viernes, 31 de diciembre de 2010

SOS, Rubén Abella

SOS


Durante los cuartos televisados de la Nochevieja, al final de una cena atroz, llena de insultos y amenazas, Manuel perdió los estribos y descargó sobre Ruth una bofetada tan brutal, que la despegó de la silla y la lanzó volando como un muñeco contra el aparador. Luego agarró el cuchillo de trinchar el pavo y, fuera de sí, se abalanzó sobre ella para matarla.
Ruth esquivó el ataque por los pelos. Se levantó como pudo, salió dando tumbos del comedor y, mientras la televisión daba pausadamente las doce, se encerró con llave en el dormitorio. Manuel se puso a aporrear la puerta. Ruth abrió la ventana y pidió ayuda, pero para entonces ya había empezado el ceremonial de los cohetes y las tracas de petardos, y nadie oyó sus gritos en el fragor de las detonaciones. Desesperada, probó suerte con un recurso de urgencia. Acercó la lámpara de la mesita a la ventana y, accionando el interruptor, lanzó a la noche un SOS.
Nicolás estaba con Dulce María y su hijo de tres años en el balcón, encendiendo la mecha de un cohete, cuando se fijó en las señales parpadeantes. Las interpretó como otra modalidad del festejo y en cuanto tuvo las manos libres se unió a ellas con una linterna de pilas.
Otros vecinos siguieron su ejemplo. En cuestión de segundos las fachadas se llenaron de luces que se apagaban y se encendían, y la calle se convirtió en una gran antorcha, un sobrecogedor firmamento improvisado que refulgía de emoción por la llegada del Año Nuevo.


RUBÉN ABELLA, Los ojos de los peces, Menoscuarto, Palencia, 2010, pp. 133-134.

jueves, 30 de diciembre de 2010

[EL DARDO DE UN CIPRÉS...], Rafael Coloma

El dardo de un ciprés
vacía los ojos de la luna.


(En Nunca Jamás todos están ciegos)


RAFAEL COLOMA, El límite de los espejos, Brosquil, Valencia, p. 27.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

SANGRE DE NUESTRA SANGRE, Sergi Pàmies

SANGRE DE NUESTRA SANGRE

Después de muchos años sin fumar, el padre enciende un cigarrillo. Lo dejó cuando nació su hija y, desde entonces, ha estado demasiado ocupado para echarlo de menos. El humo le abrasa los pulmones con una niebla áspera que, en lugar de combatir, él reactiva con caladas compulsivas. Hace un rato, su hija le ha explicado las razones de tanto tiempo de silencio, mal humor, problemas, insomnio y discusiones: no soporta ser la única chica del instituto con padres no separados y les ha pedido, por favor, que se separen. “Quiero ser normal”, les ha dicho poco antes de salir de la habitación con lágrimas en los ojos.

El padre y la madre no dan crédito a lo que acaba de ocurrir. Sentados en el sofá, y pese a que ya ha transcurrido un cuarto de hora desde que su hija se ha marchado, siguen sin reaccionar. Sus pensamientos respectivos se han unido a través de un silencio que contiene los recuerdos que la memoria común les permite compartir. Ninguno de los dos quiso delegar en el otro la misión de educarla y le hicieron frente con una firmeza y entusiasmo del que todavía se sienten orgullosos. De la infancia de la niña sólo recuerdan cosas buenas. Una hija única y con salud en una familia emocionalmente estable y económicamente situada era la combinación perfecta para no fracasar.

Tanto el padre como la madre pertenecen a la generación que aprendió a proyectar este tipo de cosas, con una previsión que tuvo en cuenta los días fértiles y una fecha de nacimiento adecuada para, una vez agotado el permiso por maternidad, empalmar con las vacaciones. Nada interrumpió un crecimiento convencional, con las incidencias previstas por los pediatras y ningún episodio de alarma o accidente. Previsores como eran, no se dejaron sorprender por el
anunciado distanciamiento posparto de la pareja. Fueron capaces de reservar el tiempo necesario para no aburrirse y no renunciaron al sexo ni a las aficiones, ni a las salidas con amigos.

