Mostrando entradas con la etiqueta DAVID ROAS. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta DAVID ROAS. Mostrar todas las entradas

lunes, 19 de mayo de 2025

ENCUENTRO CON DAVID ROAS

Un accidente por el que un lector desprevenido pueda caer arrastrado al abismo de los prejuicios: que abra, por azar, Niños en su mitad, y lea la palabra «pupa» en la página 56. 
 
A los niños de Niños, nadie les dice cucú, tras tras, ni les canta con voz meliflua este dedito compró un huevo, éste lo frió y blablablá... No hay en Niños ni paternalismo ni blandenguería. A los niños de Niños nadie se atreve a llamarles cuchifritín, mientras les pellizca los mofletes. ¡Que no se te ocurra pellizcarle el moflete a ningún niño de Niños!
Porque esa pupa de la página 56, no es de las de «sana, sana, culito [o colita] de rana». No.
 
Huevo, larva, pupa, adulto. Esas son cada una de las partes que componen este libro en el que David Roas analiza las distintas etapas por las que atraviesan los que se embarcan en la crianza. 

Niños no es una colección de relatos. Es una monografía sobre el pánico que rodea una de las experiencias más estimulantes a las que se pueda atrever el ser humano: otorgar la vida, darse en vida.
 
David Roas, especialista en literatura fantástica y de terror, exhibe un abanico de experiencias terribles con las que expone al lector ante un sinfín de miedos.
Todos sabemos que el miedo es ese ingrato, pero imprescindible compañero, que nos mantiene alerta. Y es así como, sin miedo al miedo, seguimos, al menos durante un tiempo, con vida.
 
Francisco Rodríguez Coloma
&
Laura Rodríguez Manso

 

lunes, 21 de febrero de 2011

SILENCIO, David Roas

SILENCIO

He pasado un mes fuera y sólo llegar me encuentro a Juan por la calle. Me siento tan cansado que estoy tentado de no saludarle y seguir mi camino hasta casa, pero hace mucho que le perdí la pista y me apetece hablar con él. Nos damos la mano y le pregunto cómo está. Muerto, me dice. Le digo que no será para tanto y le propongo tomar algo en un bar cercano. Acepta sin energía. Venga, hombre, una caña te repondrá. Apoyados en la barra, y tras pedir dos cervezas, le digo que me cuente cómo le va la vida. Estoy muerto, repite, ¿no te lo he dicho antes? Sí, vale, como quieras, yo también estoy muy cansado, pero —insisto— ¿como te van las cosas? Hace mucho que no nos vemos y seguro que algo tienes que contarme. Me mira con gesto alicaído y en un tono áspero vuelve a repetir: Estoy muerto, ¿no te vale con eso? Muerto. Empiezo a pensar que a Juan le pasa algo. Quizá esté deprimido (tiene todo el aspecto), o puede que lo hayan despedido, que esté enfermo, que su mujer le haya abandonado... Trato de quitarle hierro al asunto: Muy muerto no debes de estar si te tengo a mi lado bebiendo una cerveza. Juan se levanta la manga del brazo izquierdo, lo alarga hasta a mí y me dice: Tómame el pulso, a ver si te convences de una vez. Le sigo la corriente y cojo su muñeca buscando torpemente las venas (¿o son arterias?) donde comprobar sus pulsaciones. No noto nada. Debo estar haciéndolo mal. Lo intento de nuevo. Juan me observa con una mezcla de apatía y fastidio. Pruebo otra vez. Nada. ¿Lo ves?, muerto, no hay más. Empiezo a inquietarme. Y no porque Juan esté muerto (es evidente que eso es imposible), sino porque lo que he tomado por abatimiento o depresión puede ser en realidad una crisis psicótica. Ya sé que decir que eso en Juan me extraña es una tontería (nadie es inmune), pero siempre ha sido un tipo muy equilibrado. ¿Te convences?, vuelve a preguntarme, cuando te decía que estoy muerto es que estoy muerto; no es una forma de hablar. Por tu cara intuyo que no crees una sola palabra de lo que te estoy diciendo. Cómo quieres que te crea, lo que pasa es que no sé encontrar tus latidos y ya está. Juan llama al camarero y con absoluta tranquilidad le pide que le tome el pulso. Yo miro al camarero y con una sonrisa forzada le digo que no haga caso a mi amigo, que es una broma. Pero este, en lugar de reaccionar con escándalo a su insensata petición, hace lo que Juan le ha requerido. Y como si estuviera habituado a dar esa respuesta, dice cansinamente: No hay pulso. Antes de que pueda reaccionar, Juan coge mi mano y la coloca sobre la muñeca del camarero, quien se deja hacer. Tampoco noto nada. No sé qué decir. No puedo hacer otra cosa que mirar a ambos e intentar procesar lo que está sucediendo. Los dos me observan con el mismo gesto fatigado. Juan se dirige a un tipo que está bebiendo un cortado al otro extremo de la barra: ¿Le importa que mi amigo le tome el pulso? El desconocido deja el vaso y se acerca perezosamente, mientras, en un gesto que no puedo evitar tomar por habitual, se levanta la manga del brazo izquierdo. Juan guía de nuevo mi mano y la coloca en la muñeca del desconocido. No sé cómo voy a reaccionar si encuentro el mismo vacío, el mismo silencio. Los anhelados latidos no aparecen. Es imposible. No pueden estar muertos. Los veo moverse, hablar, beber. Juan interrumpe mis reflexiones. No, no te engañes pensando que es un sueño o una alucinación. Estamos muertos. Todos estamos muertos. ¿Ves esa mujer sentada en la mesa de la esquina? (La miro; es una escena que he visto mil veces: una mujer tomando un café mientras lee el periódico). Muerta. ¿Esos dos niños que pasan junto a la ventana camino del colegio? (Ambos cargan afanosamente unas pesadas mochilas). Muertos. ¿El cartero que acaba de entrar en el bar? Absolutamente difunto. No encontrarás ni un solo latido en sus muñecas. Aunque si quieres podemos hacer con ellos la misma prueba. Le digo que ya he tenido suficiente. Aunque en el mismo instante en que lo digo sé que estoy mintiendo. No es suficiente. No puede ser suficiente. Porque lo que está sucediendo es un disparate sin sentido. Pero ¿cómo contradecirles? Empiezo a dudar de mi salud mental. Quizá soy yo, y no el pobre Juan, el que se ha vuelto loco. Como si leyera mi mente, Juan me dice que no estoy loco. Y añade: Esto nos ha pasado a todos, sin excepción; al principio lo más difícil es aceptar que uno esté muerto (el camarero y el desconocido asienten con desgana). Pero entonces ¿Ana? ¿mis padres? ¿mis hermanos? De pronto, como si todo eso no fuera importante, una pregunta irrumpe en mi cerebro, una pregunta que no llego a verbalizar, porque en ese mismo momento, Juan agarra con fuerza mi mano derecha. Sin que pueda evitarlo, con un rápido movimiento la coloca sobre mi muñeca izquierda, donde ya sé que sólo me espera el silencio.


