domingo, 30 de septiembre de 2012

SOBRE CAMILO JOSE CELA, Antonio Martínez Sarrión

   Un curioso efecto de simetría, causado por la muerte de Cela: el 95 por ciento de lo publicado en diarios nacionales sobre el finado, como el mismo porcentaje de su obra, es pura inanidad, pura pérdida de tiempo. De la obra, lo único que de verdad me gustó fue su primera época: el Pascual Duarte y los primeros viajes; menos, La colmena; algo los carpetovinismos. San Camilo 36 no es más que la visita a una colección de burdeles madrileños, al filo de la tragedia. Cuando trató de hacer lo que él entendía por «vanguardia» se vio que resultaba forzado, ilegible, trivial en su pretenciosidad. Madera de boj, el tan anunciado texto que haría justicia a la Galicia marítima, al bravo mar de los Ártabros, no es más que una prolija colección de chistes y ocurrencias de gusto dudoso. Sobre el muerto, han estado bien Ignacio Echeverría, Haro Tecglen y sobre todo Gimferrer, meditado y justo. Lo mejor, que escuché a ráfagas, se debió a Carlos Casares: «Era un hábil imitador de Dalí para promocionarse» y lo opinado por un estudiante de doce o trece años: «Era un tipo duro, un tipo algo borde». Su hijo, que lo conocía de sobra, le afeaba su absoluta falta de piedad, como rasgo central de su persona. Anécdotas por él contadas: asustar a las pobres mujeres que volvían a sus casas cargadas con la compra; en casa de su patrona durante la guerra, limpiarse el culo con un canario, tras defecar en el teclado del piano, ¡qué hombrada! ¡Qué tipo ocurrente y original! Otro gesto nobilísimo fue ofrecerse a Franco, a su entrada en Madrid, para delatar a «rojos», ejercer como censor de libros y publicaciones, escribir por una montonera de dólares una novela venezolana, llena de indigenismos, a la mayor gloria del sanguinario dictador Perez Jimenez. Su manipulacion y prepotencia a la hora de cubrir vacantes en la Academia o de discernir el ganador del Premio Cervantes, el cual se hizo otorgar obscenamente, tras el injusto Premio Nobel, como su creciente y ya no disimulado reaccionarismo ideológico, fueron notorios. Un gacetillero de periódico a pie de capilla ardiente se quejaba o fingía quejarse del escaso, casi nulo, numero de escritores que fueron a rendirle el último homenaje. Un gesto a su favor que pocos conocen: en un almuerzo, cuando su miserable lacayo Umbral que le escupió nada más morir en un libro se desató contra Juan Benet, le dijo: «¡Cállate, Paco, que Benet fue un gran escritor!». Muere, en fin, un autor enormemente sobrevalorado en vida —Italo Calvino o Juan Marsé, grandes de verdad, así lo escribieron— y un ser humano despreciable. La historia de la literatura lo pondra, sin duda, en su lugar. (Adición en 2009: hemos sabido por la prensa que la muy cacareada y económicamente dotada Fundación Cela de Padrón está en un estado de decadencia y abandono lamentables.)

ANTONIO MARTÍNEZ SARRIÓN, Escaramuzas, Alfaguara, Madrid, 2011, pp. 52-53.
    

sábado, 29 de septiembre de 2012

ABURRIMIENTO, Sam Shepard


ABURRIMIENTO
        
   Estaban aburriéndose. Para cenar comieron puerco espín y luego se pincharon caballo y repasaron la colección de placas de matrículas, con un comentario especial para cada estado. Arkansas, donde «aquel oso estuvo a punto de atrapar a Hodie». Wyoming con su «forma diferente de llevar el sombrero». Mississippi: «Aquel idiota mongoloide con su esquife de barro». Dos de ellos se fueron con una lata de cinco litros de gasolina a volar la playa. Otros dos trazaron un círculo en la pared y jugaron a lanzar cuchillos de pescador. Dos más examinaron el planeta Venus y hablaron de la profecía de los Hopi. El séptimo se quedó mirando las cagadas de rata, pensando Ojalá tuviese una escopeta. Cualquier clase de escopeta. Una escopeta azul. Una escopeta rápida. Una escopeta lenta. Un duelo a fusil. Un Winchester, un Winchester de palanca, 30.30. Eso sí que es un fusil capaz de cualquier cosa. Y, además, precioso. Cuando lo tienes en tus manos te sientes a gusto. Como un cowboy. Alguien estaba pidiéndole que lavara los platos. Se puso en pie, rompió la silla contra la espalda de aquél. Se acercó otro que quería saber por que lo habia hecho. Dijo que sonaba con un Winchester.

