sábado, 31 de agosto de 2013

DÍA DE BODA, Seamus Heaney


DÍA DE BODA

Tengo miedo.
El sonido se ha parado en el día
y las imágenes se repiten
sin cesar. ¿Por qué esas lágrimas,

el pesar salvaje en su rostro
fuera del taxi? Crece
el jugo del lamento
en nuestros invitados que saludan.

Tras la gran tarta estás cantando
como una novia abandonada
que persiste, demente,
y que atraviesa el ritual.

Cuando fui a los lavabos
había un corazón con una flecha
y palabras de amor. Deja que duerma
recostado en tu pecho, camino al aeropuerto.

Seamus Heaney

&
Pavel Otdelnov

[TODO SE HA DICHO...], Kobayashi Issa & Matej Andraz Vogrincic

 


Todo se ha dicho
ha sido ya pensado
llegamos tarde

Kobayashi Issa

Ilustración: Matej Andraz Vogrincic

viernes, 30 de agosto de 2013

[PENSABA QUE LAS CALAS ERAN TAZAS...], María José Ferrada & Zuzanna Celej


Pensaba que las calas eran tazas.
Y tomaba en ellas la leche de la tarde.
Mis únicos invitados eran los caracoles
y una nube blanca de la que sacaba azúcar para la merienda.


El abuelo titilaba en las flores del manzano.

Y todo
era perfecto.


MARÍA JOSÉ FERRADA, El idioma secreto, Faktoría de Libros, Pontevedra, 2013. pp. 36-37.

jueves, 29 de agosto de 2013

[IDÉNTICO AL PEZ...], Kobayashi Issa & Ben Frank Moss & Blas García

Idéntico al pez
que ignora el océano
el hombre en el tiempo

Kobayashi Issa



miércoles, 28 de agosto de 2013

LA MAESTRA, Adriano González León & Man Ray


LA MAESTRA

A Óscar Díaz Punceles

   Empinada en su mesa, muy ausente, la señorita dijo que el cuerpo humano era de malabar. Se marchita, creándolo, la savia dura poco: Cabeza, tronco y extremidades son una pura congoja. Esa lámina, niños, toda sangre roja, la vamos a cambiar.
   El pizarrón se volvió un manto negro y las patas se doblaron en cruz.
   Todos los caminos de nuestra extensa geografía y los 2.815 kilómetros de costas están llenos de olvido. Desde la zona montañosa, por las vertientes, el relieve terrestre se define con la palabra silencio, niños, atención, no abran la boca hasta el momento de cantar el himno nacional. La flora y la fauna lloran y el clima subtropical es insoportable. Así como dos y dos son cuatro, es menester estar atentos, muy atentos. El caballo de Atila viene pisando la hierba, oigan los golpes, el ventrículo derecho se me ahoga, perdonen, se suspenden las tareas asignadas para hoy.
   Ahora se sabe por qué las tizas y creyones tenían ese agobiante olor. Francisco Durán Vásquez, boticario, dejó vacío el frasco de cianuro y le escribió una carta dándole sus razones.

ADRIANO GONZÁLEZ LEÓN, Todos los cuentos más uno, Alfaguara, 1998, Madrid, p. 191.