La niña lo vivía con una colección de sonrisas inmortalizadas en veintitrés cintas de vídeo y diecisiete álbumes de fotografías. Ni la guardería ni los primeros años de escuela fueron conflictivos. Aunque no lo decían en voz alta, compadecían a los padres con hijos psicológicamente problemáticos o con retrasos académicos. Precisamente por eso, estuvieron muy atentos a la hora de evitar los excesos de protección y lo resolvieron con frecuentes visitas a casa de los primos y un trato continuado con los vecinos y compañeros de escuela. Con semejantes precedentes, nada hacía presagiar los dos últimos años que les ha tocado vivir.

La pilosidad de las axilas y en el pubis, cuando la niña tenía diez años, les hizo temer una precocidad aguda. De entrada, incluso llegaron a considerarlo una virtud. Ahora, en cambio, si pudieran articular palabra, tendrían que admitir que, ante la evidencia de una adolescencia prematura, reaccionaron como debían. Consultaron con el médico, que, como siempre, les dijo: “Tranquilos.” Igual que otras veces, observaron el fenómeno sin obsesionarse, como el síntoma de otras transformaciones inminentes. Las hubo, y muchas: la niña empezó a oler de otra forma, le salieron granos en la cara y, en poco tiempo, cambió de amigas y de vestuario.

Ninguno de los dos sabría decir en qué momento dejó de ser la niña y les provocó el dilema de si debían continuar llamándola así o por la versión abreviada de su nombre. Delante de ella, resultaba imposible llamarla niña, porque eso agravaba sus cambios de humor, cada vez más frecuentes. El padre no se conformó con lo que la madre repetía como una oración: paciencia, atención y amor. Él era paciente, le dedicaba toda la atención del mundo y la quería como nunca había querido a nadie, pero no soportaba no entender nada de la actitud de su hija. Habló con tutores, con profesores, con el director del instituto, que lo remitió a un especialista. La conversación, que tuvo lugar en un consultorio tétrico, resultó enriquecedora. La mutación de la niña, afirmó el especialista, era perfectamente lógica y estaba documentada por una experiencia ancestral y toda clase de diagnósticos y estudios científicos. Así pues, ningún motivo para preocuparse.

El padre no se quedó tranquilo. En casa, la niña era cada vez más insolente, de una rebeldía arbitraria, a menudo estúpida, y cualquier intento de castigo o de diálogo resultaba simétricamente estéril. A través de un socio de su empresa, contactó con un reputado neurólogo que le dio una conferencia sobre los últimos avances en materia de evolución mental de los adolescentes. Mientras el especialista hablaba, el padre tenía la impresión de que cada palabra, cada precisión avalada por la investigación, le alejaba más de su hija. El neurólogo le habló de saturación hormonal, de vulnerabilidad, de efervescencia, de evolución de los lóbulos y de un combate entre dopamina y melatonina, estrógenos y testosterona.

“Es la pubertad”, decían otros padres, y se encogían de hombros, como si, con un grado de inmadurez que lo sacaba de quicio, dieran la batalla por perdida. Ellos, en cambio, perseveraron. Cuando convenía dar un paso atrás, lo daban. Cuando convenía marcarla más de cerca, la marcaban. Al padre le dolía tener que admitir que había fracasado en una primera fase. Mejor dicho: estaba dispuesto a admitir la posibilidad del fracaso siempre y cuando tuviera una explicación. Ni la tensión de los peores momentos les desunió. Juntos como en el momento de concebirla y traerla al mundo, abortaron todas las tentaciones propias de esta fase de la existencia: el gusto por el riesgo, las malas compañías, la espiral de la droga, la anorexia, la bulimia, la huida sectaria.

