domingo, 31 de julio de 2011

UNA NOCHE CUALQUIERA, José Luis Hidalgo


UNA NOCHE CUALQUIERA
[ESQUEMA]

La luna estaba en el cielo
como un sexo bajo falda.
José Luis Hidalgo

sábado, 30 de julio de 2011

NEGACIÓN, Esteban Dublín


NEGACIÓN

   Mi mujer ya no me mira, ya no me habla. He decidido llamar a sus padres a ver si ellos saben qué le sucede, pero no fue capaz ni de verlos a los ojos. Llamé a sus hermanos, a su mejor amiga, a su jefe, a sus compañeros del colegio, ¡a sus ex novios!, a los vecinos, a todo el que he podido, pero no. No le dice nada a nadie y todos parecen tan extrañados como yo. Hoy, incluso, llamé al cura que ella tanto admira a ver si le saca algo. Pero aún con todas las bendiciones que le dio y todos los aceites que le puso, tampoco pronunció palabra.

ESTEBAN DUBLÍN, Preludios, interludios & minificciones, Adéer Lyniad Ediciones, Bogotá, 2010.
FOTOGRAFÍA. EDUARDO BLÁZQUEZ

viernes, 29 de julio de 2011

LO QUE NO HEMOS COMIDO, Sergi Pàmies


LO QUE NO HEMOS COMIDO

Para contar esta historia necesitaremos la sala de espera de la consulta de una dietista diplomada. En su interior, deberemos poder colocar, sin estrecheces, una docena de sillas y una mesita. A continuación, cogeremos un hombre y una mujer heterosexuales, de unos cuarenta años, y los sentaremos procurando que mantengan cierta distancia entre sí. Conviene que no se conozcan y que, al verse, se saluden con la indiferencia propia de este tipo de espacios. No les añadiremos ni sal ni pimienta. Para que todo salga a pedir de boca, la mujer debe pesar noventa kilos y el hombre ciento quince, y ambos deben tener una vida matrimonial moderadamente infeliz. En la medida de lo posible, la dietista debería tardar un poco en llamarlos: así podrán estudiarse mutuamente en silencio –comprobarán que sudan más de la cuenta y que la ropa que llevan intenta hacerlos parecer menos gordos de lo que son– y, en función de las circunstancias, romper el hielo y empezar a hablar. Este contacto inicial deberá ser intenso y breve. Las primeras palabras, de apariencia banal, deben salpicar una simpatía más visual que verbal. Ellos tienen que ser los primeros en sorprenderse de que, sin haberlo imaginado antes, puedan sentir interés el uno por el otro, precisamente allí, en la consulta de una dietista que debería hacerles perder, como mínimo, quince kilos. Cuando la enfermera haya llamado a uno de los dos (no importa a cuál) y se hayan despedido con un sonriente «hasta pronto», al que se quede solo debería notársele cierta excitación. A continuación, los dejaremos macerar, cada uno en su casa, para que, una vez reblandecidos, el recuerdo les proporcione el aroma que nos permitirá pasar a la siguiente fase.
La maceración no será fácil. Tanto la mujer como el hombre intentarán disminuir la aportación calórica y ceñirse a una conducta lo bastante estricta para perder, la primera semana, tres generosos kilos. Les admirará su propia voluntad (ignoraban que fueran capaces de beber tanta agua), lograr respetar el horario de las comidas, pesar los ingredientes y aliñarlos con poco aceite, sin sal, intimidados por los niveles de colesterol certificados por los análisis y por la hipertensión detectada. Tampoco cometerán el error de pesarse prematuramente. Por eso, cuando siete días más tarde vuelvan a coincidir en la consulta, parecerá que tienen mejor color. En realidad, lo tendrán, ya que la maceración habrá hecho su efecto y las ganas de verse les habrán especiado el humor (si los pincháis con un tenedor notaréis que la grasa se ha esponjado). Llegados a este punto, es importante que la dietista tarde un poco más en atenderlos que la vez anterior. Así podrán hablar del tratamiento, mirarse sin prevenciones y verbalizar las renuncias a sus platos predilectos (el de ella: pato con nabos; el de él: parmentier de bogavante). Justo entonces –ni antes ni después–, avivaremos un poco el fuego para tostarlos y darles textura crujiente. Los