miércoles, 4 de abril de 2012

NADIE LO VE, Alba Calderón Les


NADIE LO VE

   “El rencor es como el roto del jersey. Nadie lo ve, pero tú no dejas de hurgar con el dedo y hacerlo cada vez más grande”.

ALBA CALDERÓN LES, BABELIA, 25 de mayo de 2002, página 15.

martes, 3 de abril de 2012

[GREGORIA TIENE...], Juan Gracia Armendáriz



DÍA OCHENTA Y SIETE

   Gregoria tiene ochenta y dos años. Ha parido seis hijos, tiene tres nietos y una bisnieta. Es una mujer asarmentada, tendinosa, con un solo diente. Debió de ser tan fuerte como un hombre, en sus años mozos. Aún conserva energía suficiente para reír o gritar, si las enfermeras no aciertan a pincharla. Suele evocar a su marido, que la dejó viuda, cuando ella apenas contaba cuarenta años. Consiguió sacar adelante a su prole. Sirvió como asistenta en la casa de los ricos de su pueblo. Es mejor no animarla a recordar aquellos años porque entonces su fuerza se quiebra y los ojos se le humedecen. También crió a sus tres nietos, a los que abandonó su madre por el amor de un desconocido. Acogió en su casa a su hijo divorciado, un hombre solo con tres criaturas, a los que ha cuidó supliendo la figura de la madre. Hace unos meses, en un arranque de mal humor, nos dijo que se arrepentía de haber tenido seis hijos. «Si lo llego a saber no tengo ninguno» —dijo con voz árida. Todos esperábamos una explicación. Y la dio, haciendo un pareado: «Lo que pasa es que yo tengo la matriz muy baja... Y me quedo preñada con cualquier miaja».



JUAN GRACIA ARMENDÁRIZ, Diario de un hombre pálido, Demipage, Madrid, 2010, pp. 138-139.