En este largo proceso también tuvieron que ceder en algunas cosas, pero se trataba de cesiones irrelevantes: la decoración de su cuarto, un curso de inglés en Irlanda o un piercing, largamente negociado hasta lograr que no fuera ni en la boca ni en el ombligo. No podían prever que, después de tantos esfuerzos, el problema fuera que nunca habían pensado en separarse. Ahora tienen la mirada fija en la nube de humo que, procedente de los pulmones y de los cigarrillos del padre, ocupa la habitación. Sin decírselo, son conscientes de que ya no les quedan fuerzas. Se quieren. Tanto que ya no les hace falta decírselo. Por eso, cuando el padre termina el último cigarrillo del paquete, se levanta y se abrazan, todavía sin decir nada. “Hoy empezaré a buscar un piso para mí y hablaré con el abogado para que inicie los trámites”, dice él finalmente. Y ella, conmovida, le dice: “Voy a llamar a la niña para darle la noticia. Se va a poner muy contenta.”


SERGI PÀMIES, Si te comes un limón sin hacer muecas, Anagrama, Barcelona, 2007, pp. 43-48.

martes, 28 de diciembre de 2010

[UMBRÍO POR LA PENA...], Miguel Hernández



Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!



Miguel Hernández. 25 poemas ilustrados, Kalandraka, Pontevedra, 2010.

MADRE MEDEA, Pilar Adón

MADRE MEDEA


Regresó a Madrid con diez carretes de fotografías, unos cuantos pañuelos del Soho, algún anillo, pantalones de diseño escocés, galletas, unas gafas de sol, una camiseta blanca con un dibujo invernal y el lema Snowing in London, libros comprados en Dillon's, frascos de mermelada, cajas de té, una maleta que le rompieron en el aeropuerto y por la que hizo una reclamación en la que tuvo que detallar todo lo que llevaba dentro, sellos, tazas, envoltorios de chocolatinas, papel de regalo, cinco cd's, revistas y un niño.

En aquella época se dedicaba a escribir e ilustrar libros de viajes en ¡os que incluía sus propias fotografías y, cuando el niño tenía casi un año de edad, decidió que con el dinero recibido por la última actualización de su guía de Londres junto con lo que sacara del alquiler de su antiguo piso, podría permitirse el traslado a otro piso más grande en un barrio en el que nadie preguntara nada y en el que nadie supiera quién era. Y así lo hizo. No se lo pensó dos veces, porque para realizar el plan que tenía en la cabeza debía estar sola con el niño, completamente sola. Los demás tienden a moralizar sobre temas que no comprenden Moralizan, dan consejos, opinan, consideran... Y su proyecto era ciertamente inmoral. Extraño. Socialmente reprobable, incluso. Por lo que debía mantener el secreto más absoluto para poder lograr una personalidad pura, completa y únicamente intelectual, libre de los perniciosos contactos directos con el resto de la humanidad.

Al cabo de unos años, la única relación que el niño Jason mantenía con el mundo se producía a través de ella, de los libros, la música y de algunos programas de televisión cuidadosamente seleccionados con anterioridad. Sólo se le permitía ver informativos, programas culturales y alguna película especialmente interesante. Como ella no veía ningún otro espacio, al niño no le resultó difícil amoldarse a las directrices de su madre, ya que se produjo en él un proceso de mimetización considerablemente más agudo del habitual. El niño no tuvo otro progenitor al que emular más que a Elena Ocampo. No tuvo profesores de los que adquirir pautas de conducta o hábitos. Tampoco jugó con otros niños, por lo que no conocía el afán de superación física que se adquiere cuando se pierde un partido de fútbol o no se gana en la competición de relevos, ni experimentó la mezcla de sensaciones amor—odio hacia los alumnos de cursos superiores que, en cierta forma, sustituyen la de otro modo absorbente figura de los padres. Por todo esto, Jason sólo imitaba a Elena Ocampo, y lo que ella hacía lo hacía también él de la manera más espontánea, porque era lo que había visto desde que nació: leía al poner la mesa y escuchaba música clásica mientras se lavaba los calcetines.

