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jueves, 14 de abril de 2016

[ROBÉ PARA DEJAR DE CREER EN LA BONDAD...], Belén Gopegui

   Robé para dejar de creer en la bondad, pues no es en la competencia ni en la corrupción ni en la mentira donde se asienta nuestro modo de vida sino en la bondad. Si los débiles renunciáramos al bien que nos sustenta, al bien que nos ampara sólo porque reparte migajas de derechos, todo se vendría abajo. Sin la conciencia de que es preciso mentir y corromperse y traicionar pero como quien se resigna y hace lo que no debe, lo que no elegiría, sin el patrón oro de la bondad, todo se vendría abajo.


BELÉN GOPEGUI, Lo real, Anagrama, 2001.
&
Gene Moore Windows

miércoles, 6 de abril de 2016

[LA GENTE NACE...], Belén Gopegui


La gente nace y se muere siendo dos cosas al mismo tiempo, siendo lo que es y lo que sueña que es, y tiene ratos felices.

BELÉN GOPEGUI, Lo real, Anagrama, 2001.
&
August Sander

martes, 8 de marzo de 2016

[LA PALABRA POÉTICA...], Belén Gopegui


   la palabra poética, ese refugio, esa plegaria dirigida a un dios imaginario

BELÉN GOPEGUI, Lo real, Anagrama, Barcelona, 2001.
&
Yari Ostovany

miércoles, 13 de mayo de 2015

[RODRIGO, HIJO DE ENRIQUE...], Belén Gopegui


   Rodrigo, hijo de Enrique y de Manuela, hermano de Susana, estaba en el patio. Era el recreo de las once, al que salían los de la ESO.
   Como solía ocurrir, las chicas se habían distribuido en varios grupos, y los chicos en otros tantos. En cuanto a las parejas, algunas buscaban las zonas más retiradas, otras se movían mezclándose con los demás y exhibiendo su mutuo deseo. En el campo de fútbol estaban jugando un partido. Rodrigo y dos amigos fueron a una zona con tierra para verlo.
   —Lo que no soporto es que encima de pijas sean gordas —dijo Carlos.
   —¿Qué más te da? —dijo Rodrigo.
   —Pues claro que me da. Mira a esa ballena de Mónica, desde que corté con Marta se pasa todo el día con ella, estoy seguro de que le calentaba la cabeza por teléfono.
   —Venga ya —dijo Rodrigo—, cortaste con Marta porque se hartó de que pasaras de ella.
   —Yo no pasaba de ella.
   —El día de la botella sí te pasaste un poco —dijo Edu.
   —¿Por el morreo que le di a Sonia?
   Marta también estaba allí. No dijo que no jugásemos.—Pero una cosa es un beso y otra un morreo de cinco minutos tocándole el culo —dijo Edu.
   —Eso lo dices porque tú estás por Sonia —dijo Carlos—.
   A Marta le tocó besar a Raúl y yo no dije nada.
   —Pero sólo se besaron —insistió Edu.
   —¡Qué coñazo eres! —dijo Carlos—.
   Mira, ahí va la ballena de Mónica moviendo el culo, no la aguanto.
   Gorda y con ropa de marca. Seguro que le dijo a Marta que cortase.
   —Marta se va a los bancos —dijo Rodrigo—. ¿Por qué no te acercas y habláis?
   —No —dijo Carlos—. Mejor voy a hablar con la ballena. Venga, vamos, ¿le decimos que nos enseñe su cinturón? Seguro que le ha costado cien euros.
   —Qué dices —contestó Rodrigo—. Déjala en paz.
   —La dejaré en paz si quiero. Que me deje el a en paz a mí y no le vaya contando historias a Marta.
   —Ni siquiera sabes si le ha contado algo —dijo Rodrigo.
   —¿Tú tampoco vienes? —preguntó Carlos a Edu. Edu miró a Rodrigo, luego dijo: —Pues no, no me importa nada su cinturón.
   —Ah, creí que erais amigos míos.
   Carlos se levantó y se dirigió hacia donde estaba Mónica. Rodrigo y Edu vieron cómo Mónica sonreía a Carlos y cómo se alejaban hacia un rincón.
   —Me da miedo por Mónica —dijo Rodrigo.
   Álex y Raúl llegaron y se pusieron a mirar hacia donde miraban Rodrigo y Carlos.
   —¡Joder! No me lo creo —dijo Álex—.¿Carlos se va a enrollar con la ballena?
   —No —dijo Edu—. Lo que quiere es quitarle el cinturón.
   —Eso no me lo pierdo —dijo Raúl—. Vamos con ellos.
   —Yo paso —dijo Edu, y echó a andar hacia el otro lado del campo de fútbol.
   Álex y Raúl miraron a Rodrigo: —¿Vienes? —le dijo Raúl.
   —Sí —dijo Rodrigo.
