigo. Al rato, recuperó la sonrisa, una sonrisa llena de ternura, o de melancolía, o de tristeza, o de las tres cosas a la vez. Encendió el aparato. Ponían música clásica. Al Sr. Director le gusta que la escuchemos: dice que amansa a las fieras. A mí me encanta. Yo a cada kilómetro moría un poquito. Ya olía la lejía.

Mi madre detuvo el coche frente a la verja de la residencia, y el vigilante la abrió. Entramos. Una sensación espantosa se apoderó de mí. No podía respirar. Me ahogaba. Ella, al verme, frenó y se echó a un lado del camino de grava. Había dejado de llover. Las nubes se habían abierto, y el claro que habían dejado estaba punteado de estrellas. Por mi cabeza desfilaban ideas extrañas. No sabía qué hacer para no perder los nervios. Ella tenía la cabeza gacha, no podía ver su rostro, quizá trataba de lograr hacer salir la última lágrima. Empecé a contar estrellas en alto, como hago siempre que las veo, para relajarme. Una estrella, dos estrellas, tres estrellas... Cuando iba por veinte oí su voz, que se unió a la mía. Sentí una alegría especial, serena, desconocida para mí. Llegamos a contar hasta doscientas, allí, al borde del camino, solos ella y yo. A las doscientas, paré. Ella me preguntó que por qué no continuaba. Yo le respondí que no había más, que las había contado todas. Ella se rió de veras, dejándose llevar. Yo ya estaba tranquilo. Arrancó y llegamos al final del trayecto, frente a las escaleras de la residencia. Me sentía triste y feliz a la vez. Ella se giró hacía mí y me miró fijamente con sus ojos oscuros. Adiós, Martín, me dijo. Yo le pregunté si nos veríamos otra vez. Sabía que ellos no me dejarían, por lo del tipejo. Ella me respondió que iba a ser difícil, pero que nunca se sabe lo que va a pasar mañana. Yo le agradecí ese día tan maravilloso, y ella me besó en la mejilla, un beso fugaz, huidizo, pero sentí sus labios como un latigazo. Me dejé crecer la barba: he apresado su beso, jamás podrá escapar.

No la he vuelto a ver. El Sr. Director dijo que no pasé la prueba, con esa manera de hablar tan comprensiva y hueca. Eso sí, recibo exactamente cada dos meses una carta de mi madre, contándome cosas y animándome a seguir luchando, aunque no sé contra qué o quién lucho. El Pluma afirma que me van a dar otra oportunidad, después del otoño. Si es verdad, avisaré a mi madre. Guardo sus cartas debajo del colchón. Me las sé de memoria. Lo más curioso es que ella firma Isabel, y no Inés. En ese detalle no se ha fijado el Sr. Director. Firma Isabel. Mi madre.

Cuando conocí a mi madre yo tenía treinta años y ella veinticinco. Fue el día más feliz de mi vida. Si el cielo está despejado, de noche, cuento las estrellas. Aquella fue la única noche con doscientas estrellas.



CASARIEGO, Nicolás, “La noche de las doscientas estrellas”. La noche de las doscientas estrellas, Lengua de Trapo, Madrid, 1998.





DESVÍO POR OBRAS: http://www.literaturas.com/hermanoscasariego.htm

miércoles, 21 de octubre de 2009

BESTIARIO, Stéphane Poulin


STÉPHANE POULIN, Bestiario, Faktoría de libros, Vigo, 2005.