Naturalmente, el niño Jason poseía una cara extremadamente pálida y unos ademanes lentos, pesados y oscilantes. Nunca había recibido directamente la luz del sol y su actividad corporal se limitaba a caminar por la casa, tomar un libro de una estantería o levantarse para beber agua. Elena Ocampo pensaba que los ejercicios gimnásticos eran del todo inútiles porque lo único que lograban era extenuar el cuerpo hasta el límite de no permitir ninguna otra labor posterior y, como ella quería obtener un ser eminentemente culto, no podía permitirse perder el tiempo en la consecución de una adecuada masa muscular Así que el pequeño Jason estaba flaquito y bastante poco desarrollado físicamente para sus ocho años. Si alguien hubiera llegado a conocerle entonces, habría calculado que no pasaba de los cinco y, además, habría percibido inmediatamente un intenso parecido con Elena Ocampo en todos los aspectos: movimientos, gestos, voz, la forma de sostener los cubiertos al comer, los libros al leer, los cuadernos al escribir... Se podría decir que mantenían una relación casi teatral entre ambos: Elena actuaba, planeaba, interpretaba su papel de madre profesora, y Jason aprendía, reaccionaba e imitaba.

Ella sabía que si se llegaba a descubrir el innegable hecho de que su hijo Jason no iba ni había ido nunca al colegio, el asunto podría desembocar en tragedia. De una forma o de otra, lograrían arrastrar al pequeño hasta cualquier aula colmada de niños que irían vestidos todos con su misma ropa y que serían tratados de la misma manera, aunque no supieran en qué curso incluirle debido a su ni supieran en qué curso incluirle debido a su nivel académico —evidentemente muy superior a lo que era de esperar a su edad—, y aunque los profesores se encontraran desbordados por la incesante lluvia de incisivas preguntas que Jason formularía constantemente. Y, respecto a Elena Ocampo, quizá perdiera la custodia del niño. Quizá perdiera su trabajo... Pero también sabía que cualquier riesgo merecía la pena con tal de ver cómo Jason demostraba que una educación bien dirigida podía engendrar genios, quizá un tanto asociales, pero genios sin duda. La vida que se desarrollaba era sólo el consuelo inmediato para aquellos que no encontraban satisfacción en sí mismos y, entonces, debían buscarla en los demás. Elena Ocampo quería dirigir la creatividad del pequeño hasta elevarla por encima de prejuicios y, así, mostrarla auténtica.

La verdad era que ella siempre había querido alcanzar algún tipo de inmortalidad. Ahora trabajaba en la televisión. Era presentadora de un programa dedicado al turismo rural, y aquello suponía, en cierto modo, una forma de conseguir cierta permanencia, algo efímera quizá, aunque real. Pero lo había intentado muchas veces antes: había deseado apasionadamente creer en alguna religión, pero no lo consiguió. Quiso emigrar al Tíbet. Quiso conocer a Paul Bowles. Quiso inventar algún objeto revolucionario o descubrir algo que supusiese un enorme avance para la humanidad... Hasta que un día, en Londres, supo que estaba embarazada, y entonces dejó de buscar su propia eternidad para comenzar a proyectarla sobre aquel futuro niño que sería su hijo Jason. Ella se haría infinita mediante la grandeza de él. Y, con esta idea, emprendió la elaboración de un plan formativo único para el niño. Crearía un método educativo especial e infalible que incluiría, entre otras muchas medidas, la de ordenar a las enfermeras que durante el parto pusieran muy cerca de su cama y a un volumen bastante moderado música clásica para que el niño sintiera cierta continuidad entre lo que había estado escuchando durante meses dentro de ella y lo que continuaría escuchando una vez fuera. También lo hizo con la aspiración de reducir el impacto de la expulsión. Pronto comenzó a acunarle leyendo en voz alta obras de Gide, Proust, Tolstói o Woolf. Decoró su habitación con láminas, postales y fotografías de Modigliani, de Gauguin y de Monet. Y nada de comenzar a hablar con sonidos como ajo o mamá —ella siempre le exigió que la llamara Elena—, sino con palabras como latín, libro, comer o París. Al fin y al cabo, no había mucha diferencia entre la pronunciación de ajo y la pronunciación de sajón, o entre mamá y matin. Desde su punto de vista, enseñar como primera palabra algo tan simple como ajo era una desastrosa pérdida del potencial retentivo de una mente virgen.