   Carlos había cogido a Mónica por la cintura mientras andaban hacia la zona que había detrás de los baños.
   Álex, Raúl y Rodrigo fueron detrás, callados. Se quedaron en el pasadizo que había entre los baños y el rincón donde estaban Carlos y Mónica.
   Desde al í vieron cómo Carlos le desabrochaba el cinturón y le mordisqueaba la oreja. De pronto Mónica chilló.
   —¡Qué bestia! —dijo llorosa llevándose la mano a la oreja.
   Carlos extrajo el cinturón del vaquero de Mónica:
   —Me lo regalas, ¿no? Mónica estaba a punto de llorar. Carlos miró a su alrededor. Vio que al fondo estaban Álex, Raúl y Rodrigo.
   —¡Va! —gritó lanzándoles el cinturón.
   Álex lo cogió al vuelo. Salió del pasadizo y quedó a la vista de Mónica.
   Empezó a agitar el cinturón en el aire con movimientos obscenos.
   Mónica se había tragado las lágrimas.
   Estaba seria, se mordía los labios.
   —No te preocupes que no se te van a caer los pantalones —dijo Carlos y, dirigiéndose a Raúl y a Rodrigo—: ¿Habéis visto a la ballena? ¡Se ha creído que me iba a enrollar con ella!
   Raúl y Rodrigo avanzaron hasta el recinto.
   —Déjalo ya —dijo Rodrigo—. Te estás pasando.
   —¿Pasarme? A ver, Álex, dame el cinturón. Álex se lo dio.
   —¿A que me lo regalas, Mónica? —dijo Carlos.
   Mónica se había apoyado contra la pared. Asintió muy levemente.
   —¿Ves como no me paso, Rodrigo? Es un regalo.
   Carlos golpeó el cinturón contra la tierra.
   —Álex, quédate vigilando que no venga nadie. Mientras Álex obedecía, Carlos dijo:
   —Bueno, ¿qué? ¿Lo probamos? —Carlos, para ya —dijo Rodrigo.
   —¿Tú eres mongolo o qué te pasa? ¿Eres tonto? Y tú, ballena, muévete.
   Mónica seguía paralizada, pegada contra la pared. Carlos hizo un gesto a Raúl:
   —Tráela.
   Raúl, divertido, se acercó a Mónica y la cogió de la mano:
   —Si te va a gustar —dijo—. Ya verás.
   —Rodrigo —dijo Carlos—, como digas algo de esto, te mato. Aunque seguro que a ti también te excita.
   Mónica había avanzado en silencio, con Raúl agarrándola del brazo. Cuando llegó frente a Carlos, éste ofreció el cinturón a Raúl.
   —¿Empiezas tú? ¿O quiere empezar Rodrigo?
   —Sí —dijo Rodrigo—. Empiezo yo.
   —Pues hazlo a mano, tío, porque no pienso darte el cinturón —dijo Carlos, y rodeó a Mónica y la golpeó por detrás.
   Rodrigo embistió a Carlos, Mónica echó a correr.
   —¡Qué no salga, Álex! —gritó Carlos.
   Luego se quedó mirando a Rodrigo—: Ya te lo he dicho antes. Eres tonto.
   —Le pegó con fuerza y le tiró al suelo. Una vez allí le puso un pie en el cuello—. ¡Álex, trae a la ballena! ¡Me parece que a Rodrigo le gusta! Álex acercó a Mónica.
   —Raúl, vigila tú ahora —dijo Carlos—. ¿Por qué no le enseñas las tetas a Rodrigo? —dijo Carlos—. Desde ahí abajo las verá muy bien.
   —Eso, enseña los melones, yo te ayudo —dijo Álex, y empezó a desabrocharle la blusa.
   Rodrigo aprovechó la distracción de Carlos para desestabilizarle y levantarse. Estaban los dos de pie. Rodrigo pegó a Carlos con fuerza. Carlos perdió el control, dio a Rodrigo una patada en los huevos y empezó a golpearle sin parar.
   —¡Vete! —gritó Rodrigo a Mónica, pero Mónica no acertaba a moverse.
   —¡Eres un traidor! —dijo Álvaro, sumándose, y le dio una patada—.
   ¡Chivato de mierda! Álex y Carlos le golpearon a la vez hasta que Rodrigo cayó al suelo de nuevo; Carlos le pisó la cara.
   —Me quedo con el cinturón —le dijo a Mónica—. Sé que no vas a decir nada, ballena, porque si me entero de que has dicho algo a Marta, a tus padres, a alguien del colegio, te hundo para siempre. Y ahora vete, que yo vea cómo te ríes.
Mónica esbozó una sonrisa llorosa, luego echó a andar despacio.
   —Bueno, tío —le dijo Carlos a Rodrigo—. A ver lo que te inventas. Tú no eres un chivato, ¿verdad? Álex y Carlos echaron a andar. Rodrigo se acurrucó de lado con dificultad y notó en la mejilla el tacto áspero de la tierra. También tenía tierra en los labios.


