domingo, 2 de diciembre de 2012

PISCIFACTORÍA, Juan Salmerón


PISCIFACTORÍA


   A esta hora somos los de siempre en la playa: las parejas que sueltan a los perros, los jubilados que no se conforman con mojar los pies, varios surfistas tempraneros, yo misma. A pesar de que sobra arenal para ni siquiera vernos, hay carriles trazados por huellas que no borra la marea, que nos llevan a entrechocarnos. Poco sé de los surfistas, aunque al padre que siempre acompaña a uno de los más chicos tuve que arrearle unos cuantos coscorrones, tiempo ha, en la escuela; de la rubia del bóxer, puedo decir que se mostró amable, un día, al preguntar el porqué de mi muleta; de los viejos bañistas, me bastaría contemplar el reportaje anual que emiten sobre sus valentías en televisión, pero, aunque escueza, he de reconocer que, de Gerardo y Toño, querría saber bastante menos.
   A los nuevos, la primera vez los vi en lontananza: dos calvos cogidos por la cintura, salpicando de besos en la boca cada uno de sus pasos. En ese primer momento pensé, con repugnancia, en todos los extravíos que traía al pueblo el demonio de la piscifactoría. Luego, cuando los raíles nos situaron en andenes paralelos, el asco se transformó en sorpresa, la sorpresa en vergüenza. Ninguno de los dos tenía pelo: ni él, ni ella. Unos pendientes de perla, la blusa entallada, las uñas de los pies y los labios pintados, restauraban una feminidad que le había hurtado la quimioterapia.
   A partir de esa mañana, observarlos se convirtió en un entretenimiento para soportar el hastío de mis paseos cojos. El devenir de los días me permitió examinar la delicadeza con la que él la iba alojando en sus brazos, el mimo con el que se apresuraba a levantarla de la arena cuando se cansaban de estar sentados. No me contenté con sentir envidia y desviar la mirada. Fui inventando una biografía para cada uno de ellos: novios ya en la facultad (él estudiaba farmacia, ella lo esperaba a las puertas de Magisterio), los vi aturdidos y felices en su pronto matrimonio, dichosos en el nacimiento de la hija que ahora los telefoneaba, diariamente, para preguntar por ese otro salitre que corroe las entrañas.
  Desaparecieron del arenal cuando las nubes se encapotaron para anunciar la primera tormenta de verano. No me conformó la obviedad: decirme que nada se puede hacer en un pueblo como éste con los pies mojados. Imaginé un agravamiento, un regreso precipitado al hospital, una evolución clínica tripulada por la metástasis. Por eso, ahora cierro los ojos, entro en la habitación sin llamar y ocupo su cama. Elijo su piel: es mejor la vida aquí, tomada de la mano del hombre que siempre te quiso, de la hija a la que has parido, que no allí, en la orilla, arrastrando estas piernas que a ningún lado me llevan, sola, desamparada, asustada como el alevín de rodaballo que, ante el ruido de mis pasos, huye de la libertad en busca del abrigo de su jaula.
JUAN SALMERÓN

