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domingo, 20 de enero de 2013

[HABÍAS CREÍDO QUE LA FELICIDAD...], José María Merino

   Habías creído que la felicidad solo se compone de cosas buenas, bellas, perfectas, magníficas, qué imbécil; habías creído en una felicidad de cuento de hadas o de estúpida comedia televisiva, en una felicidad pueril, a la medida de las mentes simples, de las inteligencias incapaces de comprender la contradictoria complejidad de la realidad; pues la felicidad verdadera está hecha de una mezcla de elementos entre los que predomina lo grato, pero sin que se pueda excluir en ningún caso lo desagradable, e incluso lo doloroso, y además para mantenerla hay que esforzarse, imbécil, hay que esforzarse continuamente, hay que sacrificarse.
   Nada bueno es gratis, y menos la felicidad, imbécil.

JOSÉ MARÍA MERINO, El río del Edén, Alfagura, Madrid, 2012, p. 208.

miércoles, 29 de febrero de 2012

¿YO?, José María Merino


¿YO?

   De niño imaginaba que la Luna no estaba allá arriba, sino dentro de mí, que mi mirada la proyectaba en el cielo como hacía con las películas el ojo palpitante de las máquinas de los cines en las pantallas. Con los años he comprendido que tenía razón; la Luna está dentro de mí, como el Sol, y la Vía Láctea, y esas galaxias que aparentan ser tan lejanas y extensas. Y procuraré que se mantengan aquí dentro por los siglos de los siglos, es decir, mientras viva.


JOSÉ MARÍA MERINO, El libro de las horas contadas, Alfaguara, Madrid, 2011, p. 44.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

CUENTO DE NAVIDAD, José María Merino


CUENTO DE NAVIDAD

   En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitirían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable.
   —Mi capitán —transmitió el cabo—. Aquí sólo hay varios civiles refugiaos, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz.
   El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos.
   —Registradlo todo con cuidado.
   —Mi capitán —transmitió otra vez el cabo—, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras.
   —A ese me lo traéis bien sujeto.
   —Mi capitán —añadió el cabo, con la voz alterada—, la mujer se ha puesto de parto.
   —Bienvenido al infierno –murmuró el capitán, con lástima.
   A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos y el capitán los observaba acercarse, indeciso.
   —Abrid fuego —ordenó al fin—. No quiero sorpresas.


JUAN PEDRO APARICIO, LUIS MATEO DÍEZ & JOSÉ MARÍA MERINO, Palabras en la nieve [Un filandón], Rey Lear, Madrid, 2007, páginas 121-122.

jueves, 12 de mayo de 2011

MOSCA, José María Merino

MOSCA

La mosca revolotea sin demasiada vitalidad en el cuarto de baño. La miro con asco. ¿Qué hace este bicho en un hotel de lujo, y además en febrero? La golpeo con una toalla y cae exánime sobre el mármol del lavabo. Es una mosca rara, arrubiada, no muy grande. Se me ocurre que es el último ejemplar de una especie que desaparecerá con ella. Se me ocurre que tenía en el cuarto de baño su refugio invernal. Que en el jardín que se extiende bajo mi ventana hay alguna planta también muy rara, que solo podía ser polinizada por esta mosca. Y que de la polinización y multiplicación de esa planta va a depender, dentro de unos milenios, la existencia del oxígeno suficiente como para que nuestra propia especie sobreviva. ¿Qué he hecho? Al matar a esa mosca os he condenado también a vosotros, descendientes humanos. Pero la mosca mueve sus patitas en un leve temblor. ¡Parece que no ha muerto! Ya las agita con más fuerza, ya consigue ponerse de pie, ya se las frota, ya se alisa las alitas para disponerse a volar otra vez, ya revolotea en el cuarto de baño. ¡Vivid, respirad, humanos del futuro!. Mas ese vuelo torpe me devuelve la inicial imagen repugnante. Salgo de mi pasmo. ¿Qué hace aquí este bicho asqueroso? Cojo la toalla, la persigo, la golpeo, la mato. La remato.