BELÉN GOPEGUI, El padre de Blancanieves, Anagrama, Barcelona, 2007.
&
Juul Kraijer

jueves, 7 de mayo de 2015

[UN HOMBRE TRABAJA EN UNA PRODUCTORA...], Belén Gopegui



  Un hombre trabaja en una productora. Su jefe inmediato le ha chillado varias veces. El hombre le cuenta a sus compañeros que no lo soporta: va a dejar el trabajo. Le dicen que está loco, si lo deja no podrá encontrar otro en mucho tiempo. El hombre decide seguir. Su jefe vuelve a chillarle. El hombre no hace nada pero esa noche se descubre chillando a su hijo. Por la mañana, en la productora, el hombre entra en el despacho de su jefe y le grita. Después deja el trabajo.

BELÉN GOPEGUI, El padre de Blancanieves, Anagrama, Barcelona, 2007, p. 299.
&
Mete Başkoçak

miércoles, 6 de mayo de 2015

[DOS FÍSICOS DE BARCELONA...], Belén Gopegui

   Dos físicos de Barcelona han encontrado una nanopartícula magnética muy útil para biomedicina porque puede disipar más calor y eso la hace más eficiente a la hora de eliminar tumores. Patentarla resulta complicado por tratarse de una patente de la universidad en colaboración con un centro de investigación público. Llevará tiempo que las instituciones se pongan de acuerdo y hagan los trámites. Después, como son funcionarios, recibirán muy poco dinero. Un amigo que trabaja en una empresa privada les propone entregar el know-how a la empresa: explicar cómo se obtiene la partícula, y prometer que no trabajarán en eso para nadie más, a cambio de dinero. Aceptan el trato. Luego los físicos preguntan a la narradora de la historia si lo que han hecho es ético. Realmente, dicen, no lo saben.
   Argumentan que la universidad española no es demasiado coherente, ni limpia, y cada día trabaja menos para la colectividad y más para la empresa privada.

BELÉN GOPEGUI, El padre de Blancanieves, Anagrama, Barcelona, 2007, p. 298.
&
Juss Piho

domingo, 3 de mayo de 2015

[DESPIDEN A UN CHICO...], Belén Gopegui

   Despiden a un chico en una pequeña empresa de sondeos. La fórmula que «ofrecen» para que el chico pueda cobrar el paro sin ir a juicio consiste en que el chico acepte entregar a la dueña y jefa de la empresa la indemnización que le correspondería, en negro, claro.
   El chico acepta, necesita el paro. Al día siguiente, como por casualidad, se forma un corro en torno a la jefa que está contando anécdotas; la mayoría las conoce, pero todos ríen. Nadie guarda luto por el despedido. Todos tienen miedo, también aquel que, tres meses después, se convierte en narrador de lo ocurrido. Todos tienen miedo; la jefa tiene patrimonio.

