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sábado, 21 de diciembre de 2013

DÍA LABORABLE, Herta Müller



DÍA LABORABLE

   Las cinco y media de la mañana. Suena el despertador.
   Me levanto, me quito el vestido, lo pongo sobre la almohada, me pongo el pijama, voy a la cocina, me meto en la bañera, cojo la toalla, me lavo la cara con ella, cojo el peine, me seco con él, cojo el cepillo de dientes, me peino con él, cojo la esponja de baño, me cepillo los dientes con ella. Luego voy al cuarto de baño, me como una rebanada de té y me bebo una taza de pan.
   Me quito el reloj de pulsera y los anillos.
   Me quito los zapatos.
   Me dirijo a la escalera y abro la puerta del apartamento.
   Cojo el ascensor del quinto piso hasta el primero.
   Luego subo nueve peldaños y estoy en la calle.
   En la tienda de ultramarinos me compro un periódico, luego camino hasta la parada de tranvía y me compro unos bollos, y al llegar al quiosco de periódicos me subo al tranvía.
   Me bajo tres paradas antes de subir.
   Le devuelvo el saludo al portero, que me saluda luego y piensa que otra vez es lunes y otra vez se ha acabado la semana.
   Entro en la oficina, digo adiós, cuelgo mi chaqueta en el escritorio, me siento en el perchero y empiezo a trabajar. Trabajo ocho horas.

HERTA MÜLLER, En tierras bajas, Siruela, Madrid, 2009, pp. 181-182.
&
Gastão de Magalhães

domingo, 16 de junio de 2013

MI FAMILIA, Herta Müller


MI FAMILIA

   Mi madre es una mujer que va siempre embozada.
   Mi abuela ha perdido la visión. En un ojo tiene cataratas, y en el otro, glaucoma.
   Mi abuelo tiene una hernia escrotal.
   Mi padre tiene otro hijo de otra mujer. No conozco a la otra mujer ni al otro hijo. El otro hijo es mayor que yo, y la gente dice que por eso yo soy de otro hombre.
   Mi padre le hace regalos de Navidad al otro hijo y le dice a mi madre que el otro hijo es de otro hombre.
   El cartero siempre me trae cien leis en un sobre por Año Nuevo y dice que me los manda Papá Noel. Pero mi madre dice que yo no soy de otro hombre.
   La gente dice que mi abuela se casó con mi abuelo por sus tierras y que estaba enamorada de otro hombre con el que hubiera sido mejor que se casara porque su parentesco con mi abuelo es tan cercano que aquello fue un cruzamiento consanguíneo.
   La otra gente dice que mi madre es hija de otro hombre y mi tío es hijo de otro hombre, pero no del mismo otro hombre, sino de otro.
   Por eso el abuelo de otro niño es abuelo mío, y la gente dice que mi abuelo es el abuelo de otro niño, pero no del mismo otro niño, sino de otro, y que mi bisabuela murió muy joven, aparentemente a consecuencia de un catarro, pero que aquello fue algo muy distinto de una muerte natural, que realmente fue un suicidio.
   Y la otra gente dice que fue algo muy distinto de una enfermedad y de un suicidio, que fue un asesinato.
   Al morir ella, mi bisabuelo se casó en seguida con otra mujer que ya tenía un hijo de otro hombre con el que no estaba casada, pero que a la vez también era casada y que después de ese otro matrimonio con mi bisabuelo tuvo otro hijo del que también dice la gente que es de otro hombre, no de mi bisabuelo.
   Mi bisabuelo viajaba cada sábado, año tras año, a una pequeña ciudad que era un balneario.
   La gente dice que en esa ciudad se juntaba con otra mujer.
   Hasta se le veía en público llevando de la mano a otro niño con el que incluso hablaba otro idioma.
   Nunca se le veía con la otra mujer, pero, según la gente, ésta sólo podía ser una prostituta del balneario, ya que mi bisabuelo nunca se dejaba ver con ella en público.
   La gente dice que hay que despreciar a un hombre que tenga otra mujer y otro hijo fuera del pueblo, que aquello no es mejor que el incesto puro y simple, que aquello es aún peor que el cruzamiento consanguíneo, que aquello es pura y simple ignominia.