JOSÉ MARÍA MERINO

GRABADO: Joaquín Macipe Costa

miércoles, 2 de febrero de 2011

REBAJAS, José María Merino

REBAJAS


Lleva muchos años trabajando en esos grandes almacenes, y ha ascendido ya a la jefatura de una sección.
Las fechas previas a las vacaciones son para todos los empleados un tiempo agobiante, acaso el más duro del año, pues les obliga a un esfuerzo mayor de lo habitual frente a los innumerables compradores. Las ventas ordinarias rematan con las ventas de rebajas, tras una jornada agotadora en que debe cambiarse el orden de los artículos, y sus precios.
Él vive los días de rebajas con una intuición de pesadilla ante esa aglomeración de gente a la que mueve un afán que parece angustioso, significativo acaso de una búsqueda que va mucho más allá del precio favorable o de la ganga.
Tal sensación de mal sueño surgió en él muchos años antes, pero hace solamente dos que se hizo más intensa, con la aparición de la Vieja Pálida, una anciana flaca, vestida con una gabardina pasada de moda, las manos en los bolsillos, el rostro lleno de arrugas, desvaído y cremoso el color de sus iris, una pañoleta oscura cubriendo sus cabellos. Era inevitable verla deambular con su andar lento entre los ansiosos clientes, ajena al bullicio, como si hubiese entrado allí por casualidad.
El segundo año, el primer día de rebajas, cuando volvió a aparecer la Vieja Pálida, él la recordó claramente, y su impresión de estar soñando se hizo más aguda ante el aspecto fantasmal de la anciana, que de nuevo recorría los pasillos con lentitud, entre el ajetreo y el nerviosismo de los buscadores de chollos, sin alterar su gesto severo ni su ademán hierático.
En aquella ocasión ya no pudo olvidarla, y la figura de la Vieja Pálida se convirtió en una referencia de las rebajas, una aparición que ponía una nota lúgubre en el entusiasmo consumista.
Esta vez, tras abrirse las puertas de los almacenes, ha penetrado la tromba agitada de la muchedumbre, y la Vieja Pálida está de nuevo ahí, vestida con su gabardina arcaica, las manos ocultas en los bolsillos y los ojillos adolecidos de una blancura triste.
Pero esta vez él se decide, venciendo su resistencia, y se acerca a la anciana. «¿Está usted buscando alguna cosa?», pregunta, y la anciana, con voz exhausta y chirriante, que parece provenir del lugar donde el tiempo no existe, responde: «Te estoy buscando a ti.»


JOSÉ MARÍA MERINO, Días imaginarios, Seix barral, Barcelona, 2002, pp, 33-34.

sábado, 27 de noviembre de 2010

DINOMONTESAURIOS, Augusto Monterroso, Pablo Urbanyi, Jaime Muñoz Vargas, José María Merino e Isabel Mellado


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Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterroso
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El dinosaurio
Cuando despertó, suspiró aliviado: el dinosaurio ya no estaba allí.
Pablo Urbanyi
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El corrector
Cuando enmendó, la herrata todavía estaba allí.
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El descarado
Cuando plagió, el copyright todavía estaba allí.
Jaime Muñoz Vargas
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Cien
Al despertar, Augusto Monterroso se había convertido en un dinosaurio. “Te noto mala cara”, le dijo Gregorio Samsa, que también estaba en la cocina.
José María Merino
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Me desperté sin dinosaurio y sin ti. Soy una cucaracha.
Isabel Mellado

ILUSTRACIÓN: Augusto Monterroso

DESVÍO POR OBRAS: David Lagmanovich. La extrema brevedad: microrrelatos de una y dos líneas.