                 
         SAM SHEPARD, Luna Halcón, Anagrama, Barcelona, 1981, página 64.
      

viernes, 28 de septiembre de 2012

CÓMO OCURRIÓ, John Gawsworth




CÓMO OCURRIÓ

   El desdichado loco Stanley Barton ha muerto. Tal vez el lector recuerde la vista de su juicio o, dado que este tipo de casos no despiertan más que un interés pasajero, tal vez no.
   El infeliz se pasaba el día entero mirando por la ventana de su celda con ojos desencajados, y no tardamos en observar que éstos buscaban siempre un bosquecillo de abetos que se alzaba dentro de los estrechos límites que abarcaba su vista. A veces, especialmente los días de mucho calor, se comportaba de un modo extraordinariamente violento, y era necesario adoptar las medidas de rigor para impedir que se lesionase a sí mismo o a alguno de sus celadores. Murió en el curso de uno de tales ataques, dejando el siguiente relato de su crimen, que parece ofrecer suficiente interés al estudioso de la locura y de la criminología para que merezca ser publicado.

   ¿Eres débil, amigo? ¡No! Me gustaría preguntarte cómo demonios lo sabes. ¿Te han puesto alguna vez a prueba? ¿Te han tensado y retorcido en alguna ocasión todos los nervios y fibras de tu cuerpo hasta ver si saltaban hechos pedazos? ¿Estás seguro de esa pequeña cavidad que tienes en el lado izquierdo? ¿Confías en ese minúsculo coágulo que se esconde sobre tu ceja derecha? Creo que ahí puede albergarse cierta debilidad. Voy a ponerte a prueba. G-r-r-u-p. ¡Chas! ¡Ah, ya lo decía yo! ¡Al manicomio con él! ¡Es un hombre débil! Pero, cuidado, no fue ése mi caso. Porque yo era fuerte, sí, muy fuerte, ¡en alma y cuerpo! Yo les había pasado revista a todos, desde la tapa de mi cráneo hasta  las plantas de mis pies, probándolos uno a uno, y los encontré todos en perfecto estado. Pero luego me enzarcé con Ellos en una lucha, y Ellos me los partieron todos a la vez, todos, los grandes y también los pequeños, que hasta que no saltaron en dos no parecían tener demasiada importancia. Y entonces Ellos me trajeron aquí, donde tendría que ser el Rey, pues los míos están todos rotos, mientras que los demás no han perdido más que uno o dos. A veces los de los otros se arreglan y entonces se van, pero las puntas de los míos chirrían cuando se rozan, haciéndome un daño espantoso, y ya nunca se recompondrán.
   Además, aún tengo memoria, y eso volvería a hacerlos saltar otra vez. Fue mi hermano quien tuvo la culpa, ¿sabes? Él fue el causante de todo. Empezaré por decirte que yo lo odiaba desde que tuve uso de razón. Era unos cuantos años mayor que yo y todos le llamaban «Guapo». Era alto y rubio y gustaba a las chicas. Había una a la que gustaba muy especialmente, una a la que yo amaba. Se llamaba Margery, y era muy hermosa. Pero a mí no me importaba que le gustase mi hermano. Podía permitirme el lujo de esperar, ¿sabes?, porque, aunque yo era moreno y de baja estatura, sabía que era mejor que él. En una ocasión, estando Margery presente, se lo hice saber así a mi hermano.
   —¡Maldito sea!—rugió—, ¡más le valdría tener un poco más de orgullo y no andar por ahí metiendo las narices donde nadie le llama! ¿No te parece, Margery? —y los dos se echaron a reír—. ¡Largo de aquí!—añadió. Dieron media vuelta y se fueron.
   Vivíamos entonces en el corazón del condado de Surrey, y todas las noches, a las ocho y media, mi hermano cruzaba los campos de labor situados a un extremo de nuestra finca y se encontraba con Margery en el bosquecillo de abetos que cerraba el horizonte por aquel lado. Sé que iba allí todas las noches porque yo solía seguirlo y espiaba sus devaneos amorosos desde mi escondite en lo alto de un árbol. Yo era muy ágil, te lo aseguro, tan ágil como un gato.
   Pues bien, una noche, poco después del desaire de mi hermano, me dirigí hacia allí tomándole la delantera. Había decidido que ya no amaba a Margery por haberse reído de mí de un modo tan mezquino. En la oscuridad, ella no podía ver quién se aproximaba, y al oír mis pasos salió de la espesura y corrió a mi encuentro, tomándome por mi hermano. Era una pobre estúpida, y no perdí el tiempo. La atravesé con el cuchillo de trinchar que había cogido del aparador del comedor y que llevaba oculto bajo el abrigo. Puso una cara increíblemente cómica. Me recordó aquellos lechoncillos que veía siempre los días que había mercado. Profirió un grito de dolor, luego un sollozo ahogado, cayó de bruces y quedó inmóvil en el suelo. Arrojé el cuchillo entre los matorrales. «¡Vaya, Margery, ahora sí que estás graciosa!», le dije mientras la arrastraba por el pelo dentro del bosquecillo. Y con un hierro y un martillo con que—previendo acontecimientos—me había provisto, la ensarté por el pecho a mi árbol. Y luego le cerré la chaquetilla sobre la blusa que iba tiñéndose de rojo para que el hierro que terminaba en un garfio no se viese. Me lo estaba pasando en grande.
   «¿Y qué? ¿Ahora ya no te ríes de mí, Margery?», pregunté, sin poder reprimir a mi vez una risita dándole un puntapié, y su cuerpo no ofreció resistencia la muy idiota.
   No había mucho tiempo que perder, pues mi hermano debía de estar al llegar de un momento a otro, así que trepé a mi escondite en el árbol y até a él fuertemente un cabo de soga que había llevado. Después hice un amplio nudo corredizo al extremo y una pequeña lazada un poco más arriba, y con el martillo clavé otro hierro en el tronco a unos tres pies por encima de donde había atado la soga a la rama. Como puedes ver, nunca tuve la menor duda de que yo era el mejor y sabía lo que había que hacer. Me puse de pie en el árbol con la soga enrollada en mi mano y esperé.
   Mi hermano apareció al cabo de unos momentos.
   Sentí ganas de echarme a reír, ¡todo era tan divertido! En ese instante debió de ver el vestido, pues con voz alegre y aflojando el paso exclamó: «¡Conque estás ahí, eh!», y al avanzar se situó justo debajo de mí. ¡No puedes imaginarte lo fácil que fue todo! Era como jugar a los tejos en una feria. ¡Plop! ¡El lazo corredizo le cayó sobre la cabeza! ¡Blanco! El nudo corredizo se deslizó ajustándosele a la nuca. Me puse de pie con la espalda pegada al árbol, di un tirón, corrí la lazada pequeña de la soga hacia arriba y la anudé al hierro. Abajo mi hermano pataleaba como un poseso. Sus manos se agarraban al cuello y sus piernas coceaban en el aire. Pero la soga era fuerte y podía con él. ¡Oh, qué maravilla! Nunca me había sentido tan feliz. Bajé gateando del árbol y pasé revista a la pareja. Margery estaba en silencio, tenía la cabeza caída hacia delante y sus brazos colgaban inertes. Pero mi hermano seguía pataleando, dale que te dale. Parecía que los ojos fueran a salírsele de las órbitas. Empezó a ponerse de un color morado y unos ruidos escaparon de su garganta.
   —¡Más le valdría tener un poco más de orgullo y no andar por ahí metiendo las narices donde nadie le llama! ¿No te parece, Margery?—le pregunté.
   Pero Margery no parecía entender mis palabras. Las sacudidas dieron paso a la quietud, a una deliciosa quietud. El lastre de la soga se balanceaba dulcemente, movido sólo por la inercia de su propio peso. Miré el pedregoso sendero que se abría tres pies por debajo de los pies colgantes de mi hermano.
   —¡Largo de aquí!—le grité, acompañando mis palabras con un silbido.
Luego di media vuelta y me marché.