HERTA MÜLLER, En tierras bajas, Siruela, Madrid, 1990, pp. 9-10.

viernes, 18 de enero de 2013

SOBRE LOS DOLORES FANTASMAS DEL RELOJ DE CUCO, Herta Müller



SOBRE LOS DOLORES FANTASMAS DEL RELOJ DE CUCO  

   Una noche del verano del segundo año vimos colgado de la pared, encima del cubo de hojalata del agua potable, justo al lado de la puerta, un reloj de cuco. No conseguimos averiguar cómo había llegado hasta allí. Así que pertenecía al barracón y al clavo del que pendía, a nadie más. Pero nos molestaba a todos y a cada uno de nosotros. En la tarde vacía se oía el tictac, ya fueses, vinieses, durmieses en tu cama o te limitases a permanecer tumbado, enfrascado en ti mismo o esperando porque estabas demasiado hambriento para quedarte dormido y demasiado débil para levantarte. Pero la espera no traía nada, salvo el tictac en la úvula, duplicado por el tictac del reloj.
   Para qué necesitábamos allí un reloj de cuco. Para medir el tiempo, no nos hacía falta. No teníamos nada que medir: por las mañanas, el himno que sonaba por el altavoz del patio nos despertaba, y por la noche, nos mandaba a la cama. Siempre que nos necesitaban iban a buscarnos y nos sacaban del patio, de la cantina, del sueño. Las sirenas de la fábrica eran un reloj, al igual que la nube blanca de la torre de refrigeración y las campanitas de las baterías de coque.
   Seguramente el reloj de cuco lo había traído Kowatsch Anton, el tamborilero. A pesar de que juraba que no tenía nada que ver con el asunto, le daba cuerda a diario. Si está colgado debe de funcionar, aducía.
   Era un reloj de cuco normal y corriente, pero lo que no era normal era el cuco. Salía a menos cuarto y daba la media hora, y a los cuartos, la hora entera. A la hora en punto lo olvidaba todo o se equivocaba, duplicando la hora o dividiéndola por dos. Kowatsch Anton aseguraba que el cuco funcionaba perfectamente con respecto al horario de otras zonas del mundo. A Kowatsch Anton le enloquecía el reloj entero: el cuco, sus dos férreas pesas en forma de piña y el ágil péndulo. Le habría encantado hacer anunciar al cuco durante toda la noche sus otras zonas del mundo. Pero el resto del barracón no quería permanecer en vela ni dormir en las zonas del mundo del cuco.
   Kowatsch Anton era tornero en la fábrica, y en la orquesta del campo, percusionista y tamborilero de la Paloma, que se bailaba plegado. Se había fabricado sus instrumentos en el torno del taller de cerrajería, era un manitas. Quería regular el cuco cosmopolita adaptándolo a la disciplina diurna y nocturna rusa. Estrechando la glotis en el mecanismo del cuco, pretendía incorporar a éste una voz nocturna breve y sorda, una octava más baja, y un canto diurno más prolongado y agudo. Sin embargo, antes de que llegase a dominar las costumbres del cuco, alguien lo arrancó del reloj. La puertecita del cuco colgaba, torcida, de su bisagra. Y cuando el mecanismo de relojería quería animar al pájaro a cantar, la puertecita se abría a medias, pero en lugar del cuco salía de la casita un trocito de goma que parecía una lombriz de tierra. El trozo de goma vibraba y se oía un cencerreo lamentable similar a las toses, carraspeos, ronquidos, pedos, suspiros que se producían durante el sueño. Así la lombriz de goma protegió nuestro descanso nocturno.
   A Kowatsch Anton le entusiasmó tanto la lombriz de tierra como el cuco. Él no era solamente un manitas, también sufría por no tener en la orquesta del campo ningún compañero de swing, como antes en Karansebesch, en su Big Band. Por la noche, cuando el himno que brotaba del altavoz nos conducía hacia el barracón, Kowatsch Anton, con un alambre doblado, adaptaba el trocito de goma al cencerreo nocturno. Siempre se quedaba un rato junto al reloj, observando su rostro en el cubo de agua y esperando como hipnotizado el primer cencerreo. En cuanto se abría la puertecita, se agachaba un poco y su ojo izquierdo, algo más pequeño que el derecho, brillaba con absoluta precisión. Una vez, después del cencerreo, dijo más para sí que para mí: Uy, la lombriz ha heredado del cuco bastantes dolores fantasmas.
   A mí el reloj me gustaba.
   Pero no el cuco loco, ni la lombriz, ni el péndulo ágil. Sin embargo, me encantaban las dos pesas, las piñas de abeto. Eran lento hierro pesado, y a pesar de ello me recordaban los bosques de abetos de las montañas de mi tierra. Altas, por encima de la cabeza, muy juntas, las capas de pinocha de un negro verdoso; por debajo, en rigurosa disposición hasta donde alcanza la vista, las piernas de madera de los troncos, que se detienen cuando estás parado, caminan cuando caminas y corren cuando corres. Pero de un modo completamente distinto al tuyo, como un ejército. Entonces, cuando el corazón se te sube a la garganta de miedo, sientes bajo tus pies la brillante piel de pinocha, esa calma luminosa con piñas diseminadas. Te agachas y coges dos: te guardas una en el bolsillo del pantalón y conservas la otra en la mano, y ya no estás solo. Ella te devuelve la cordura: el ejército no es más que un bosque y la soledad dentro de él, un simple paseo.
   Mi padre se esforzó mucho, quiso enseñarme a silbar y a interpretar la procedencia del eco cuando silba alguien que se ha perdido en el bosque. Y cómo encontrarlo silbando a tu vez. Entendí la utilidad del silbido, pero no aprendí a expulsar el aire de la boca a través de los labios fruncidos. Yo los fruncía equivocadamente hacia dentro, de forma que se me hinchaba el pecho en lugar del tono en los labios. Nunca aprendí a silbar. Por más que intentaba enseñarme, yo sólo pensaba en lo que veía, que en los hombres los labios brillan por dentro, como cuarzo rosa. Él me decía que ya lo comprobaría, que comprendería su utilidad. Se refería a los silbidos. Pero yo pensaba en la piel cristalina de los labios.
   En realidad el reloj de cuco pertenecía al ángel del hambre. Porque en el campo lo que importaba no era nuestro tiempo, sino la pregunta: Cuco, cuánto viviré todavía.

