domingo, 10 de junio de 2018

UN MILÍMETRO, José Luis Garci

UN MILÍMETRO

A Santiago Amón

   Llamó poco después de la una, al terminar la tele. Hacía un calor tremendo. La primera noche de verano de verdad. Me dijo que estaba mal, torcida, depre y con algo de fiebre. Y que con Marcos no había manera. Lo había intentado todo, pero Marcos no quería volver. Marcos se había enamorado de una chica morenita que estudiaba Filosofía. La morenita había decidido largarse a la Acrópolis y al Egeo para darle duro a la historia helénica durante dos o tres años y Marcos estaba dispuesto a dejar el bufete. Sin embargo, la morenita parecía haberse cansado de Marcos. Le evitaba y le decía que el viaje prefería hacerlo ella sola con la Ilíada bajo el brazo. Mentira. La morenita estaba encaprichada de un tipo de cuarenta y ocho, sociólogo, con tres hijos, el mayor casi de su edad. Y era con ese, con el sociólogo, con quien ella deseaba viajar hacia Homero y su sabiduría. Lo que pasa es que el sociólogo, ay, no estaba por la labor. La morenita le gustó para un par de semanas primaverales en su despacho de Cea Bermúdez, junto a la gasolinera. El famoso rollo del abismo generacional. La morenita estaba muy bien, muslos duros, pechos duros, culo duro, todo duro, pero el Umberto Eco de la movida madrileña la encontraba insustancial, asquerosamente vacía. Al sociólogo de cercanías quien de verdad le gustaba, mejor dicho, de quien se había enamorado como si tuviera sesenta años, era Maite, la arquitecto de media melena rubia y ojos azules a lo Jacqueline Bisset. Los treinta y cinco años de Maite, tal vez alguno más, le daban una madurez fantástica, rotunda, desbordante de morbo. Cuando hicieron el amor aquella noche en Mérida, después de ver la Orestíada en el teatro romano, supo que era ella la mujer que había estado buscando durante mucho tiempo. Su acoplamiento en el primer coito, sus grititos guturales, las miradas de después, aquellas caricias en la espalda, los besos cortos e inacabables en el cuello, todo, todo le recordaba las grandes pasiones que tantas veces imaginara. El problema es que Maite seguía con la mente fija en el chico aquel de veinte años, rubio y delgado, que jugaba al baloncesto, suplente en el Estudiantes, y que siempre iba sin ropa interior. Solo un vaquero y una camiseta. Y eso a ella la excitaba. Curioso, ¿no? Pues saber que tras el vaquero no había nada, solo su pene rosado y ligeramente curvado como un plátano tropical, la volvía loca. El sociólogo intentó no llevar sus slips Abanderado durante una temporada, hasta que su mujer le preguntó la causa. El chaval del baloncesto estaba supercolgado de su novia, una chica rubita, Amelia, ojos de color cobre, boca ancha y roja, dientes muy blancos, como de anuncio de pasta de dientes, y zapatillitas blancas. Pero Amelia pasaba de su novio. Amelia vivía obsesionada con un periodista pelirrojo cuarentón que trabajaba en los informativos de Radio Madrid...
   Cuando mi amiga terminó su desahogo en esa noche bochornosa, me asomé a la terraza. Me hice un canuto y miré el cielo. Muy seguidas, vi un par de estrellas fugaces. Pensé que quizá estaba pasando algo en el planeta, algo que no había recogido la prensa ni habían comentado en Antena 3 radio o en los telediarios. Observando el brillante cielo de julio tuve la sensación de que todo el mundo sufría, que las personas parecían haberse desplazado. Imaginé un pequeño temblor, una mínima sacudida que hubiera alterado la Tierra un centímetro. Suficiente. El gran tablero estaba balanceándose y la gente se había quedado desplazada, descolocada, alejada un milímetro de su lugar de siempre. Si no, ¿por qué casi todas las personas que conocía lo estaban pasando tan mal? ¿O eso era eterno? Antes de acostarme, yo también llamé por teléfono para decirle «te quiero» a mi amor imposible. Pero comunicaba. Seguro que ella estaría diciéndole cien veces «mi amor, mi amor» a aquel estúpido piloto de Iberia por el que se derretía y que, por cierto, no le hacía ni caso, porque el aviador...

José Luis Garci
&
Hiroshi Sugimoto