Elena Ocampo se movía algo inquieta en el asiento trasero del taxi. El conductor dedujo que se trataba de impaciencia:
—No se preocupe, señorita. Ya pasamos el accidente. Mire ahí. Mire... Menudo golpe. Seguro que hay heridos... ¿No se lo decía? Si es que no me extraña. Con esta lluvia...
Ella se fijó en el bulto que estaba extendido en el suelo, inmóvil, y no dejó de mirarlo hasta que el taxi avanzó lo suficiente como para perderlo de vista. Aquellas luces rojas y aquellas luces azules. Aquellos hombres intentando ayudar a otros hombres. Hombres informando, redactando... Vendría una grúa, retirarían el coche, limpiarían los restos de sangre, harían desaparecer los cristales, y allí, después de todo, no habría sucedido nada. Un hombre muerto, quizá de treinta y cinco años, quizá soltero, quizá casado, quizá de profesión abogado o arquitecto o decorador... Elena Ocampo nunca había hablado de la muerte con su hijo, pero daba por hecho que los libros le habrían enseñado ya algo sobre eso. La muerte era una constante en la literatura. Un tema tan frecuente como el amor o la guerra. En los informativos generalmente no se hablaba de otra cosa e incluso en el arte había cientos de representaciones de seres muertos. Además, ella sabía que Jason ya tenía las nociones elementales porque más de una vez le había sorprendido imitando alguna escena violenta. Nada serio, en realidad. Un día le encontró bajo la luz del flexo de su dormitorio, con lágrimas inmensas rodándole por la cara y el brazo izquierdo bañado en sangre. Habían estado viendo una película bélica aquella misma tarde, después de comer. Elena se acercó a él y ambos estuvieron observando el fluido rojo durante un instante.
—¿Te duele? —preguntó ella.
—Un poco —dijo el niño temblando.
—Yo creo que lo que te pasa es que tienes miedo. Te asusta la sangre, ¿no?
Jason levantó la cabeza, miró a su madre y no contestó. Siguió temblando hasta que Elena Ocampo terminó de curarle la herida.

Al llegar a su calle salió del taxi y le dijo al conductor que se quedara el cambio. Una vez en el ascensor, empezó a buscar sus llaves. Las llevaba en algún lugar de su bolso, pero nunca las encontraba con facilidad dado el desorden que mantenía entre sus cosas más cotidianas. Salió del ascensor, recorrió el breve espacio que conducía a su casa y, cuando abrió la puerta, notó que, extrañamente, no se oía ninguna música. El niño no había salido a recibirla y Elena comenzó a llamarle. Al no recibir respuesta, recorrió la biblioteca, la cocina, el larguísimo pasillo, hasta que, por fin, le encontró en su propia habitación. Jason estaba pálido, pequeño y delgado, corno siempre, pero además tenía de nuevo las manos llenas de sangre e intentaba esconder una cuchilla manchada de un rojo opaco debajo de la butaca que ella reservaba para colocar los libros que estuviera leyendo. Esta vez se había herido una pierna, y Elena Ocampo le encontró aterrorizado, tratando de detener el flujo de sangre que rodaba lentamente hacia sus tobillos. Se acercó a él, observó el carácter de su herida y preguntó:
—¿Vas a hacer esto con mucha frecuencia? ¿Se va a convertir en una costumbre?
El niño no contestó, y Elena salió un instante de la habitación para volver poco después con unas gasas y agua oxigenada.
—Me gustaría que me lo dijeras para estar preparada y no llevarme estos sustos cada vez que llegue a casa. Si tienes previsto seguir lesionándote haz el favor de decírmelo ahora, porque te aseguro que no es nada agradable entrar y encontrarte lleno de sangre.
Su hijo Jason continuaba sin decir nada, temblando, Hizo algunos gestos de dolor cuando su madre volcó el frasco de agua oxigenada sobre su pierna, pero no se quejó y ella actuó con la mayor frialdad igualmente.
—Supongo que te estará escociendo, pero esto no es nada. Nada comparado con lo que te puede llegar a pasar si sigues experimentando con este tipo de cosas.
Dejó de curarle la herida, se puso de pie y tomó de una de las estanterías cuantos libros pudo abarcar con ambos brazos. Luego los dejó caer cerca del niño y, volviendo a arrodillarse junto a él, dijo:
—Si te empeñas en seguir hiriéndote, es posible que te mueras antes de lo esperado y entonces me parece que todo esto —Elena señaló el montón de libros desperdigados por el suelo— no va a servir de mucho.
El niño seguía temblando.
—Todo lo que has aprendido desaparecerá contigo y tanto esfuerzo no habrá servido absolutamente para nada.
—No me importa —dijo él en voz muy baja.
Elena empezó a curarle la herida otra vez.
—Así que no te importa...
—No...
—¿Y si te dijera que a mí sí, que a mí sí que me importa muchísimo? ¿Qué dirías entonces?—Esperó a que el niño dijera algo, pero su hijo no contestó—. ¿Es que te da igual que a mí sí me importe? Responde. —El niño continuaba en silencio, con la cabeza hundida entre los hombros, y ella empezó a acariciarle el pelo—. Yo quiero que seas el mejor, el más listo. Quiero que deslumbres a todo el mundo cuando salgas de casa.
El niño Jason levantó entonces la cabeza:
—Y yo no quiero que te quedes sola —murmuró.
Elena sonrió. No entendía qué quería decir, pero sonrió.
—Yo voy a estar contigo siempre, mi vida —le dijo.
—No quiero que te quedes sola si yo me muero.
—Pero es que tú no te vas a morir. Vas a estudiar y vas a aprender y vas a ser el chico más listo del mundo. Todos los demás sabrán quién eres y te admirarán y te tendrán envidia.
Ella sonreía confusa mientras miraba los ojos casi ausentes de su hijo, que había tomado la botella del agua oxigenada de sus manos y que ahora se echaba el líquido sobre la herida sin contemplaciones, sin miedos y sin temblores.
—Yo no quiero que te quedes sola...—repitió el niño Jason sin haber escuchado una sola palabra de lo que Elena Ocampo le había estado diciendo.
Y entonces ella abrió enormemente los ojos, y comprendió.


