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sábado, 20 de abril de 2013

CHULOS, NO, Carlos Casares



CHULOS, NO


   Él no se acordaba. Claro que no. Veinte años son muchos en la vida de un hombre. Cuando me vio entrar en la taberna del Alambrista, me dijo: «¿Qué hay, Gonzalo?», y yo como si nada: «Hola, Perucho». Y él: «Vienes hecho un hombre». Ya se veía que no se acordaba. Pero yo no me olvidé de aquello y pienso que no me olvidaré nunca, aunque viva cien años. Hay cosas que no. Le dije: «Perucho, ¿te acuerdas del burro?». No se acordaba. Bien se veía que no. El burro era pequeñito y andaba conmigo como si fuese un perro. Yo le decía: «Vete para el prado de la Seca». E iba. Una vez estaba yo sentado en el poyo de piedra, a la puerta de la casa, tomando el fresco del atardecer y llegó Perucho. Me dijo: «Vuestro burro entró en mi huerta y se me comió unos repollos». Y sin más se metió en el establo y le dio un golpe con la azada en la cabeza al pobre animal. ¡La madre que lo parió! Estuvo tres días muriendo. Al final se libró de la muerte, pero enloqueció. Era una pena grandísima verlo pegando con la cabeza contra las paredes. Tuvieron que matarlo. Yo se las juré por estas. Pero él no se acordaba y cuando se lo recordé, se reía como un idiota. Debía estar borracho. Pero también pienso que se dio cuenta de que la cosa no iba de broma porque se empeñaba todo el tiempo en escapar de la conversación. Solo me preguntaba por el Brasil, que él conocía muy bien aquello, que había estado en Río y en Santos. ¡A mí qué! Me invitó a beber. Bebí. Había mucha gente y después dije: «Invito yo, que vamos a tener fiesta». Y nadie dijo que no y bebieron todos y todo el mundo me preguntaba por el Brasil, y vuelta con el Brasil, y yo quería hablar del burro y el Perucho que cómo andaba el Brasil. Y yo: «¿Te acuerdas del burro?». Y él: «Deja en paz al burro de una vez». Y yo que no señor, que no, que hay que beber en recuerdo del burro, y la gente con la mosca detrás de la oreja y el tabernero gritando por su mujer: «¿Dosinda, trae más vino que se acaba!». Se organizó una fiesta de mucha caraja. La verdad es que yo estaba borracho. Pero aunque estuviese sereno haría otro tanto. Perucho ya no se aguantaba de pie y se reía. «¿Mira que acordarte del burro!» Entonces fue cuando me vino la idea a la cabeza. Le pregunté: «¿Sabes bailar la capoeira brasileña, Perucho?». Respondió: «Sé». Yo le dije: «Entonces vamos allá». Y él dijo: «De acuerdo». Empezamos. Él estaba viejo y ya no sabía. No podía con las piernas. Le pegué un golpe y lo tiré patas arriba. Se levantó y dijo: «Otra vez». Me fui acercando. Me pegué a él. Saqué la lezna y se la metí aquí en la ingle. Después tiré hacia arriba. Le cabía un puño en el agujero. Cayó redondo. Nadie dijo nada. En aquel momento abría a cualquiera. A mí, chulos, no.

CARLOS CASARES, Narrativa breve completa, Libros del silencio, Barcelona, 2012 pp. 41-42.
Ilustración: Enrique Carceller Alcón

lunes, 8 de abril de 2013

VOY A QUEDARME CIEGO, Carlos Casares





VOY A QUEDARME CIEGO



   Le pregunté a mamá: «¿Voy a quedarme ciego?». Me respondió: «No». Pero no le creo. Hoy por la mañana, cuando me llevaron para el corredor del patio, al sentir el sol sobre la piel, pensé: «A ver». Metí este dedo por la esquina de un ojo, levantando la venda por ver si veía algo, pero no vi nada. Ni siquiera una poca de claridad. Nada. Yo ya tenía la cosa medio tragada, pues por Santa Lucía mi mamá me llevó a Paredes de ofrecido. Aunque me quisieron engañar, bien se veía que la peregrinación era por mí, porque no me dejaban jugar ni cantar. En cambio, mi hermana iba jugando por el camino, cogiendo digitales y hablando con la gente. Y yo callado y mi mamá diciéndome: «Rézale una salve a la santa». Y yo rezando sin ganas porque el sol calentaba y el camino era largo y malo. Yo me acuerdo de cuando llevaron a la niña a la ermita de San Benito, que tampoco la dejaban en paz y la obligaban a rezar como me obligaban a mí ahora. Ella quería jugar conmigo, pero no la dejaban. En cambio, yo hacía lo que quería y nadie me reñía. Y también se ve que hoy en la casa hago lo que quiero y mi mamá no me dice nada y siempre me pregunta: «¿Quieres un poco de miel, querido? ¿Quieres un poco de vino con azúcar? He de comprarte pan blanco en la ciudad». Ya se ve que me voy a quedar ciego. Ayer me riñeron porque dije que a Camilo ya no le quiero por haberme tirado las piedras, pero solo me riñeron ayer. Y mi mamá, siempre que habla de Camilo, dice que es bueno y que no lo hizo adrede, que eso le pasa a cualquiera. Mi mamá habla así porque sabe que me quedo ciego y para que no le guarde rencor a Camilo para toda la vida. Ahora voy a ser como Nicolás, que anda con un bastón de la casa para la era o de la casa para la iglesia. Y de ahí no sale. Y mi papá se ve que anda triste porque habla poco y anteayer, cuando me quedé dormido a la hora de comer, me despertó y me dijo: «¿Dormiste de noche?». Le respondí que sí, pero no era cierto. Llevo más de una semana sin pegar ojo. Cuando me meto en la cama me entra una pena negra en el corazón y se me pone toda la sangre llena de hormigas y me acurruco muy abajo y me tapo la cabeza y rezo. Pero al rezar no se me pasa. Y sigo rezando para dormir, pero debo ser muy malo, que ya tengo tragado para mí que lo de la ceguera debe ser un castigo por mis pecados. Ahora no, pero antes mi mamá ya me decía: «Eres un pecador y has de ir al infierno». Y bien se ve que voy a ir, porque rezo y Dios no me hace caso y no duermo... El verano que viene tengo que volver a Santa Lucía de ofrecido y sin ganas de jugar ni de estallar los digitales. Y si hace sol, aguanto, que así también hago penitencia por mis pecados. En este momento hace sol. Meto el dedo por aquí, por una esquinita, y no veo nada. Me llama mi mamá: «¿Ramón!». Yo le respondo: «¡Mande usted!». Entonces ella me pregunta: «¿Estás bien?». Y yo le respondo de nuevo: «Sí, estoy muy bien». Y ella vuelve a preguntar: «¿Necesitas algo?». El sol debió meterse detrás del monte del Picouto. Ya no calienta. Dentro de poco vendrá la noche. Después cenaremos y luego iremos todos a dormir. Solo de pensarlo se me llena la sangre de agujas y una pena grande y negrísima se me mete dentro del corazón.

 CARLOS CASARES, Narrativa breve completa, Libros del silencio, Barcelona, 2012, pp. 43-45.

Fotografía: Silvia Miau