domingo, 9 de junio de 2019

PARALELO 36, Raquel Vázquez

RAQUEL VÁZQUEZ, Paralelo 36, Talentura, Madrid, 2019, 154 páginas.

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   El escultor puede elegir tallar madera o labrar piedra para arrancar de la masa informe, la espiral, el pliegue, el volumen de la figura. También puede elegir pensar el inverso: modelar barro o yeso, para obtener un molde en el que fundir una pieza que solo requeriría pequeños retoques de cincel con los que pulir los detalles.
   Todo parece indicar que Raquel Vázquez ha decidido optar en Paralelo 36, su segundo libro de relatos, por esta última técnica. Una artista común habría utilizado ese molde para, lícitamente —en un ejercicio de variatio—, clonar las figuras, para las que podría haber elegido distintas texturas o acabados. Ella, sin embargo, y tal vez para la perplejidad del lector, opta por hundir su cabeza en el interior de ese hipnótico molde, con la pretensión de escrutar y acariciar ese seno, a fin de analizar todas las aristas, rugosidades y heridas que se ocultan en ese vacío, en el Vacío. A través de estos dieciséis relatos, en los que el lector viaja, entre otros lugares, por Argentina, Chile, China, EE.UU., España, Italia o Japón, se desvelan las distintas formas en las que la mayoría de las personas viven o malviven o, simplemente, pasean su traumática existencia por el planeta Tierra. Ello convierte a Paralelo 36 en un pequeño (aunque ambicioso) tratado sobre el sinsentido de la vida contemporánea en un siglo XXI que parece haber globalizado el dolor del vacío.
   Tras este aserto, se podría suponer que en Paralelo 36 predominará la sátira. Raquel Vázquez renuncia a ridiculizar los comportamientos estereotipados de los que un lector común puede tener noticia en cualquier suplemento dominical. A ella le interesa escalar de la anécdota a la categoría, por eso su afán didáctico se ciñe a señalar que los paralelos no son líneas imaginarias; al contrario, son tan reales como las fronteras que traza la sinrazón de ciertos hombres que permite que se apilen, innúmeros, los cadáveres de hombres desconocidos (Ágnostos ántras). La que podría ser una lección de geografía política o, geografía [y] política, es, en realidad, una indagación sobre la terrible infamia que degrada al ser humano, que lo convierte en un ser vil, desconocido de sí mismo.
   «Es difícil construir una vida sobre oquedades» leemos en El final de los puentes, un relato clave para entender esta radiografía sobre los deseos humanos y su consecuente y permanente frustración: el adolescente protagonista, con un bachillerato bien asentado, filosofa citando a Heráclito o a los matemáticos Fleury y Euler, de los que extrae un aprendizaje vital: los caminos de la vida están interconectados, pero dado el primer paso, ya no es posible retroceder. Son muchos los relatos en los que Raquel Vázquez indaga sobre el arrepentimiento, sobre la impotencia, sobre la imposibilidad de revivir la vida o, algo que, éticamente, podría ser aún más gratificante, desvivirla, como desearía hacer Martina para evitar, sin su metafórica miopía, el abandono de un hogar violento y una madre a la que no supo ayudar.
   Son minoría los relatos protagonizados por parejas estables: El final de los puentes, El sol del membrillo, Esta alfombra no encaja, U.S. Route 69. En ellos, Raquel Vázquez tematiza la convivencia lastimada, la renuncia a los sueños y el consecuente distanciamiento, la desintegración de la pareja (y la persona), la traición amorosa y la autodestrucción. El hilo de Esta alfombra no encaja, deriva de Las torres de Hanói, el juego matemático inventado por Édouard Lucas, por el que sabemos que el éxito de todos proyectos de vida reside en «seguir el algoritmo correcto, encajar las piezas propias en las demás a través del orden adecuado».
   En la mayoría de los relatos se nos presentan más que relaciones truncadas, relaciones no nacidas: proyectos de vida que no concretaron su existencia al no ser correspondidos (Overflow); son muchos los personajes a los que acompaña la sensación de que su nombre nunca figurará en la lista (Durantula), que caminan dando «pasos que no llevan a ninguna parte» (Las torres de Hanói).
   El tiempo real, todos lo sabemos, pasa con firmeza trágica, inevitable; el tiempo de los sueños, pocas veces (tal vez nunca) llega, por eso, el que anhela, lamenta desde la lontananza que esos deseos nunca se aproximen, le duele verlos girar sobre sí como una incansable peonza (El sol del membrillo), alimentando la frustración y la sensación de derrota: la vida no vivida es contemplada así como una agónica y fatal pérdida de tiempo, o mejor aún, una agónica y fatal pérdida de el Tiempo. Vivir —leemos en (El sol del membrillo)— es una pérdida: «perder en forma de derrota, perder en forma de ausencia».
   Este dolor de vivir que atraviesa la médula de la mayoría de los personajes, promueve la consciencia de todos vivimos nuestras vidas, de espaldas unos a otros, o en paralelo. Le resulta difícil obtener provecho y placer en el acto de existir a aquel que piensa, como Bianca en En la pared un pájaro, que «siempre debería haber sido todo de otra forma»; a aquel que no se conforma con las carencias, mezquindades, y secreciones del fango tangible de la cotidianidad, porque tantas veces (¿por qué no decir siempre?) «la realidad es insuficiente» (Ummagumma).
   El lector percibirá, en principio, que los relatos se suceden de modo inorgánico; sin embargo, conforme avanza la lectura, la imagen de la aparente yuxtaposición de las piezas, se desvanecerá en favor de una estructura de líneas paralelas que confluyen en un punto de fuga: el último relato (en el que reaparecen como protagonistas, personajes secundarios de otros cuentos), el homónimo Paralelo 36, que contiene seis relatos de corredores que se ignoran, cada uno en su calle, peleando por una vida para la que no hay una feliz meta.
   Entre relato y relato, el lector podrá cerrar sus ojos y, desde la realidad de la ficción, sentir que «la mirada nos pesa porque éste no es el mundo que soñamos» (El sol del membrillo): al fin y al cabo, ineludiblemente, cuando se disipan los sueños, manchan de óxido las manos esos «cielos que creímos plata» y, casi siempre atraviesa nuestro pecho la saeta que nos envenena recordándonos que acabaremos olvidándonos de nosotros mismos, olvidaremos lo que no somos y, entre las cenizas, puede que permanezca tan sólo el pasado que nunca llegaremos a ser.
   «Termina el partido—leeremos en Bajo la piel—. Lo que no termina nunca es la derrota.»

frc