BELÉN GOPEGUI, El padre de Blancanieves, Anagrama, Barcelona, 2007, p. 298.
&
Iglena Rousseva

viernes, 1 de mayo de 2015

[UN CHICO ESTÁ DESMONTANDO...], Belén Gopegui


   Un chico está desmontando un escenario cuando una barra de hierro cae sobre su cabeza y le deja en coma. Al narrador de la historia le dicen que coja un taxi y vaya a toda velocidad a buscar cuarenta cascos a la oficina de la empresa y los traiga para que los trabajadores los tengan puestos antes de que llegue la inspección. El chico lo hace y cuenta su vergüenza.

BELÉN GOPEGUI, El padre de Blancanieves, Anagrama, Barcelona, 2007, p. 299.
&
Vitamorte

jueves, 30 de abril de 2015

[VARIOS EMIGRANTES...], Belén Gopegui


   Varios emigrantes a quienes no explican que para entrar en la cámara de pan congelado a menos diez grados hay que ponerse un chaquetón especial, pues el contraste con los cuarenta grados del horno es muy fuerte, acaban con una neumonía doble. El médico de la seguridad social, narrador de la historia, propone que esas neumonías sean consideradas enfermedad profesional. Rechazan su propuesta: con mano de obra más cualificada, le dicen, eso no ocurriría.



BELÉN GOPEGUI, El padre de Blancanieves, Anagrama, Barcelona, 2007, pp. 298-299.
&
Edourd Sacaillan

martes, 21 de abril de 2015

[NADIE TERMINA...], Belén Gopegui

   Nadie termina en sí mismo.

BELÉN GOPEGUI, El padre de Blancanieves, Anagrama, Barcelona, 2007, p.304.
&
Pere Borrel del Caso

martes, 7 de abril de 2015

[LAS PALABRAS DUERMEN...], Belén Gopegui


   Las palabras duermen hasta que alguien las despierta, les da sentido, las necesita.

BELÉN GOPEGUI, El padre de Blancanieves, Anagrama, Barcelona, 2007, p. 55.
&
Anouk Vercouter

martes, 10 de noviembre de 2009

[ASCENSORES], Belén Gopegui / GELINES, Lucía Abarrategui

Yo estaba en la parada de autobús como esa expresión que me gusta: a verlas venir. Aunque mi hora de llegada era las once y media, podía no haber vuelto. Vi a una chica de mi edad que se bajó y decidí se­guirla. Anduvo hasta un portal. Mientras ella abría con su llave, le dije:
—Perdona, ¿puedo pasar contigo?
Me miró mosqueada. Luego se encogió de hom­bros:
—Sí, pasa.
Entramos y subí con ella en el ascensor.
—¿A qué piso vas?
—A ninguno.
Mirada de mosqueo otra vez. Ella iba al quinto. En el tercero, le dije:
—Me gustan los ascensores.
La chica puso cara de a mí qué. Llegamos a su piso. Salió y no dijo nada. Supongo que pensó que yo estaba mal de la cabeza. Yo también lo he pensado, pero sé que no lo estoy. Estar mal de la cabeza es una verdadera putada. Un amigo mío tuvo un brote es­quizofrénico. Y lo pasa fatal. Ha adelgazado mucho. Ya no va a clase. Tiene que tomar un montón de pas­tillas que le dejan como a la mitad de todo. Oye vo­ces. No es ninguna broma. Oye voces que le dicen lo que debe pensar. Así que cuando estás con él, no pue­de hacerte caso porque está atento a las voces que igual van y le dicen que tú te dedicas a la magia ne­gra, y entonces él quiere pegarte, o le dicen que estás muerta de hambre y él insiste en ofrecerte comida, y a veces al mismo tiempo se acuerda de que esas voces existen y trata de hacer como que le dan igual que no es verdad que le den igual y tú lo notas. Es una putada enorme. A lo mejor pueden curarle. Ojalá que puedan. Siempre me acuerdo de él cuando me da por jugar a la locura y cosas así. Y no juego. Si los ascensores me gustan es porque no son la calle, pero tampoco son casas cerradas de los demás.
Me quedé dentro del ascensor mientras me pre­guntaba cómo sería la casa de esa chica, cómo serían sus padres. A lo mejor no eran unos padres de los que piensan que hay alguien detrás. A lo mejor eran de esos padres, en algún sitio tienen que estar, ¿no?, que saben que son adultos, que son responsables, que ELLOS son los responsables de lo que está pasando.
Salí otra vez a la calle.