DAVID ROAS, Distorsiones, Páginas de Espuma, Madrid, páginas 93-95.

domingo, 13 de febrero de 2011

LA VIDA NATURAL, David Roas

LA VIDA NATURAL


Queridos Papá y Mamá:

Siento haber tardado tanto en escribiros. Espero que estáis bien. Sé que mi decisión de trasladarme al campo no os hizo mucha gracia, pero tras un año en el frente pensé que era lo mejor. No diré que sea fácil, pero la vida natural, la disciplina y el trabajo duro son un gran estímulo. Al principio, lo reconozco, temí no acostumbrarme: echaba de menos los cafés, los restaurantes, las salas de cine... Pero vivir en el campo está resultando muy satisfactorio. Y tampoco he renunciado del todo a los pequeños placeres: en los días señalados, mis compañeros y yo organizamos fiestas a las que incluso asisten algunas chicas de la vecindad (antes de que te inquietes, mamá, decirte que siempre me porto como un caballero). Incluso hemos formado una pequeña orquesta para amenizar los bailes.
Cada día nos depara una nueva sorpresa. Y ahora que ya ha pasado lo peor del invierno y la primavera empieza a notarse, es un placer muy grato levantarse pronto y respirar el aire puro del bosque, la fragancia del tomillo, mientras amanece sobre las montañas cercanas. Lamentablemente, hay días en que el viento cambia y arrastra hacia nosotros el humo de las chimeneas. Pero eso ocurre muy pocas veces.
El señor Rauscher ha resultado ser un jefe admirable. Severo, pero comprensivo. No suele dar muchas órdenes, pues confía en nuestra iniciativa para que las diversas labores vayan desarrollándose a su ritmo adecuado.Aveces, es cierto, se enfada y la toma con alguno de nosotros (sí, papá, hasta ahora he cumplido fielmente con mis obligaciones y no me he ganado ninguna reprimenda). Pero el castigo siempre es justo.
Aunque debo confesar que la mayoría de problemas los causan los trabajadores. Si bien hay mano de obra suficiente y sabemos cómo hacer que rindan para que el señor Rauscher se sienta orgulloso de nosotros, en muchas ocasiones resulta verdaderamente fastidioso lidiar con ellos. La mayoría son individuos zafios, desaseados (el olor de algunos te marearía, mamá), y muchos de ellos ni siquiera saben trabajar. Eso nos obliga a veces a aplicar severos correctivos. Por suerte, los reemplazos son continuos.
Ah, papá, con lo que a ti te gustan los trenes, te encantaría ver los que llegan hasta aquí. ¡Menudas máquinas! Y menuda obra de ingeniería ha hecho falta para conseguirlo.
Hoy ha llegado otro reemplazo. Su aspecto no es tan desastrado, pero algunos son extranjeros y no comprenden bien nuestra lengua. Con ellos hay que tener todavía más mano dura (ya ha ocurrido otras veces), puesto que, además del problema del idioma, parecen no comprender la vida del campo.
Pero no voy a molestaros más con estos nimios asuntos. No quiero que penséis ni por un minuto que lo estoy pasando mal. Vine porque así lo quise. Me encanta mi nueva vida. Y no hagáis mucho caso de lo que se cuenta por ahí. No es para tanto.
Espero que Frieda esté bien. ¿Ha nacido ya mi sobrinito? Decidme que no: me gustaría tanto estar ahí cuando ocurra tan feliz acontecimiento. Escribidme pronto, por favor.
Vuestro hijo, que os quiere,