sábado, 1 de diciembre de 2012

LA MUERTE DE MARÍA ANTONIETA, Miguel Sawa




LA MUERTE DE MARÍA ANTONIETA
        
   Ríase usted de todos esos idealistas que creen posible la igualdad, la fraternidad humana! Mientras el mundo exista, existirá la ley de castas y la diferencia de clases. El poder real es el poder real, la aristocracia es la aristocracia, y el pueblo es el pueblo. ¡Si lo sabré yo, que soy el hombre más grande que ha producido la Revolución francesa!
   Voy a contarle a usted lo que me ha ocurrido en esta mi segunda aparición en la vida.
   Hay en Madrid, en la llamada calle de Tudescos, una casa triste, lóbrega, sin sol y sin aire, que amenaza venirse abajo, rendida por la pesadumbre de los años. Pues bien, en esa casa ha vivido, hasta hace poco, la propia María Antonieta, reina un tiempo de Francia.
   Yo la vi una tarde asomada al balcón, y quedé deslumbrado ante su belleza soberana. Luego, pensé: «¡Pero si yo conozco a esa mujer!» Y seguí reflexionando: «¡Vaya si la conozco!» Pero no acertaba a adivinar quién era. Hasta que mi cerebro se iluminó de pronto con la luz de una idea: «¡Pues si es la Austriaca
   Sí, aquella mujer era la propia imagen, el propio retrato de la pobre reina guillotinada. Como ella tenía la frente alta y serena, los ojos azules, los cabellos rubios —de un rubio pálido, color de oro viejo—, la boca altiva, la nariz aguileña.
   La ilusión era completa. Estaba en presencia de María Antonieta rediviva. Y tuve tentaciones de saludarla con una reverencia de minué.
   Usted dirá: «¿Pero cómo podía ser aquella mujer, María Antonieta?» La verdad, no sé que responderle. La vida está llena de estos hechos inexplicables.
   Sin embargo, ¿por qué no creer que hay seres extraordinarios a quienes Dios concede el privilegio de gozar de dos o más existencias? Yo soy uno de esos seres extraordinarios. Fíjese usted en mí. ¿No me reconoce usted? Esta fealdad grandiosa de mi rostro debe ser para usted una revelación. Dios sólo ha hecho un hombre semejante a mí —dijera mejor un monstruo—: Mirabeau. Y al no ser yo Mirabeau, claro es que tengo que ser por fuerza Danton.
   Sí, sépalo usted; yo soy el famoso convencional del 89, el compañero de Marat y Robespierre, el hombre de las matanzas de septiembre; yo soy aquel que dijo al verdugo al pie de la guillotina: «Enseñarás mi cabeza al pueblo, ¡que bien vale la pena de que la vea!» Yo soy Danton redivivo. ¿Y querrá usted creerlo? Así como yo me doy cuenta de mi existencia, así como yo sé quién soy, María Antonieta, en cambio, ha olvidado por completo su historia, su pasado, ignora quién es, y no hay modo de convencerla de que ha nacido en Viena y que es hija de María Teresa y viuda de Luis XVI.
   Yo le hice el amor con fines puramente altruistas; yo intentaba, al casarme con ella, realizar la unión entre la monarquía y el pueblo. Y María Antonieta me ha rechazado, se ha burlado de mí. ¡Si no hay modo de hacer compatible lo que es fatalmente incompatible!
   Yo me dirigí a ella con el siguiente discurso:
   —Señora: Vengo a proponeros la alianza del poder real con la revolución. El siglo XX no es el siglo XVIII. Ya no hay clases ni privilegios. Su igual humana es un hecho y María Antonieta bien puede ser la esposa de Danton.
   Ella se echó a reír.
   —¡Pero está usted loco!
   Yo continué imperturbable:
   —¡Qué felicidad haberla encontrado a usted en esta triste casa de la calle de Tudescos! ¿Pero por qué ha abandonado usted su palacio de las Tullerías? ¿Viene usted acaso de Versalles o de Marly? ¿Dónde está su corte amable de adoradores? ¿Y el conde de Artois? ¿Y el de Provenza? ¿Y los caballeros Coigny, Tersen, Vaudreil, Lauzan y tantos otros? ¿Dónde sus damas? ¿Y la princesa de Lamballe? ¿Y el buen rey? Permítame usted, señora, que la salude con una reverencia de minué. Permítame usted que bese con toda cortesía su manita real.
   No, no se asuste usted, no me mire usted con esos ojos de espanto. Yo ya no soy el Danton de aquellos tiempos terribles. Yo soy ya otro hombre distinto. Si quiere usted, estoy dispuesto a gritar «¡viva la Monarquía!», a condición de que usted grite: «¡viva la República!» Hagamos un pacto: unamos a la vieja Tiranía con el pueblo emancipado. ¡María Antonieta casada con Danton! ¿Y por qué no? Ya le he dicho a usted que estos son otros tiempos. Además, el odio de la Revolución nos ha igualado. ¡Piense usted que nuestras cabezas han podido besarse en la trágica cesta del verdugo Sansón! Yo abjuro, señora, en honor de usted, de todos mis ideales políticos. Danton se declara cortesano de María Antonieta. ¿Cómo no ser vasallo de tal reina? Imagínese usted por un momento que soy el conde de Artois o el de Provenza, que soy uno de tantos caballeros de su corte de amor. Permítame usted que me arrodille a sus pies, como cumple a un buen cortesano. ¡Oh, reina y señora, yo la adoro con toda mi alma!
   Ella me miraba asustada, sin saber qué responderme.
   —¡Me da usted miedo! ¡Yo no soy María Antonieta!
   —¡Ah!, ¿te obstinas en negar? ¡Tú eres María Antonieta! ¡Tú eres la Austriaca!
   Y la cogí furioso por un brazo. ¡Danton estaba con la calentura!
   —¡Suélteme usted!
   —¡Declara que eres la Austriaca!
   —¡Perdón! ¡Soy inocente!
   —¡No!
   —¡Socorro! ¡Socorro!
   Le eche las manos ai cuello.
   —¡Muere, pues, ya que no quieres ser mía!