BELÉN GOPEGUI, Deseo de ser punk, Anagrama, Barcelona, pp.40-41.



Salí de aquel bar y me entraron muchas ganas de subir a un ascensor. Supongo que tengo un poco de eso que llaman agorafobia, aunque no mucha. En realidad, nunca he estado en una gran llanura, en un desierto, en una explanada inmensa, así que no sé lo que me pasaría. Pero a veces la calle me da mal rollo, me parece que estoy en un laberinto, que tuerza por donde tuerza nunca podré salir, y pienso en el ascen­sor como en una salida vertical, o como en un aguje­ro negro. Entras, subes, bajas, parece que vuelves al mismo sitio, pero no, sales a otro universo donde es­tán las mismas calles de la misma ciudad pero en rea­lidad son otras, porque vas a encontrarte con otras personas y porque te pasarán cosas distintas de las que te habrían pasado si no hubieses cambiado de universo. Seguí andando mirando a lo lejos y hacia arriba. Torcí a la derecha en diagonal porque por ahí se veían algunos edificios de más de siete pisos. Todos cerrados, pero bueno. Llamé al telefonillo de uno.
—Hola, soy una amiga de Paula y me he dejado el móvil, ¿me puede abrir? Es que en casa de Paula pare­ce que no oyen el telefonillo.
Coló a la primera. Otras veces, en cambio, tengo que inventarme más de tres historias. Entré y fui al as­censor. Tenía un espejo grande y el suelo como de mármol falso. Me quedé de pie. Había nueve pisos. Di al octavo. Metí las manos en los bolsillos y vi que tenía el mp3. Como había salido así de casa, sin coger nada, pensé que no lo tenía. Tampoco solía oírlo mucho.
Vera está siempre vagando por páginas de tuenti y por todas partes buscando grupos y temas. Yo me cansé. Casi solamente tengo lo que ella me pasa, y otros dos amigos de clase. Es que un día estaba buscando y pensé que era como mirar en la guía de teléfonos. No quería encontrar mi música mirando en la wikipedia o algo parecido. Así que decidí que con lo que ellos me pasa­ban ya tenía suficiente. Cuando llegué al octavo, di al segundo y me puse a oír la primera canción que me sa­liera. Vaya, los Beatles. No sé por qué ahora les ha dado por los Beatles. Me tocó «I wanna hold your hand». De acuerdo, es mona, entrañable, diría mi tía, pero hoy, no sé, hoy es también una soberana tontería, ¿te imaginas a alguien a quien de verdad le guste la música componiendo hoy una canción así? Desde el segundo di al séptimo y ahí fue lo peor, «Lucy in the sky». «Lucy in the sky with diamonds» es una canción infumable, el organillo parece sacado de una feria, las guitarras suenan a destiempo... Un churro, y resulta que, según Émil, se hizo famosa porque supuestamente Lucy Sky y Diamonds hacían referencia al LSD y eso significaba que los Beatles estaban «en la onda». Pues sí que me importa mucho. Vale, «Let it be», «Come to­gether», no están nada mal. Pero hay otras que dan vergüenza ajena, «All you need is love», «Ob-la-di, ob-la-da», son infumables. A mí quien mejor me caía y quien más me gustaba era George Harrison, tal vez porque era el que menos pintaba allí. Mi hermano siempre me decía: ésta es de Harrison. Me encantan «Something», «Here comes the sun» y «While my guitar gently weeps», aunque tampoco sean mi música. ¿Lo era AC/DC? Se me había quedado dentro aquella gui­tarra, y la voz de Bon Scott, y todo el tema. Pero no lo tenía en el mp3.