ingredientes harán el resto: la complicidad mutua propiciará que él se atreva a invitarla a tomar un café. «Con sacarina», especificará, para que ella comprenda que, en apariencia, sólo se trata de un encuentro inocente, de compañeros de fatigas. Mientras dure la visita, la dietista notará que la mujer tiene la presión más compensada y que, al igual que el paciente anterior, ha perdido tres kilos. Aunque no dirá nada, también detectará en ella cierta prisa por acabar la visita y percibirá que sus andares son más animosos (se acabó arrastrar los pies, como hacía antes). El hombre y la mujer cruzarán la calle y, en el momento de entrar en la cafetería, él le abrirá la puerta. La sacarina será el elemento común de una infusión y de un café tomados para justificar este primer encuentro fuera de la consulta.
En algunas gastronomías se entendería que ya están a punto. Nosotros, en cambio, optaremos por una cocción más lenta y lo pospondremos todo una semana. Por separado, el hombre y la mujer prepararán las anécdotas y reflexiones que, más que nunca, necesitarán compartir. El tiempo les pasará deprisa porque tendrán que atender la agenda familiar y unas obligaciones profesionales que no les parecerán ni tan importantes ni tan esclavas. Desde un punto de vista dietético, la semana será productiva: perderán más toxinas y eliminarán buena parte de grasa y agua. De modo que, cuando regresen a la consulta, los tres kilos se habrán transformado en cuatro y medio y la dietista les felicitará con un entusiasmo que les llevará de nuevo a la cafetería. Esta vez las miradas serán más explícitas y el azúcar menos sacarina. Es el momento de apagar el fuego y servirlos. No utilizaremos una vajilla solemne. Mejor recurrir a enseres clásicos; en este caso, la cama de un meublé con sábanas impersonales pero limpias. La primera cata contendrá la información necesaria para entender la receta entera. Los dos cerrarán los ojos y, con muecas de gastrónomo, intentarán definir por separado un torrente de sensaciones que sólo tienen sentido si se analizan globalmente. Recuperar sabores después de tanto tiempo, identificarlos, apreciar su combinación y su preparación les proporcionará la energía para empezar de cero. Con la luz encendida, sin el pánico a dejarse ver, abandonarán los años de inactividad sexual a los que, acomplejadamente, se habían resignado. Ahora, en cambio, desprenderán un fulgor de aceituna. Agradecerán la falta de espinas, que el calor reconforte tanto como el de los caldos o que la cremosidad de los besos sea una mezcla, sin tropezones, de salsa y de helado (placeres que, si no tuvieran las manos ocupadas, les gustaría tomar con cuchara, pensando en el vino más adecuado para acompañar). No habrá ninguna extravagancia experimental. A partir de aquí, todo serán sobras. A veces, para aprovechar demasiado se acaba alimentando más la gula que el apetito. Aplicado a la mujer y al hombre, este criterio nos permite observar que, mientras dura la dieta, vuelven a encontrarse, siempre en el mismo meublé, e intentan repetir, con una determinación paramilitar, las sensaciones de su primera vez. Nada volverá a ser lo mismo: los gestos se han ablandado y la energía se ha resecado hasta el punto de que tienen que recurrir al engaño de las especias, en este caso conversaciones cada vez más domésticas, y más adelante, a la decadencia de los disfraces (colegiala-maestro, enfermera-paciente, sirvienta-señor). Más delgados, con la autoestima recuperada –les gustará sentirse halagados por miradas inéditas–, se las apañarán para no coincidir. A primera vista podrá parecer que la historia ha terminado. Pero, si tenemos paciencia y esperamos, veremos llegar a la consulta, procedentes de otros pastos, alimentados con piensos distintos, destinados a otros mataderos, nuevas parejas potenciales que, en el momento de descubrirse el uno al otro, disfrutarán con la oportunidad de vivir y dar lo mejor de sí mismos.