lunes, 2 de abril de 2012

ARMAS, Sandra Petrignani



ARMAS

   Que una niña le pidiese a Papá Noel una pistola o un fusil era algo impensable. Podía jugar con los de sus hermanos o amigos, cuando se lo permitían. Sucedían estos intercambios. Los chicos a veces manipulaban las muñecas y las chicas disparaban. Se entraba en el territorio del otro con prudente impericia o fanfarrona superioridad. Los chicos pretendían lavar las muñecas, las hundían en el agua entre salpicaduras y protestas de las pequeñas madres, las zamarreaban cabeza abajo. Torpemente, las chicas imitaban el gesto ceñudo de los niños al gritar: «¡Estás muerto!», o se lanzaban a la carrera agitando las pistolas sobre sus cabezas, o se sentaban a caballo sobre el brazo de un sillón fingiendo que galopaban y apuntando a los indios. Pero preferían limitarse a observar el objeto extraño, hacer girar mil veces el tambor, repetir, fascinadas, el clic del gatillo, que se correspondía con la reacción del perro. A ellas les gustaba calentar la madera o el plástico de la empuñadura en la palma de la mano, sentir los dedos perfectamente adheridos a los surcos que facilitaban el agarre. El fusil era otra cosa, una cuestión de habilidad y de ojo donde prevalecían los grandes sin distinción de sexo. Como en el tiro al blanco del Ital Park, en casa se organizaban partidas: un blanco con círculos concéntricos, uno verde, uno blanco, uno rojo, con la puntuación: 50, 75, 100 se dibujaba en la panza de un piel roja de ojos feroces. Se cargaba el fusil con balines de goma, círculo número 100. El esfuerzo mayor consistía en mantener quieto el cañón mientras el índice oprimía el gatillo. La tensión aumentaba con la participación de los otros que, alrededor de quien estaba disparando, gritaban sus consejos, intervenían corrigiendo la mira, diciendo: «Así», «¡No!», «¡Más a la derecha!» ¡Más a la izquierda!». A menudo la partida terminaba en pelea.
   Las chicas temían el estallido y el olor a azufre de ciertos balines especiales, esos que se compraban por pocas liras en el quiosco contra la voluntad de los padres, que los hermanos disfrutaban haciéndolos estallar cerca de sus orejas, entre los pies, a la salida de la escuela. En cambio, se volvían locas por las carabinas con tapón, que teman un pequeño pedazo de corcho atado a un cordel que a su vez estaba atado a la abrazadera del gatillo. Se tapaba el cañón con el tapón. Cuando se disparaba, el tapón saltaba con un ruido seco que parecía el estallido de un beso.
   Pero las armas que a los chicos y las chicas les gustaban más eran los fusiles prohibidos, porque eran de verdad. Ni siquiera descargados debían ser inocuos si la prohibición de tocarlos era tan perentoria. Estaban encapuchados con envoltorios de tela, como los instrumentos musicales, arriba del armario. El abuelo pesaba la pólvora en una pequeña balanza de dos platillos, un objeto que aun sobrevive solo en el laboratorio del farmacéutico. Rellenaba con ella los cartuchos de cartón vacíos con el fondo metálico que después tendrían su lugar en los compartimientos cilíndricos del cinturón o del morral. A los niños les estaba concedido solamente tocar los cartuchos usados. Los hombres se iban de caza al alba y raramente llevaban a los niños. Casi nunca a las niñas, porque se impresionaban y trataban de impedir la matanza de las perdices negras y de los gordos cuajares. De caza, el fusil de verdad entraba en acción. Primero venía abierto y plegado, dos cartuchos resbalaban dentro del cañón doble. Se cerraba con un gesto preciso y un chasquido limpio. Después partía el disparo, insoportable y ensordecedor. El niño, a quien se le había permitido probar, empuñaba el fusil, emocionado, con la ayuda de un adulto. El pequeño dedo bajo el índice mayor quedaba aplastado y dolorido por la presión. El culatazo lo hacía trastabillar. Finalmente, el cuerpo del adulto —que con su estorbo incontrolado  había abrazado y apretado, obligado y sofocado en un tirar de cabellos enredados, orejas pellizcadas, mejillas enrojecidas por los pelos punzantes de la barba— se apartaba del cuerpo del niño. Él, como un animal demasiado tiempo retenido, escapaba para seguir saltando, lejos.
   Con más garra, en casa, se volvía a las armas de juguete. Conscientes de su crueldad se las manipulaba con más consideración. Y, entretanto, un racimo de  pajaritos muertos arrojado negligentemente sobre la mesa horrorizaba a las mujeres, a las que se les pedía que los cocinaran.


SANDRA PETRIGNANI, Catálogo de juguetes, La Compañía, Buenos Aires, 2009, pp. 22-23.

domingo, 1 de abril de 2012

EL INFIERNO, Virgilio Piñera

 EL INFIERNO

   Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la boca de nuestros padres. Después, esa noción se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman –¡las llamas de la imaginación!–. Más tarde, cuando ya nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia nos ponemos a describirlo. Ya en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía. Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega el día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues, ¿quién renuncia a una querida costumbre? 

VIRGILIO PIÑERA

sábado, 31 de marzo de 2012

RELACIÓN PLATÓNICA, Juan Rojo González


RELACIÓN PLATÓNICA

   Tengo una camisa que no he estrenado. Pasa de la maleta de ropa de invierno al armario y viceversa cuando la estación lo requiere. Sólo la doblo y la desdoblo según la ocasión. No hemos llegado a más.

