jueves, 25 de febrero de 2010

METRO

METRO, Metro, 1977, Transatlantic.


La fecha de este disco tiende a confusión, porque comenzó a grabarse en 1974, cuando el glam dominaba las estanterías de las tiendas de discos en Inglaterra. Duncan Browne, que ya había publicado una serie de discos por su cuenta, inclinado hacia el pop con aires folk, y Peter Codwin, crean Metro motivados por todo el glam sofisticado, repudiando la vertiente macarra que este movimiento tenía, junto a la fijación hacia el semblante de Bryan Ferry en Roxy Music. Después de buscar compañía que se interesase en las maquetas que tenían perfectamente acabadas, recalan en el sello folk Transatlantic y el disco sale con un retraso mayor que el debido. La portada es una incongruencia en el mundo punk que respira la música en Londres e inmediatamente se les aparta. Con trajes blancos inmaculados y pinta de mafiosos de los años 20—puro glam en la imagen—, esa presentación choca de bruces con todo el rollo punk, como su música, sofisticada y algo melodramática, voces susurrantes y agudos casi en falsete, instrumentación cristalina y pop de cabaret elegante; un suicidio en toda regla. Con “Criminal World’ además se les acusa de racistas, es una de esa confusiones que acoge el paternalismo de la sociedad bien pensante, pero la canción es hermosa y dulce, sensual también, como el resto del LP, solapado glam con retraso que advierte algo del romanticismo que se vivirá tras el ocaso del nihilismo punk, un renacer del que no sacarán provecho nunca.

Juan Vitora


JUAN VITORA

Discos ocultos. 350 obras maestras de la música contemporánea por descubrir
Avantpress Edicions, Valencia, página 143.




http://www.youtube.com/watch?v=7rAKyz8M1CI

jueves, 18 de febrero de 2010

VERMEER, Wislawa Szymborska & Manuel Rivas

VERMEER

Mientas esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo día tras día
leche de la jarra al cuenco
no merecerá el Mundo
el fin del Mundo.

WILTAWA SZYMBORSKA, Aquí, Bartleby Editores, Madrid, 2009, página 65.

LA LECHERA DE VERMEER


Claro que nunca podré pagar lo que mi madre hizo por mí, ni nunca seré capaz de escribir algo comparable al Correio que Miguel Torga fechó en Coímbra el 3 de septiembre de 1941.


—«Filho»....
E o que a seguir se lê
É de uma tal pureza e um tal brilho,
Que até da minha escuridão se vê.


Mi madre era lechera. Tiraba de un carrito con dos grandes jarras de zinc. La leche que repartía era la de las vacas de mi abuelo Manuel, de Corpo Santo, a una docena de kilómetros de la ciudad. Este abuelo mío, cuando era joven, tuvo un día en la mano la pluma de escribir del párroco y dijo: « ¡Qué letra más bonita tendría si supiese escribir! ». Y aprendió a hacerlo con una hermosa letra de formas vegetales. Por encargo de las familias, hizo cientos de cartas a emigrantes. En su escritorio vi por vez primera, en postal, la Estatua de la Libertad, las Cataratas del Iguazú y un jinete gaucho por la Pampa. Nosotros vivíamos en el barrio de Monte Alto de Coruña, en un bajo de la calle de Santo Tomás, tan bajo que había cucarachas que se refugiaban en las baldosas movidas. A veces jugaba contra ellas, situándolas en el ejército enemigo. Yo conocía el miedo, pero no el terror. Voy a contarles cómo entré en contacto con el terror. Mi madre La lechera se va con su carrito y sus jarras de zinc. Estoy jugando con mi hermana María. De repente, escuchamos estallidos y un gran alboroto en la calle. Nos asomamos a la ventana del bajo para ver qué pasa. Pegados al cristal, descubrimos el terror. El terror viene hacia nosotros. Mi madre nos encontró abrazados y llorando en el baño. El terror era el Rey Cabezudo.
En 1960 yo tengo tres años. Por la tarde, escucho los cánticos de los presos en el patio de la cárcel. Por la noche, los destellos de la Torre de Hércules giran como aspas cósmicas sobre la cabecera de la cama. La luz del faro es un detalle importante para mí: mi padre está al otro lado del mar, en un sitio que llaman La Guaira.
Tengo tres años. Lo recuerdo todo muy bien. Mejor que lo que ha ocurrido hoy, antes de comenzar esta historia. Incluso recuerdo lo que los otros aseguran que no sucedió. Por ejemplo. Mi padrino, no sé cómo lo ha conseguido, trae un pavo para la fiesta de Navidad. La víspera, el animal huye hacia el monte de la Torre de Hércules. Todos los vecinos lo persiguen. Cuando están a punto de pillarlo, el pavo echa a volar de una forma imposible y se pierde en el mar como un ganso salvaje. Ésa fue una de las cosas que yo vi y no sucedieron.
En 1992 fui a Amsterdam por vez primera. Aquel viaje tan deseado era para mí una especie de peregrinación. Estaba ansioso por ver Los comedores de patatas. Ante aquel cuadro de misterioso fervor, el más hondamente religioso de cuantos he visto, la verdadera representación de la Sagrada Familia, reprimí el impulso de arrodillarme. Tuve miedo de llamar la atención como un turista excéntrico, de esos que pasean por una catedral con gafas de sol y pantalón bermudas. En castellano hay dos palabras: hervor y fervor. En gallego sólo hay una: fervor. La luz del hervor de la fuente de patatas asciende hacia la tenue lámpara e ilumina los rostros de la familia campesina que miran con fervor el sagrado alimento, el humilde fruto de la tierra. También fui al Rijksmuseum y allí encontré La lechera de Vermeer.
El embrujo de La lechera, pintado en 1660, radica en la luz. Expertos y críticos han escrito textos muy sugerentes sobre la naturaleza de esa luminosidad, pero la última conclusión es siempre un interrogante. Es lo que llaman el misterio de Vermeer. Antes de ir a parar al Rijksmuseum, tuvo varios propietarios. En 1798 fue vendido por un tal Jan Jacob a un tal J. Spaan por un precio de 1.500 florines. En el inventario se hace la siguiente observación: «La luz, entrando por una ventana en el lateral, da una impresión milagrosamente natural».
Ante esa pintura, yo tengo tres años. Conozco a aquella mujer. Sé la respuesta al enigma de la luz.