SERGI PÀMIES, La bicicleta estática, Anagrama, Barcelona, 2011, pp. 35-40.

jueves, 28 de julio de 2011

[JURO QUE ES BELLA...], Javier Salvago & Julio Abalde

Juro que es bella,
aunque sólo la he visto
de vuelta a casa,
borracho, sucio y ciego,
y alguna vez de niño.
JAVIER SALVAGO

FOTOGRAFÍA: Julio Abalde

miércoles, 27 de julio de 2011

REGLA DE ORO, Etgar Keret


REGLA DE ORO

   Por lo general, no nos besamos en público. Cecile, a pesar de todo lo guay que es, los escotes que lleva y su fuerte carácter de pelirroja, no deja de ser una rematada tímida. Y yo soy de esos que se fijan mucho en todo lo que pasa a su alrededor y que nunca consiguen olvidarse de dónde están. Pero la verdad es que aquella mañana sí lo conseguí y de repente Cecile y yo nos encontramos besándonos y abrazándonos sentados a la mesa de un café, como una pareja de estudiantes de instituto que intenta hacerse con un poco de intimidad en un lugar público.
   Cuando Cecile se fue al lavabo me terminé el café de un trago. El resto del tiempo lo aproveché para arreglarme un poco la ropa y ordenar las ideas.
   —Eres un hombre con suerte —oí una voz con un fuerte acento de Texas a mi mismísimo lado.
   Volví la cabeza. En la mesa contigua había un hombre mayor con una gorra de béisbol. Todo ese rato que nos habíamos estado besando él había estado allí, hubiese podido tocarnos con sólo alargar la mano, y nosotros habíamos jadeado y gemido casi sobre su beicon y su huevo revuelto sin tan siquiera darnos cuenta de su presencia. Resultaba realmente desconcertante, pero no había manera de disculparse sin empeorar las cosas todavía más. Así que me limité a sonreírle y a asentir con la cabeza.
   —No, de veras —continuó el viejo—, es muy raro conseguir conservar el amor después de casados. Normalmente, en cuanto la gente se casa, eso, sencillamente, desaparece.
   —Como usted ha dicho —seguí sonriendo—, soy un hombre con suerte.
   —Yo también —se rió el viejo, y alzó la mano con la alianza de boda—, yo también. Llevamos juntos cuarenta y dos años y ni tan siquiera hay asomo de desaliento. Mira, por mi trabajo me veo obligado a volar muchísimo y cada vez que me separo de ella, te lo digo, me entran ganas de llorar.
   —Cuarenta y dos años —le dije dejando escapar un educado silbido de admiración—, debe de ser una mujer muy especial.
   —Sí —lo corroboró el viejo.
   Vi que dudaba si sacar una foto o no y me sentí aliviado cuando renunció a la idea. La situación se estaba volviendo cada vez más incómoda, a pesar de que estaba más que claro que su intención era buena.
   —Tengo tres reglas —sonrió el viejo—, tres reglas de oro que me ayudan a mantener vivo nuestro amor. ¿Quieres oírlas?
   —Pues claro que quiero —le dije, mientras le hacía señas a la camarera para que me trajera otro café.
   —Primera regla —habló el viejo blandiendo un dedo en el aire—: todos los días intento encontrar algo nuevo que me guste de ella, aunque sea un detalle muy pequeño, ya sabes, la manera que tiene de contestar al teléfono, la forma que tiene de elevar la voz cuando simula no entender lo que digo y cosas por el estilo.
   —¿Todos los días? —me admiré yo—. ¡Eso tiene que ser muy difícil!
   —No tanto —se rio el viejo—, todo es ponerse a ello. Segunda regla: cada vez que veo a nuestros hijos, y ahora también a nuestros nietos, me digo a mí mismo que la mitad del amor que siento por ellos lo siento en realidad por ella. Porque la mitad de ellos son ella. Y última regla —siguió enumerando cuando Cecile, que ya volvía del lavabo, se sentó a mi lado—: cuando vuelvo de un viaje siempre le traigo un regalo a mi mujer. Aunque solamente me haya ido por un día.
   Asentí con la cabeza y le dije que lo recordaría. Cecile nos miraba a los dos algo confusa porque yo no soy precisamente el tipo de persona que entabla conversación en un sitio público con un desconocido, y el viejo, que por lo visto se dio cuenta de ello, se puso de pie dispuesto a marcharse. Se tocó el ala del sombrero y me dijo:
   —No cambies.
   A continuación le hizo una pequeña reverencia a Cecile y se fue.
   —¿Mi mujer? —se rió por lo bajo Cecile haciendo una mueca—. ¿No cambies?
   —Olvídalo —le dije acariciándole la mano—, es que ha visto mi alianza de boda.
   —Ah... —dijo Cecile dándome un beso en la mejilla—, tenía un aspecto un poco raro.
   En el vuelo de vuelta a Israel estuve solo, tres asientos para mí, pero como de costumbre no pude dormir.
   Pensé en el negocio con esa compañía suiza con la que no estaba muy seguro de que fuera a cuajar el acuerdo, y en la Play Station que le había comprado a Roí con el mando inalámbrico y todo. Y al pensar en Roí intenté recordar todo el rato que la mitad de mi amor por él era en realidad por Mira, y después intenté pensar en algún detalle que me gustara de ella, esa cara que pone corno de indiferencia cuando me pesca en una mentira. Hasta le compré un regalo en el Duty Free del avión, un perfume francés nuevo que la joven y sonriente azafata dijo que ahora todos compran y que incluso ella usa.
   —Compruébalo tú mismo —dijo la azafata y me tendió el bronceado dorso de la mano—, ¿no huele divino?
   Y la verdad es que la mano le olía maravillosamente bien.
        

ETGAR KERET, Un hombre sin cabeza, Siruela, Madrid, 2011, pp. 142-145.

martes, 26 de julio de 2011

lunes, 25 de julio de 2011

[DE PRONTO UN DÍA...], Almudena Guzmán


De pronto un día te ves deshilachada,
raída,
y te da por pensar en cosas tristes
como la soltería de una manzana
en el frutero,
un guantelete de cruzado en la nieve
o las bolsas que se ponen en el alféizar
para ahuyentar a las palomas.
        
El tiempo ronca y no te deja dormir.
        
Tocas el mundo y es una raspa de pescado.


ALMUDENA GUZMÁN, Zonas comunes, Visor, Madrid, 2011, página 81.

ILUSTRACIÓN: Carmen Valdés