Di al noveno, y nada más llegar me llamaron. Es lo malo de los ascensores, siempre llama alguien y tie­nes que bajar. Encima entró un tipo superborde, uno de esos señores mayores con chaqueta de caza o algo así. Se fijó en que yo no le había dado a ningún piso.
—¿Bajabas?
No podía decirle que no, que iba al noveno, por­que tenía pinta de ir a preguntarme a casa de quién.
—Sí —dije—. Buenas tardes.
Le molestó que fuera educada. Yo tuve suerte por­que después de los Beatles venía «Knock me down» de Red Hot Chili Peppers. Me gusta esa mezcla de funk, rock y metal, y el estribillo de «Knock me down» me hizo hasta reír; ese tipo que me había bajado del nove­no me miraba con la cara de mi padre cuando está más harto y desesperado de mí, y yo, mientras, oía:
«Si me ves haciéndome poderosa, si me ves subiendo, derríbame, derríbame, derríbame, yo no soy más gran­de que la vida, I’m not bigger than life.» En esto llega­mos, el señor me abre la puerta para que pase y yo le digo:
—Pase usted primero, por favor.
El hombre echa a andar pero vuelve la cara hacia mí, mosqueado. Me dan ganas de quedarme dentro del ascensor, que llame al portero y vengan a sacarme. Me dan ganas de que me sujeten y me empujen y de empujar y dar patadas, quiero pelearme con alguien y por eso creo que me ha gustado AC/DC, porque quiero gritar y hacerme sonido en los altavoces y estrellarme contra los cuerpos y las ventanas y que una parte de mí salga fuera del edificio, del concierto, del lugar donde se oye la música y siga avanzando, y lle­gue a donde están todos los cabrones de mierda que hacen que la vida nos duela a los demás, y les lance muy lejos por los aires. Me acuerdo de la lengua de los Rolling: es lo que me gustaría, sacarle la lengua a este individuo que debe de llevar más de dos mil euros puestos sólo en ropa. No un poco de lengua, como hacen los niños, sino esa lengua entera de los Rolling; luego, largarme dejándole ahí escandalizado por cómo somos los adolescentes. ¿Y al final qué? Al final una bola de nieve imaginada estallando contra su pecho. Al final una canción que se queda dentro. Al final «it’s so lonely when you don’t even know yourself”. Pero odio darme pena, así que le dije una cosa, ¿sabes? Le dije:
—¿Qué piensa usted de la audición humana?
Echó a andar más deprisa. Seguramente no llegó a dar significado a mis palabras, y menos todavía a pensar una respuesta. Pero también dejó de juzgarme. Le asusté. Chica rara, drogas, miedo, socorro, eso fue lo que debió de pensar. Sin embargo, yo se lo pre­guntaba en serio. La audición humana es increíble, y mucho mejor que la condición humana, aunque sue­ne parecido. Sobre la condición humana cualquiera dice lo primero que se le viene a la cabeza: que en el fondo todos llevamos un asesino dentro o un héroe o un mediocre o yo qué sé; que en las situaciones de emergencia nos volvemos unos vándalos, o muy generosos, o muy cobardes o valientes o las dos cosas. Que en el fondo lo que tenemos es un pozo sin fondo o sólo unos cuantos años de vida. Que la muerte y el sexo, que el dinero y la felicidad, que el arte y el dine­ro, que la tristeza y el sexo, que el daño y el hedonis­mo. Por mí, que digan. De la audición humana, en cambio, no pueden hablar por hablar.
BELÉN GOPEGUI, Deseo de ser punk, Anagrama, Barcelona, pp. 91-95.

LUCÍA ABARRATEGUI, Gelines, Santiago de Compostela, 2009.


DESVÍO POR OBRAS: Morfología