Hace siglos, madre, en Delft, ¿recuerdas?,
tú vertías la jarra en casa de Johannes
Vermeer
, el pintor, el marido de Catharina Bolnes,
hija de la señora María Thins, aquella estirada,
que tenía otro hijo medio loco,
Willem, si mal no recuerdo,
el que deshonró a la pobre Mary Gerrits,
la criada que ahora abre la puerta
para que entres tú, madre,
y te acerques a la mesa del rincón
y con la jarra derrames mariposas de luz
que el ganado de los tuyos apacentó
en los verdes y sombríos tapices de Delft.
La misma que yo soñé en el Rijksmuseum,
Johannes Vermeer encalará con leche
esas paredes, el latón, el cesto, el pan,
tus brazos,
aunque en la ficción del cuadro
la fuente luminosa es la ventana.
La luz de Vermeer, ese enigma de siglos,
esa claridad inefable sacudida de las manos de Dios,
leche por ti ordeñada en el establo oscuro,
a la hora de los murciélagos.

Cuando le di a leer el poema a mi madre, ni siquiera pestañeó. Me sentí inseguro. Aunque hablaba de la luz, quizá era demasiado oscuro. Fui a un estante y cogí un libro sobre Vermeer, el de John Michael Montias, en el que venía una reproducción de La lechera. Esta vez, mi madre pareció impresionada. Miró la estampa durante mucho tiempo sin hablar. Después guardó el poema y se fue.
Días más tarde, mi madre volvió de visita a nuestra casa. Traía, como acostumbra, huevos de sus gallinas, y patatas, cebollas y lechugas de su huerta. Ella siempre dice: «Vayas donde vayas, lleva algo». Antes de despedirse, dijo: «He traído también una cosa para ti». Abrió el bolso y sacó un papel blanco doblado como un pañuelo de encaje. El papel envolvía una foto. Mi madre explicó que había ido de casa en casa de sus hermanas para poder recuperarla.
La foto era de soltera. Anterior a 1960 pero muy posterior, desde luego, a 1660. Mi madre no recuerda quién fue el fotógrafo. Sí recuerda la casa, la dueña de mal carácter, el hijo medio loco y la criada que abría la puerta. Era una chica muy guapa, de cerca de Culleredo. «Un día fui y me abrió otra. A ella la habían despedido, pero yo nunca supe el porqué.» En su mirada había una pregunta: «¿Y tú cómo supiste lo de la pobre Mary?». Luego sentenció: «Tras los pobres anda siempre la guadaña».
Por el contrario, mi madre no le daba ninguna importancia a que la mujer del cuadro y la de la foto se pareciesen tanto como dos gotas de leche.



MANUEL RIVAS, “La lechera de Vermeer”, ¿Qué me quieres, amor?, Alfagura, Madrid, 1995, páginas 69-74.


En portugués en el original. « "Hijo". . . / Y lo que a continuación se lee / es de una tal pureza y un tal brillo / que hasta desde mi oscuridad se ve. »
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martes, 16 de febrero de 2010

DIVORCIO, Wislawa Szymborska

DIVORCIO



Para los niños el primer fin del mundo de su vida.

Para el gato un nuevo dueño.

Para el perro una dueña nueva.

Para los muebles escaleras, golpes, carga, descarga.

Para las paredes claros cuadrados tras los cuadros descolgados.

Para los vecinos de la planta baja un tema, una pausa en el hastío.


Para el coche mejor que fueran dos.

Para las novelas, la poesía de acuerdo, llévate lo que quieras.


Peor para la enciclopedia y el vídeo, ah, y para el manual de ortografía,

donde tal vez se explique el tema de los dos nombres:

si todavía unirlos con la conjunción “y”,

o ya separarlos con un punto.




WISLAWA SZYMBORSKA, Aquí, Bartleby Editores, Madrid, 2009, página 39.



domingo, 14 de febrero de 2010

DIMISIÓN, Juan Pedro Aparicio


DIMISIÓN


Hubo un día en que el último hombre que todavía creía dejo de creer, y Dios, decepcionado, se desvaneció en el éter y borró toda huella de sí, como si jamás hubiese existido.

Juan Pedro Aparicio



Juan Jacinto Muñoz Rengel (editor)
Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual.
Madrid, Salto de página, 2009, página 47.

viernes, 5 de febrero de 2010

TERRORISTAS, Wislawa Szymborska


TERRORISTAS



Se pasan los días pensando

cómo matar por matar,

y a cuántos matar para matar muchos.

Fuera de eso comen con apetito,

rezan, se lavan los pies, dan de comer a los pájaros,

hablan por teléfono rascándose el sobaco,

se detienen la sangre cuando se cortan el dedo,

si son mujeres compran compresas,

sombra de ojos, flores para los floreros,

todos bromean un poco cuando están de humor,

beben zumo de naranja sacado de la nevera,

por la noche miran la luna y las estrellas,

se ponen los auriculares con música tranquila

y duermen apaciblemente hasta el amanecer

-a menos de que eso en lo que piensan tengan que hacerlo de noche.



WISLAWA SZYMBORSKA, Aquí, Bartleby Editores, Madrid, 2009, página 41.