JOHN GAWSWORTH, Cuentos únicos, Siruela, Madrid, 1989, páginas 175-179.

Ilustración: José Clemente Orozco

jueves, 27 de septiembre de 2012

EL MAR Y OTRAS COSAS DE LAS QUE TAMBIÉN ME ACUERDO, Mónica Gutiérrez Serna

   Mónica Gutiérrez Serna en este álbum recuerda la relevancia de la figura de su abuelo, del que recupera unos hermosos dibujos que muestran a quienes seguimos a esta artista las raíces de su singularidad. Con una materia que llevaría a otros a la sensiblería, ella es capaz de ofrecer un emotivo y contenido ejercicio de sensibilidad.


MÓNICA GUTIÉRREZ SERNA, El mar y otras cosas de las que también me acuerdo, Thule, Barcelona, 2011, 40 páginas.


Ilustración: Jaime Serna

miércoles, 26 de septiembre de 2012

[CÓMO DUELE LA BELLEZA!...], Pedro Casariego Córdoba



   ¡Cómo duele la belleza! ¡Cómo te va matando! Me he levantado tristísismo. A las 2 de la tarde. En otoño los árboles apartan sus ansias de cielo y bajan al suelo, se hacen reales, se dejan abrazar...


Fotografía: Devoto & Lombo

martes, 25 de septiembre de 2012

LA LECHUZA, Ko Un




LA LECHUZA

La lechuza en pleno día
abre grandes los ojos
nada puede ver
Espera,
tu noche vendrá seguro.

KO UN, Ananda, Casariego, Madrid, 2005, página 12.

lunes, 24 de septiembre de 2012

NAGASAKI, Alfonso Sastre



NAGASAKI

   Me llamo Yanajido. Trabajo en Nagasaki y había venido a ver a mis padres en Hiroshima. Ahora, ellos han muerto. Yo sufro mucho por esta pérdida y también por mis horribles quemaduras. Ya sólo deseo volver a Nagasaki con mi mujer y con mis hijos.
   Dada la confusión de estos momentos, no creo que pueda llegar a Nagasaki enseguida, como sería mi deseo; pero sea como sea, yo camino hacia allá.
   No quisiera morir en el camino. ¡Ojalá llegue a tiempo de abrazarlos!

ALFONSO SASTRE



IRENE ANDRES-SUÁREZ, Antología del microrrelato español (1906-2011), Cátedra, Madrid, 2012, página 202.