domingo, 15 de junio de 2008

LA VIEJA PÁLIDA, José María Merino

LA VIEJA PÁLIDA




Me llamo Juan Macael y soy descuidero. El Chato Mori­llas, que tanto me enseñé, decía que es una profesión tan antigua y tan importante que hasta hubo un dios dedicado a proteger a nuestros antepasados. Vista aguda, manos seguras y rápidas, ánimo sereno, capacidad de improvisar. «Ante todo, sangre fría», repetía el Chato Morillas, «como te aturdas estás perdido». No hace mucho que, en uno de los trayectos de la Periferia norte, un paciente al que yo acababa de extirpar la cartera se dio cuenta de la pérdida y empezó a gritar: «¡Conductor, que me acaban de robar! ¡No abra las puertas!». El autobús iba repleto, el conductor lo detuvo junto a una parada y se escuchó su voz: «Aquí nos quedamos hasta que llegue la policía». Pasaron unos minutos, comprendí que estaba en un trance peligroso, pero recordé las enseñanzas de mi maestro. Me agaché simulando que recogía algo del suelo y alcé la cartera en la mano, mientras daba grandes voces: «¡Aquí hay una carte­ra!». El propietario la abrió y comprobó que no faltaba nada. Estaba tan aliviado que no pensó en nada más. «¿Es que vamos a quedarnos encerrados toda la mañana?», volví a gritar yo, «¡abra las puertas, conductor! ¡Hay gente que tiene cosas que hacer!». En cuanto se abrieron las puertas, salí con rapidez. Pero los años han pasado y aunque no pierdo los nervios venga lo que venga, ya mi vista no tiene la finura de antaño. Mis dedos siguen siendo precisos, así haga la pinza con el índice y el corazón, la tenaza con el pulgar y cualquiera de los otros o utilice la palma entera para el resbalón, arrastrando lo que deba arrastrar, pero ya noto los huesos de las piernas y no puedo doblar demasia­do la cintura sin peligro de algún tirón. A veces, la ciática me ha tenido de baja durante una temporada y si no me he retirado todavía es porque, pese a mi edad, no puedo vivir sin trabajar. De manera que sigo haciendo lo mío día tras día, cambiando de línea, como es natural, y aprovechando las horas punta y las jornadas en que hay más turistas. En verano me voy a la playa y es cuando más recaudo, por la facilidad de la poca ropa y esa alegría de las vacaciones que tan descuidada pone a la gente. Yo no soy de aquí y me siento un poco agobiado en esta ciudad, pues las líneas de autobús no son demasiadas, ni demasiados los conductores y los inspectores, de modo que corro el peligro de que pronto acaben descubriendo los motivos de mis frecuentes viajes. Cuando eso empieza a ocurrir, tengo que irme a otra ciudad. Lo he hecho tres veces y cada vez me ha resultado menos agradable cambiar de lugar de trabajo, pues con los años uno se acostumbra a ciertas rutinas, le acaba cogien­do gusto al barrio en el que vive, a su casa, y hasta a la gente del bar donde ve el fútbol por la tele o juega la partida de dominó. Al fin y al cabo, tuve que dejar la gran ciudad, con sus infinitas líneas de autobús, y el metro, y los ferrocarri­les de cercanías, porque los de una banda me dieron aviso de que tenía que pagar una cuota. «No le doy nada a Hacienda, que al fin y al cabo es el Estado y paga con ello a los maestros y a los sanitarios, como para pagaros a vosotros». Me marché de allí antes de que intentaran conven­cerme a palos. Así fue como me vine a trabajar a provin­cias, pero lo cierto es que ya no estoy en edad para una labor tan delicada. Si fuese más joven no me habría suce­dido esto que me ha pasado, no habría cometido un error tan grave. Fue la tarde del viernes, cuando la mayoría de la gente trabajadora regresa a su casa con la ilusión de la liber­tad y el descanso del fin de semana. El autobús era uno de la ruta del río. Estaba yo estudiando a los pasajeros cuando subió, con bastante esfuerzo, una vieja flaca, vestida de negro de los pies a la cabeza como las ancianas de mi infan­cia, que llevaba un gran bolso colgado del brazo. La vieja fue avanzando entre los pasajeros y pude advertir que el bolso no estaba cerrado con cremallera y que relucía den­tro la esquina de un sobre. Le cedí el asiento y permanecí de pie a su lado. Era una vieja muy pálida y arrugada. El pañuelo que cubría su cabeza dejaba asomar las canas ralas y amarillentas. Su aspecto era de algo pasado sin remedio y desprendía un tufillo rancio, a pan viejo y orines. Puso el bolso sobre sus piernas huesudas y pude observar mejor su contenido, bolsas de plástico que dejaban adivinar la forma de alguna verdura, envoltorios de periódico. El sobre esta­ba colocado encima de todo. Por las fechas, imaginé que contenía su pensión. Me engañó la vista, pues hace años hubiera descubierto enseguida las pequeñas arrugas que denotan si un sobre lleva dinero dentro. Una pensión es siempre algo suculento para un descuidero. Además, en esta profesión no puede haber sentimentalismos, la prime­ra regla es apropiarse de todo lo que valga, y en el caso de que se ofrezcan diversas alternativas elegir la menos dificul­tosa, siempre que parezca rentable. Entre un niño y un adulto, ante la misma cantidad, se opera al niño. Y en esto no hay pobres ni ricos, sino gente que lleva o que no lleva. Si fuésemos a considerar la edad o la condición social de los pacientes, nuestro trabajo sería muy complicado. Además, quitarle a una vieja su pensión no es fastidiarla para toda la vida. Un mes pasa enseguida y la gente acaba arreglándo­selas, bien o mal. El caso es que, aprovechando un frenazo, hice la pinza, escamoteé el sobre con toda limpieza y me bajé en la siguiente parada. Pero el sobre no contenía dine­ro, ni un talón, que es lo que pensé desde el momento de tocarlo. Lo abrí al llegar a casa y dentro había un papel doblado. En letras mayúsculas, estaban impresas cuatro palabras: TE QUEDAN TRES DÍAS. Al principio pensé que era una broma, pero yo a aquella vieja no la conocía de nada. Por la tarde, en el bar, se lo enseñé a los de la parti­da por si veían alguna explicación, pero para todos era solo un papel en blanco, aunque yo veía claramente las cuatro palabras impresas: TE QUEDAN TRES DÍAS. Ni me acorda­ba del dichoso papel al día siguiente, ayer, cuando me levanté de la cama, pero me llevé una sorpresa al ver que el mensaje del papel había cambiado ligeramente: TE QUE­DAN DOS DÍAS, ponía, con unas letras gordas y bien negras. Creo que cualquiera se hubiera asustado y yo lo hice. Me quedé un rato sentado con el papel en la mano y por fin decidí buscar a la vieja pálida, devolverle el sobre con el papel y darle treinta euros, para que me perdonase las molestias. Así que me pasé la mañana y la tarde cam­biando de línea de autobús, hasta recorrérmelas todas, pero no fui capaz de dar con ella. En ese afán descuidé mi tra­bajo, cuando acabó la jornada no había recaudado ni un euro, estaba muy cansado, apenas había comido y ni siquiera me quedaban ganas de ir al bar. Hoy, en ese papel que sólo yo puedo leer dice TE QUEDA UN DÍA. Se puede suponer que leerlo no me ha mejorado el humor. Además, he echado una mirada por la ventana para ver cómo está el tiempo y he descubierto a la vieja pálida en la acera, el ros­tro vuelto hacia aquí. Vamos a ver qué pasa con este día último que me anuncia el papel. Para empezar, he resuelto no salir a la calle y luego me he puesto a escribir esto en el cuaderno de las cuentas, como una especie de memoria o testimonio de la aventura tan rara que estoy viviendo, A veces me asomo a la ventana y veo que la vieja pálida sigue ahí, plantada en la acera y mirando en mi dirección. He comido un poco, me he echado la siesta, he soñado que extirpaba a un hombre gordo una cartera hinchada de billetes delante de la catedral, pero el despertar me ha devuelto la desazón del día y la figura de esa vieja pálida plantada debajo de mi casa. Cuando se acerca la medianoche alguien llama a la puerta del piso dando golpes sucesi­vos: suena como si golpeasen con algo de madera, o de hueso. He echado un vistazo por la mirilla y he percibido la cabeza de la vieja pálida al otro lado de la puerta. A la luz pobre del descansillo su rostro es una mancha blanca en que las órbitas de los ojos forman dos oquedades oscuras. Ya no deja de golpear la puerta y comprendo que tengo que abrir. Aquí termina esta historia.