PILAR ADÓN, Viajes inocentes, Páginas de Espuma, Madrid, 2005, pp. 47-54.

domingo, 26 de diciembre de 2010

DIAMANTE NEGRO, Andrés Neuman


DIAMANTE NEGRO


El odio es un diamante color negro.
Lo aprieto y atraviesa la piel blanda.
Este diamante vale
tanto como la sangre que se lleva,
tanto como mi mano que se hiere.
La luz, la maravilla, la riqueza
tienen el mismo origen
que la materia innoble o el metal más impuro.
Alguien grita y no entiendo (¡abre la mano!)
alguien grita y aún no me amanece.
Traigo a casa la deuda de este odio,
un tesoro podrido con mi nombre.


ANDRÉS NEUMAN, Década (Poesía 1997-2007), Acantilado, Barcelona, 2008, p. 155.

sábado, 25 de diciembre de 2010

[CENICIENTAS], Rafael Coloma & James Finn Garner

CENICIENTA se tiraba al cartero
al chico de la pastelería
al repartidor del carbón
en fin
a todo aquel
que traspasase la puerta de servicio.

Su liviandad llegó a tal extremo
que el narrador le calzó un cuarenta y seis
y la expulsó del Cuento para siempre.

(Perrault declaró en el juicio:
"Cenicienta c'est moi".)


RAFAEL COLOMA, El límite de los espejos, Brosquil, Valencia, p. 59.