 JUAN ROJO GONZÁLEZ,  BABELIA, 18 de mayo de 2002, página 9.

viernes, 30 de marzo de 2012

HISTORIA DE UNA CABEZA



HISTORIA DE UNA CABEZA
 
   Antiguamente, en la desembocadura del río Kobuk vivía un joven esquimal que tenía una cabeza por compañero favorito. Esta cabeza podía hablar y, a pesar de su falta de brazos y piernas, desplazarse.
   Un día los dos amigos fueron a un baile en el kaghzie. Al anochecer, el joven esquimal le dijo a la cabeza:
   —Es hora de regresar. Vamos a acostarnos.
   —Yo me estoy divirtiendo —le respondió la cabeza.
   Ve tú solo, yo volveré dentro de un rato.
   —¡Los perros te comerán en el camino!
   —¡No! Gritaré ¡ko-ha ko-ha! y se escaparán.
   El esquimal se marcho y la cabeza empezó a pensar en una muchacha, la más bonita del campamento, que no quería casarse. Salió subrepticiamente del iglú de la fiesta y rodó hasta la morada de ella. La joven, al oír ruidos, se despertó y vio la cabeza. De un salto cogió la cabeza de los pelos, la hizo girar con un movimiento de molinete y la lanzó por la puerta. Pero ésta no rodó, al contrario, se elevó por el aire y voló hasta el iglú donde su amigo el esquimal esperaba preocupado.
   —Querida cabeza, creía que los perros te habían devorado.
   —No, no. Se me hizo tarde. No me crucé con nadie por el camino.
   Al día siguiente, los dos amigos volvieron a bailar y otra vez, pese a las reprimendas del joven esquimal, la cabeza prefirió quedarse hasta la última danza y escaparse enseguida. Rodó hasta la vivienda de la bella, y aunque hizo menos ruido que la noche anterior, la muchacha —que tenía un oído fino— la oyó. La joven, fastidiada, volvió a cogerla por el pelo y arrojarla afuera. La cabeza llego al iglú de su amigo y se durmió a su lado sin contar nada de su desventura.
   A la noche siguiente la cabeza regresó a la morada de la muchacha. Ésta, juzgando que tanta pasión merecía una recompensa, aceptó casarse y vivieron muy felices.
   Pero al llegar la primavera, la extraña pareja notó que sus provisiones habían disminuido peligrosamente y que el hambre los amenazaba.
   —Atame una cuerda a los cabellos y con un movimiento de molinete, lánzame hasta la tundra —dijo la cabeza a su joven esposa—. Te demostraré qué buen cazador soy.
   Dicho y hecho. La cabeza regresó sin demora a la casa familiar, rodando en compañía de un reno muy gordo. La joven esposa, encantada, fue a decirle a sus padres que el yerno era un cazador muy intrépido y ellos se alegraron mucho. Pasaron los años y todos engordaron y se enriquecieron. Cada día la muchacha ataba la cuerda a los cabellos de la cabeza y la lanzaba más y más lejos. Hasta que llegó un momento en que ni la audacia ni las ganancias le parecieron bastantes. La cuerda nunca era bastante larga, la cabeza nunca llegaba demasiado lejos en la peligrosa tundra, los renos que traía jamás le parecían bastante gordos. Una mañana, al arrojar la pesada cuerda, su molinete fue tan violento que la cabeza se elevó hacia el cielo. La joven esposa la siguió durante largo rato con la mirada. La cabeza, triste y silenciosa, volaba sobre las colinas, los lagos y los pantanos. Voló y voló hasta desaparecer. Jamás regresó y ningún esquimal del inmenso noroeste ha vuelto a saber nada de ella...

Cuentos esquimales (Los cuentos del iglú), Olañeta, Palma de Mallorca, 1990.

jueves, 29 de marzo de 2012

VIDA REAL, Vladimir Holan


VIDA REAL

No es que ahora iniciemos un pleito con Dios.
¡Nosotros interferimos en su actividad!
Pues todos nosotros, por desgracia, vemos
sólo lo que resplandece.


Así, prisioneros de nosotros mismos, de nuestro acontecer,
gozamos de la ventaja de unas esposas tintineantes
y no comprendemos ya el juego
como base
y cumbre del universo.


VLADIMIR HOLAN, Pero existe la música, Icaria, Barcelona, p. 51.