martes, 27 de agosto de 2013

EL DINOSAURIO QUE NO PODÍA DORMIR, José Luis Zárate & Aldo Ojeda



EL DINOSAURIO QUE NO PODÍA DORMIR

   Érase un dinosaurio que llegó a la fama no por méritos propios, sino porque despertó al lado de la persona equivocada que, para colmo, se tomó el asunto a lo trágico, lo comentó a todo el mundo, y lo publicó en su Facebook.
   El dinosaurio no entendía cómo un hecho estrictamente íntimo podía obtener 7,500 likes y 1,355 comentarios en sólo unas horas.
   Lo peor, claro, fueron las fotos en Instagram y el video en YouTube que fue retirado por contravenir las normas morales del servicio, pero que para entonces había sido clonado y ubicado en mil sitios distintos.
   Vio a quien había iniciado la tormenta mediática llorar en tres noticieros distintos, un par de programas de variedades y un talk show. En todos ellos decía, llorando, con lágrimas de furia, de resignación, de asco, de vergüenza, de odio: “Y cuando desperté…”
   Con qué horror el dinosaurio vio al público entero corear el remate de la frase: “… todavía estaba ahí”.
   Lo peor fue el meme, la canción (reggaeton, además), los llaveritos.
   De alguna manera apareció en su Linkedin y en su entrada en la Wikipedia aclaraban que él era ese dinosaurio.
   La gente con quien dormía hacía siempre el mismo chiste al despertar (“¿Sigues ahí?” ) y escuchó tantas variaciones malas sobre el tema que dejó de acudir a fiestas y se planteó seriamente las ventajas de la vida célibe y solitaria del anacoreta.
   Tomó demasiado café y las noches le parecían pobladas de risas y se negaba a dormir porque era lo que había empezado todo.
   La zorra (que había sido difamada en más de una ocasión —no siempre falsamente—) le recomendó que tuviera paciencia. La memoria de la masa, dijo, es un conejo que corre buscando siempre otro agujero.
   El dinosaurio no entendió la metáfora, pero agradeció el consejo y se resignó a esperar a que se cansaran de atormentarlo.
   Pasó tiempo (incluso la zorra se sorprendió) pero al fin la tormenta empezó a amainar.  El dinosaurio ya no fue tan popular y su imagen dejó de aparecer en diarios amarillistas y sitios XXX.
   Y entonces pasó algo raro. El dinosaurio se sintió menos real después, hubo un vacío y un ahogo cuando los reflectores se alejaron y alguien no supo cómo completar el estribillo: “Y cuando despertó…”
   El dinosaurio hizo un álbum de recuerdos, guardo los souvenirs y bibelots creados con su imagen, se encontró tarareando la canción y los chistes rancios le parecían increíblemente ingeniosos.
   Ahora, cuando se rasura frente al espejo, cuando un funcionario le pregunta su nombre, cuando alguien duerme a su lado, el dinosaurio añora la fama y se pregunta si él en realidad sigue ahí.

lunes, 26 de agosto de 2013

[EN OCASIÓN DEL QUINCUAGÉSIMO ANIVERSARIO DE LA BOMBA...], Phillippe Forest & Yosuke Yamahata

   En ocasión del quincuagésimo aniversario de la bomba, unos periodistas se propusieron encontrar a los hombres y mujeres que Yamahata fotografió. Ni que decir tiene que sólo unos pocos seguían con vida. Los que en aquella época escaparon a la muerte, habían perecido después de cáncer o de viejos. Inexplicablemente, la joven madre que daba el pecho a su bebé se contaba entre los supervivientes. Cuando le enseñaron la imagen, de medio siglo de antigüedad, en la que ella —magníficamente igual a pesar de los años, gloriosamente idéntica a sí misma— aparecía en todo su desaparecido esplendor de antaño, contó que el niño había muerto hacía tiempo, que en pocos días todas sus fuerzas lo abandonaron y acabó consumiéndose.
   Nadie puede comprender el corazón de esa mujer y lo que sentía mientras unos desconocidos le entregaban una imagen —quizás nueva para ella— que contenía todo cuanto le quedaba de su hijo perdido. Atravesando el campo inconcebible del tiempo, acudía a ella: no el niño mismo —puesto que nada podía hacerlo resucitar—, sino el hijo irremediablemente perdido, que se le restituía así y del que sólo podía decir una cosa: que aquel niño, como todos los demás, era infinitamente precioso, que nada podía justificar su horrible desaparición, que el paso de los años en nada atenuaría el escándalo desnudo de su ausencia. Y mirándolo por segunda vez, con una  mirada que atravesaba el tiempo entero de su vida, la mujer —misteriosamente sonriente— devolvía al niño vivo el regalo generoso y melancólico de su inconsolable amor.


PHILLIPE FOREST, Sarinagara, Sajalín, Barcelona, 2009, pp. 241-242.