Cenicienta


Erase una vez una joven llamada Cenicienta cuya madre natural había muerto siendo ella muy niña. Pocos años después, su padre había contraído matrimonio con una viuda que tenía dos hijas mayores. La madre política de Cenicienta la trataba con notable crueldad, y sus hermanas políticas le hacían la vida sumamente dura, como si en ella tuvieran a una empleada personal sin derecho a salario.
Un día, les llegó una invitación. El príncipe proyectaba celebrar un baile de disfraces para conmemorar la explotación a la que sometía a los desposeídos y al campesinado marginal. A las hermanas políticas de Cenicienta les emocionó considerablemente verse invitadas a palacio, y comenzaron a planificar los costosos atavíos que habrían de emplear para alterar y esclavizar sus imágenes corporales naturales con vistas a emular modelos irreales de belleza femenina. (Especialmente irreales en su caso, dado que desde el punto de vista estético se hallaban lo bastante limitadas como para parar un tren.) La madre política de Cenicienta también planeaba asistir al baile, por lo que Cenicienta se vio obligada a trabajar como un perro (metáfora tan apropiada como desafortunadamente denigratoria de la especie canina).
Cuando llegó el día del baile. Cenicienta ayudó a su madre y hermanas políticas a ponerse sus vestidos. Se trataba de una tarea formidable: era como intentar apelmazar cuatro kilos y medio de carne animal no humana en un pellejo con capacidad para contener apenas la mitad. A continuación, vino la colosal intensificación cosmética, proceso que resulta preferible no describir aquí en absoluto. Al caer la tarde, la madre y hermanas políticas de Cenicienta la dejaron sola con órdenes de concluir sus labores caseras. Cenicienta se sintió apenada, pero se contentó con la idea de poder escuchar sus discos de canción protesta.
Súbitamente, surgió un destello de luz y Cenicienta pudo ver frente a ella a un hombre ataviado con holgadas prendas de algodón y un sombrero de ala ancha. Al principio, pensó que se trataba de un abogado del Sur o de un director de banda, pero el recién llegado no tardó en sacarla de su error.
-Hola, Cenicienta, soy el responsable de tu padrinazgo en el reino de las hadas o, si lo prefieres, tu representante sobrenatural privado. ¿Así que deseas asistir al baile, no es cierto? ¿Y ceñirte, con ello, al concepto masculino de belleza? ¿Apretujarte en un estrecho vestido que no hará sino cortarte la circulación? ¿Embutir los pies en unos zapatos de tacón alto que echarán a perder tu estructura ósea? ¿Pintarte el rostro con cosméticos y productos químicos de efectos previamente ensayados en animales no humanos? -Oh, sí, ya lo creo -repuso ella al instante. Su representante sobrenatural dejó escapar un profundo suspiro y decidió aplazar la educación política de la joven para otro día. Recurriendo a su magia, la envolvió de una hermosa y brillante luz y la transportó hasta el palacio.
Frente a sus puertas, podía verse aquella noche una interminable hilera de carruajes: aparentemente, a nadie se le había ocurrido compartir su vehículo con otras personas. Y llegó Cenicienta en un pesado carruaje dorado que arrastraba con enorme esfuerzo un tiro de esclavos equinos. La joven iba vestida con una ajustada túnica fabricada con seda arrebatada a inocentes gusanos, y llevaba los cabellos adornados con perlas producto del saqueo de laboriosas ostras indefensas. Y en los pies, por arriesgado que ello pueda parecer, llevaba unos zapatos labrados en fino cristal.
Al entrar Cenicienta en el salón de baile, todas las cabezas se volvieron hacia ella. Los hombres admiraron y codiciaron a aquella mujer que tan perfectamente había sabido satisfacer la estética de muñeca Barbie que unos y otros aplicaban a su concepto de atractivo femenino. Las mujeres, por su parte, adiestradas desde su más tierna edad en el desprecio de sus propios cuerpos, contemplaron a Cenicienta con envidia y rencor. Ni siquiera su propia madre y hermanas políticas, consumidas por los celos, fueron capaces de reconocerla.
Cenicienta no tardó en captar la mirada errante del príncipe, quien se encontraba en aquel momento ocupado discutiendo acerca de torneos y peleas de osos con sus amigóles. Al verla, el príncipe se sintió temporalmente incapaz de hablar con la misma libertad que la generalidad de la población. «He aquí -pensó-, una mujer a la que podría convertir en mi princesa e impregnar con la progenie de mis perfectos genes, lo que me convertiría en la envidia del resto de los príncipes en varios kilómetros a la redonda. ¡Y encima es rubia!»
El príncipe se dispuso a atravesar el salón de baile en dirección a su presa. Sus amigos siguieron sus pasos en pos de Cenicienta, y todos aquellos varones presentes en la sala que contaban menos de setenta años de edad y no estaban ocupados sirviendo copas hicieron lo propio.