Hans

Posdata sólo para papá:
Papá, espero que te guste el reloj que te mando. Aunque tardaron mucho en llegar, en la última remesa había algunos preciosos. Creo que he escogido bien, aunque si no te gusta, dímelo y trataré de enviarte otro. Para mamá y Frieda todavía no he encontrado nada digno de ellas (había pensado en un buen abrigo de pieles, pero los que llegan están muy pasados de moda). Este domingo tengo permiso y pasaré la tarde en Weimar. Quizá allí pueda comprarles algo bonito. Para que no se pongan celosas (las conozco y ya imagino su cara cuando abras el paquete), diles que su regalo he tenido que enviarlo aparte y que está a punto de llegar.


DAVID ROAS, Distorsiones, Páginas de Espuma, Madrid, pp. 41-43.

miércoles, 9 de febrero de 2011

CELEBRACIÓN EN FAMILIA, David Roas

CELEBRACIÓN EN FAMILIA

Para Carlota, por sus sueños


La fiesta estaba saliendo tan bien que no sabía cómo decirles que no me iba a suicidar. La felicidad se podía leer en los ojos de todos mis familiares, aun cuando eran conscientes de que ese día yo debía morir. Incluso había venido el primo Braulio, como perdonándome lo mal que se lo hice pasar cuando éramos niños. Fotografías, regalos (no para mí, claro, hubiera sido estúpido), abrazos, botellas de champán abriéndose sin cesar. No recuerdo un momento semejante junto a mi familia. Ni siquiera en Navidad. Lamentaba defraudarlos, pero aquel ambiente tan relajado, ver a todos juntos pasándolo bien, me hizo cambiar de idea.
Al principio lo había tenido claro. Todavía resuenan en mis oídos las palabras del médico: enfermedad incurable, tres meses de vida, dolores insoportables... El suicidio me evitaría la angustia de la cuenta atrás y el sufrimiento físico. Mi familia lo entendió perfectamente. La idea de la fiesta fue de mi padre. Mi madre se encargó de preparar todos los detalles de mi entierro (El ataúd es precioso, hija mía, me dijo feliz).
No pude esperar a que acabara la fiesta para decírselo. No me parecía justo. Y como había supuesto, todos se enfadaron. Más aún, empezaron a insultarme (Siempre has sido una malcriada... Nunca acabas nada de lo que dio el primo Braulio, en cuyos ojos me pareció adivinar un leve destello de venganza.
Mamá tenía razón: el ataúd es precioso. Y muy cómodo.


DAVID ROAS, Distorsiones, Páginas de Espuma, Madrid, 2010, pp.155-156.

CUADRO: Eleazar

sábado, 8 de enero de 2011

BLANCA NAVIDAD, David Roas

BLANCA NAVIDAD

Carlitos Jinglebells adoraba la Navidad de una forma compulsiva. El resto del año, aquellos 351 largos días de abstinencia navideña, suponía para él un periodo de angustia casi insoportable, que trataba de paliar con todos los métodos posibles: escuchaba villancicos a todas horas, saludaba con un sempiterno «Feliz Navidad» a todo aquel con el que se cruzaba (los vecinos habían aprendido poco a poco a ignorarle), su casa era un museo del adorno navideño... En los momentos de máxima desesperación, llegaba incluso a esnifar virutas de corcho porque, según él, le recordaban el olor de los belenes. Pero conforme pasaron los años su estado fue empeorando. Cada vez le era más difícil encontrar el bálsamo adecuado para su ansiedad prenavideña. De tanto repetirlos, los villancicos se le habían vuelto insoportables; las guirnaldas aparecían ante sus ojos como objetos ridículos; pensar en el turrón le daba arcadas... Cuando descubrió que el anuncio de la llegada de la Navidad al Corte Inglés ya no le provocaba emoción alguna, supo que debía acabar con su vida. Para ello, escogió la madrugada del 25 de diciembre. Lo señalado de la fecha serviría, además, para amargar las fiestas a sus familiares y vecinos. Así, subió a lo alto del viaducto y se arrojó al vacío. Carlitos no contaba con que caería sobre el trineo de Papá Noël, que justo en ese instante pasaba bajo su trayectoria. Ninguno de los dos sobrevivió al tremendo impacto. Ni la propia Navidad, que se extinguió con el último aliento de Papá Noel. Lástima que Carlitos no fuera consciente de tan tremenda hazaña.

DAVID ROAS, Horrores cotidianos, Menoscuarto, Palencia, 2007.