HERTA MÜLLER, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Siruela, Madrid, 2010.

lunes, 16 de julio de 2012

ASÍ ERAN LAS COSAS, Herta Müller


ASÍ ERAN LAS COSAS
        
   La verdad pura y dura es que el abogado Paul Gast robó la sopa de la escudilla de su mujer, Heidrun Gast, hasta que ella ya no volvió a levantarse y murió porque no pudo hacer otra cosa, al igual que le robó su sopa porque su hambre no podía hacer otra cosa, al igual que se puso su abrigo de cuello redondo y los bolsillos raídos de piel de conejo y no tuvo la culpa de que ella hubiera muerto, al igual que ella no tuvo la culpa de no levantarse más, al igual que después nuestra cantante Loni Mich llevó el abrigo y no tuvo la culpa de que la muerte de la mujer del abogado hubiera dejado libre un abrigo, al igual que el abogado no tuvo la culpa de haber quedado libre por la muerte de su mujer, al igual que no tuvo la culpa de querer sustituirla por Loni Mich, ni ésta tuvo tampoco la culpa de desear a un hombre detrás de la manta o un abrigo, o de que ambas cosas fueran inseparables, así como el invierno no tuvo la culpa de ser gélido, ni el abrigo tuvo la culpa de abrigar mucho, ni los días tuvieron la culpa de ser una concatenación de causas y efectos, ni las causas y efectos tuvieron la culpa de ser la verdad pura y dura a pesar de que se trataba de un abrigo.
   Así eran las cosas: como nadie tuvo la culpa, nadie pudo evitarlo.

HERTA MÜLLER, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Siruela, Madrid, 2010, p. 207.

jueves, 21 de junio de 2012

EN EL ESPACIO EN BLANCO BAJO LÍNEA, Herta Müller




EN EL ESPACIO EN BLANCO BAJO LÍNEA
        
   La postal de la Cruz Roja de mi madre llegó al campo en noviembre. Un viaje de siete meses. En casa la enviaron en abril. Entonces el niño cosido ya llevaba nueve meses en el mundo.
   He colocado la postal con el hermano sustituto en el fondo de la maleta, junto al pañuelo blanco. En la postal sólo había una línea, y en ella no figuraba una sola palabra sobre mí. Ni siquiera en el espacio en blanco bajo la línea.
   En el pueblo ruso aprendí a mendigar comida. No quería mendigar a mi madre una alusión. En los dos años restantes me contuve para no contestar a la postal. El ángel del hambre me había enseñado a mendigar durante los dos años anteriores. En los dos restantes aprendí del ángel del hambre el orgullo puro y duro. Era tan brutal como resistir delante del pan. Era una tortura cruel. Cada día, el ángel del hambre me mostraba a mi madre alimentando a su hijo sustituto y pasando de largo junto a mi vida. Arreglada y saciada, vagaba por mi cabeza con su cochecito de niño de color blanco. Y yo la miraba desde todos los lugares donde yo no aparecía ni siquiera en el espacio en blanco bajo la línea.
        