Cenicienta, orgullosa de la conmoción que estaba causando, avanzaba con la cabeza alta, adoptando el porte propio de una mujer de elevada condición social. Pronto, sin embargo, resultó evidente que dicha conmoción se estaba convirtiendo en algo desagradable o, al menos, susceptible de producir disfunción social.
El príncipe había declarado de modo inequívoco a sus amigos que tenía intención de «poseer» a aquella Joven mujer. Su determinación, no obstante, había Irritado a sus compañeros, ya que también ellos la codiciaban y pretendían poseerla. Los hombres comenzaron a gritarse y empujarse unos a otros. El mejor amigo del príncipe, un duque tan robusto como cerebralmente constreñido, le detuvo a medio camino de la pista de baile e insistió en que él sería quien consiguiera a Cenicienta. La respuesta del príncipe consistió en un rápido puntapié en la Ingle, lo que dejó al duque temporalmente inactivo. El príncipe, sin embargo, se vio inmovilizado por otros varones sexualmente enloquecidos y desapareció bajo una montaña de animales humanos.
Las mujeres contemplaban la escena, espantadas ante aquella depravada exhibición de testosterona, pero, por más que lo intentaron, se vieron incapaces de separar a los combatientes. A sus ojos, parecía que no era otra que Cenicienta la causa del problema,
por lo que la rodearon dando muestras de una nada fraternal hostilidad. Ella trató de escapar, pero sus incómodos zapatos de cristal lo hacían casi imposible. Afortunadamente para ella, ninguna de sus rivales había acudido mejor calzada.
El estruendo creció hasta el punto de que nadie oyó que el reloj de la torre estaba dando las doce. Al sonar la última campanada, la hermosa túnica y los zapatos de Cenicienta se esfumaron y la joven se vio nuevamente ataviada con sus viejos harapos de campesina. Su madre y hermanas políticas la reconocieron de Inmediato, pero guardaron silencio para evitar una situación embarazosa.
Ante aquella mágica transformación, todas las mujeres enmudecieron. Liberada del estorbo de su túnica y de sus zapatos, Cenicienta suspiró, se estiró y se rascó los costados. A continuación, sonrió, cerró los ojos y dijo:
-Y ahora, hermanas, podéis matarme si así lo deseáis, pero al menos moriré contenta.
Las mujeres que la rodeaban volvieron a experimentar una sensación de envidia, pero esta vez enfocaron la situación desde una perspectiva diferente: en lugar de perseguir venganza, comenzaron desprenderse de los corpiños, corsés, zapatos y demás prendas que las limitaban. Inmediatamente, empezaron a bailar a saltar y a gritar de alegría, pues se sentían al fin cómodas con su prendas interiores y sus pies descalzos.
De haber distraído los varones la mirada de su machista orgía de destrucción, habrían podido ver a numerosas mujeres ataviadas tal y como normalmente acuden al tocador. Sin embargo, no cesaron de golpearse, aporrearse, patearse y arañarse hasta perecer todos, desde el primero hasta el último.
Las mujeres chasquearon los labios, sin experimentar remordimiento alguno. El palacio y el reino habían pasado a ser suyos. Su primer acto oficial consistió en vestir a los hombres con sus propios vestidos y afirmar ante los medios de comunicación que los disturbios habían surgido cuando algunas personas amenazaron con revelar la tendencia del príncipe y de sus amigos al travestismo. El segundo fue fundar una cooperativa textil destinada únicamente a la producción de prendas femeninas confortables y prácticas. A continuación, colgaron un cartel en el castillo anunciando la venta de CeniPrendas (pues así se denominaba la nueva línea de vestido) y, gracias a su actitud emprendedora y a sus hábiles sistemas de comercialización, todas -incluidas la madre y hermanas políticas de Cenicienta- vivieron felices para siempre.


James Finn Garner “Cuentos infantiles políticamente correctos”. Circe, Barcelona,1998.