JOSÉ MARÍA MERINO, La vieja pálida, Relatos para leer en el autobús, Cuentos del vigía, Granada, 2006.

jueves, 17 de abril de 2008

HIPERBREVES LEONESES, Aparicio, Mateo & Merino

El presentimiento

La familia rodeaba al moribundo.
El moribundo habló con lentitud:
—Siempre creí que yo no viviría mucho.
Los niños clavaban en él sus conmovidos ojos. El moribundo continuó tras un suspiro:
—Siempre tuve el presentimiento de que me iba a morir muy pronto.
El reloj del comedor tocó la media y el moribundo tragó saliva.
—Luego, a medida que he ido viviendo, llegué a creer que mi presentimiento era falso.
El moribundo concluyó juntando las manos:
—Ahora, ya veis: con ochenta y seis años bien cumpli­dos comprendo que ese presentimiento ha sido la mayor ver­dad de mi vida

Juan Pedro Aparicio
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El pozo

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años des­pués, mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en su interior. Este un mundo como otro cualquiera, decía el mensaje.

Luis Mateo Díez


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Ecosisterna

El día de mi cumpleaños, mi sobrina me regaló un bonsái y un libro de instrucciones para cuidarlo. Coloqué el bonsái en la galería, con los demás tiestos, y conseguí que floreciese. En otoño aparecieron entre la tierra unos diminutos insectos blancos, pero no parecían perjudicar al bonsái. En primavera, una mañana, a la hora de regar, me pareció vislumbrar algo que revoloteaba entre las hojitas. Con paciencia y una lupa, acabé descubriendo que se trataba de un pájaro minúsculo. En poco tiempo el bonsái se llenó de pájaros, que se alimentaban de los insectos. A finales de verano, escondida cutre las raíces del bonsái, encontré una mujercita desnuda. Espián­dolla con sigilo, supe que comía los huevos de los nidos. Ahora ­vivo con ella, y hemos ideado el modo de cazar a los pájaros­. Al parecer, nadie en casa sabe dónde estoy. Mi sobrina, muy triste por mi ausencia, cuida mis plantas como un homenaje ­al desaparecido. En uno de los otros tiestos, a lo lejos, me ha parecido ver la figura de un mamut

José Mª Merino


MANGUEL y RETANA, Bestiario, Editorial Casariego, Madrid, 2005.

Grabados: Salvador Retana