HERTA MÜLLER, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Siruela, Madrid, 2010, p. 192.

sábado, 16 de junio de 2012

UNAGOTADESUERTEDEMÁS PARA IRMA PFEIFER, Herta Müller




UNAGOTADESUERTEDEMÁS PARA IRMA PFEIFER

   A finales de octubre llovían clavos de hielo. El guardia de escolta y el supervisor nos dieron instrucciones y regresaron enseguida a sus despachos calientes del campo de trabajo. En la obra comenzó un día tranquilo sin miedo a los gritos de los mandos.
   Pero en medio de ese día tranquilo, Irma Pfeifer gritó. A lo mejor SOCORROSOCORRO o YANOPUEDOMÁS, no lo escuchamos con claridad. Corrimos con palas y tablas de madera hacia la fosa del mortero, no con la suficiente rapidez, el jefe de obra ya estaba allí. Tuvimos que dejar caer todo lo que llevábamos en las manos. Ruki nazád, manos atrás: con la pala levantada, nos obligó a contemplar inmóviles el mortero.
   Irma Pfeifer yacía boca abajo, el mortero burbujeaba y se tragó primero sus brazos, después la manta gris trepó por encima de las corvas. Durante unos segundos que se nos hicieron  eternos, el mortero esperó con volantes rizados. Después, de repente, con un chapoteo, ascendió hasta la cadera. La masa se bamboleaba entre la cabeza y el gorro. La cabeza se hundió y el gorro ascendió. Con las orejeras abiertas, fue arrastrado despacio hasta el borde como una paloma hinchada. La parte posterior de la cabeza, rapada y llena de costras de las picaduras de los piojos, se mantuvo en la superficie como medio melón. Cuando también fue engullida y sólo asomaba la espalda, el jefe de obra dijo: Zhálko, óchen zháiko.
   Después nos empujó con la pala hasta el borde de la obra, hacia las, mujeres de la cal, y cuando nos juntamos gritó: Vnimanie liudéy. El acordeonista Konrad Fonn tuvo que traducir: Atención, si un saboteador quiere morir, que muera. Fila saltó dentro. Los albañiles lo han presenciado desde el andamio.
   Tuvimos que formar y marchar al patio del campo. Aquella mañana temprano hubo recuento. Aún llovían clavos de hielo, y nosotros estábamos por fuera y por dentro monstruosamente serenos en nuestro horror. Schischtvanionov vino corriendo desde su despacho y empezó a vociferar. Echaba espumarajos por la boca como un caballo acalorado. Arrojó sus guantes de cuero entre nosotros. Cuando caían, alguien tenía que agacharse y devolvérselos. Así una y otra vez. Después nos dejó a cargo de Tur Prikulitsch. Éste vestía un impermeable y botas de goma. Mandó contar, avanzar, retroceder, contar, avanzar, retroceder, hasta la hora del crepúsculo.
   Nadie sabe cuándo sacaron a Irma Pfeifer de la fosa del mortero ni dónde la enterraron. A la mañana siguiente el sol brillaba, frío y desnudo. Había mortero fresco en la fosa, como siempre. Nadie menciono lo sucedido el dia anterior. Seguro que algunos pensaron en Irma Pfeifer, en su buen gorro y en el estupendo traje de algodón, porque probablemente Irma Pfeifer fue a parar vestida bajo tierra, y los muertos no necesitan ropa cuando los vivos se mueren de frío.
   Irma Pfeifer quiso tomar un atajo y, cargada con el saco de cemento delante de la barriga, no vio dónde pisaba. El saco, empapado por la lluvia helada, se hundió primero. Por eso no pudimos verlo cuando llegamos a la fosa del mortero. Eso opinó el acordeonista Konrad Fonn. Se puede opinar lo que se quiera, saberlo con certeza no.


HERTA MÜLLER, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Siruela, Madrid, 2010, pp. 64-65.

domingo, 29 de abril de 2012

[EN CUANTO ABRO...], Herta Müller

En cuanto abro la sandía dentro
es remontado del sueño un hombre de
ojos grandes enano dice: has visto
Madame cómo las bellas pepitas negras
se van a flautear sabes bien que con el
cuchillo se puede matar cómo es que tú
me sacas el frío cráneo uno como él
el lo tiene bien y se quita de en medio durmiendo
en rojo cuando me tiendo en el corazón
de la casa están las calles
esmaltadas con pan blanco.

HERTA MÜLLER, Los pálidos señores con las tazas de moca, E.D.A, Benalmádena, 2010, pp. 168-169.

martes, 19 de julio de 2011

[EL MISTERIO EN EL RELOJ...], Herta Muller



El misterio en el reloj es la inquietud dice el relojero
Pero el arcano es el tiempo de cambio yo lo veo venir
y devorar no necesita más tiempo que
el grumo tuberculoso veneno tiene la ira voladora como
granos la luna como el viaje de vuelta en el latido del corazón
tic tac
El relojero dice bajito: Yo nunca me trago una pluma,
me salta en el cuello como un anzuelo vivo así vuelan
los cuellos de los animales  A veces me es el hombro
como las camas de los amigos  La enfermedad abandona los cojines
como piojos y mi compasión lava los cuerpos ya con
polvo

HERTA MULLER, El guarda saca su peine. En el moño mora una señora., Linteo, Ourense, 2010, pp. 88-89.