   Por eso le decía a usted que no es posible la alianza entre el poder real y el pueblo.
        

        
     MIGUEL SAWA, Historias de locos, Domenech, Barcelona, 1910,  pp. 136-145.

viernes, 30 de noviembre de 2012

[JUGAR ES...], Peter Handke




"Jugar es (para los monos a la puesta de sol) retrasar la hora en la que llega el miedo"

PETER HANDKE, Fantasías de la repetición, Las Tres Sorores, Zaragoza, 2000, p. 34.

jueves, 29 de noviembre de 2012

[CIERRO LOS OJOS...], Juan Gelman



XI

   Cierro los ojos bajo el solcito romano. Pasás por Roma, sol, y dentro de unas horas pasarás por lo que fue mi casa, no llevándome sino iluminando sitios donde falto, que reclamo, que reclaman por mí.
   Los vas a calentar de todos modos, exactamente cuando de frío temblaré.

11-5-80

miércoles, 28 de noviembre de 2012

PASOS CONTADOS, Pere Calders


PASOS CONTADOS

   Desde la curva, pregunté dónde comenzaba aquel camino y unos cazadores me explicaron que exactamente allí donde se recortaba la silueta del sauce encima del horizonte. Caminé hasta desollarme los pies y, al llegar al sauce, un hombre clavado en el suelo me dijo que aquello no era ningún comienzo, sino uno de los finales. Al descubrir mi mirada de estupor -y quién sabe si de espanto-, el hombre clavado en el suelo me recomendó que no hiciera aspavientos y que me buscara un agujero protegido y a mi medida antes de que se pusiera el sol. "Luego —añadió- todo son prisas."

PERE CALDERS, Ruleta rusa y otros cuentos, Anagrama, Barcelona, 1984, página 288.

Ilustración: Helena Arregui López

martes, 27 de noviembre de 2012

EFECTOS SECUNDARIOS, David González



EFECTOS SECUNDARIOS

   Está sentado junto a mí el tío este —ahora mismo no me acuerdo cómo se llama— que para poder colocarse necesita tomar, como poco, tres botes de jarabe para la tos. Jarabe con codeína. Histaverín.
   Estamos sentados en el respaldo de uno de los bancos de madera del parque del Ambulatorio.
   Me habla de la priva. Le digo que yo conozco una especie de vino dulce, muy parecido al jerez, que, además de costar muy barato (una gamba el litro), te pone muy bien, te deja muy a gusto, muy chachi.
   La mistela.
   —¿Cómo dices que se llama? —me pregunta.
   —Mistela.
   —¿Mistela?
   —Sí. Eso mismo. Mistela.
   —¿No tendrás un bolígrafo por ahí, eh?
   —¿Que quieres apuntarlo?
   —Pues entonces vete hasta el kiosco y apúntalo allí.
   El kiosco está justo detrás de nosotros, a unos ocho o diez metros más o menos.
   —Mistela, ¿no?
   —Yes.
   A mitad de camino, el tío al que le salen manchas verdes en la piel, se para, se gira, vuelve sobre sus pasos y me dice:
   —Tío, ¿cómo era el nombre?
   —Mistela.
   —¡Eso, joder! ¡Mistela! Se me había olvidado.
   Esta vez sí. Lo consigue. El tío que caga una mierda dura y verdosa una vez cada quince días, consigue llegar al kiosco antes de que se le olvide el nombre. Le pide a la quiosquera un cacho de papel y un lápiz o un bolígrafo, y entonces, cuando ya va a escribir el nombre sobre la superficie del papel, se queda en blanco, se echa las manos a la cabeza, da la vuelta y se acerca corriendo.
   —Mis, ¿qué?
   —Mistela. MIS TE LA. ¿Te acordarás?
   —Sí, creo que sí.
   Pero no. Llegar al kiosco y borrársele el nombre de la memoria es todo uno.
   —¿Cómo era, tío? ¿Cómo era? ¿Mismela? ¿Miscela? ¿Misquela?
   —Déjalo, anda. Quédate aquí. Ya voy yo, pringao.
        
        
DAVID GONZÁLEZ, Ley de vida, DVD, Barcelona, 1998, pp. 28-29.

lunes, 26 de noviembre de 2012

[LOS RASCACIELOS NOS PISAN...], Pedro Casariego Córdoba

Los rascacielos nos pisan.
La luz no es recta.
Las puertas bailan mejor que nosotros.


PEDRO CASARIEGO CÓRDOBA, La vida puede ser una lata, Árdora, Madrid, 1994, p. 67.