Hay libros que caben por entero entre sus dos tapas; allí se quedan, y de allí no salen. Hay otros que no caben entre sus tapas, que parecen desbordarlas; pasan años a nuestro lado, nos transforman, transforman nuestra conciencia. Hay, finalmente, una tercera clase de libros, aquellos que marcan la conciencia (y el modo de vida) de una generación literaria y dejan su marca en todo un siglo. Su «cuerpo» reposa sobre un estante, pero su «alma» ocupa el aire que nos rodea. A esos libros los respiramos, viven en nuestro interior.
NINA BERBEROVA, Nabokov y su Lolita, La Compañía, Buenos Aires, 2008, p. 13.
Lolita, la novela de Nabokov, pertenece a esa clase de libros que conforman el imaginario colectivo; en palabras de Nina Berberova, «que marcan la conciencia […] en todo un siglo». El arte se sirve de la realidad, de igual modo que, en muchísimos casos, las obras de arte condicionan la realidad, determinando las conductas de personas que piensan, besan, gritan, ríen, fornican, golpean o sienten como los personajes de historias, que han visto —desde el siglo XX— en pantalla o leído (bien o mal leído); por eso emularán ser romeos, sanchos, donjuanes, quijotes, lazarillos; celestinas, julietas, o lolitas. También humberts.
Cualquier persona mínimamente instruida sabe que cada sociedad lee el mundo (y en ese mundo un lugar determinante lo ocupa el arte) desde su mentalidad, desde sus prejuicios; por ello, tampoco nos debería sorprender que, siendo la nuestra una sociedad que tiende a la despersonalización de los sujetos, y se resiste a evitar la cosificación de las mujeres, haya lectores que puedan considerar que Lolita es una novela de amor, aceptando incluso de un mal amor. No debería sorprendernos cuando, todavía, en la contraportada de la última edición de Anagrama (Barcelona, 2018) se puede seguir leyendo que «la historia de la obsesión de Humbert Humbert, un profesor cuarentón, por la doceañera Lolita es una extraordinaria novela de amor». Siendo justos, conviene señalar que la cita sigue diciendo «en la que intervienen dos componentes explosivos: la atracción “perversa” por las nínfulas y el incesto». También siendo justos, conviene alabar la elección para la portada de la imagen de Henn Kim: la joven, que, en postura fetal, protege su cabeza de los golpes, ha sido atravesada por una manecilla —como la que daría cuerda a una muñeca—, rematada en unas punzantes tijeras. Una imagen muy alejada del icono de Sue Lyon chupando una piruleta (en algunas portadas, la metonimia convierte la piruleta en una vulva) o sosteniendo ante los labios un fálico lápiz rojo, o unos labios de niña dispuestos como una berlanguiana «sonrisa vertical».
«Lolita no es una niña perversa. Es una pobre niña a quien corrompen y cuyos sentidos no ceden jamás bajo las caricias del inmundo señor Humbert…». Esto declara Nabokov a Bernard Pivot en 1975, veinte años después de la publicación de la novela; veintidós años antes de la segunda versión cinematográfica sobre Lolita, la de Adrian Lyne (1997), y trece años después del estreno de la de Stanley Kubrick (1962), la que, probablemente, globalizó mundialmente la iconografía de Lolita. En el primer fotograma, Kubrick exige que el espectador contemple una obediente mano adulta sosteniendo un pequeño pie desnudo en el que pinta, con disciplina y delectación, las uñas. Así se consagra el concepto que recoge la acepción de la RAE: Lolita, la Adolescente seductora y provocativa. Lolita, la hipersexualizada dominatrix.
La Lolita de Nabokov es, ante todo, una novela excelente sostenida por el discurso verbal de un inteligentísimo y cultivado profesor, que se dirige a un narratario múltiple: el lector, los miembros del jurado, el periodista de sucesos o su víctima, la propia Lolita. Su historia, su versión de la historia, la ha escrito en prisión, en el plazo de 56 días; por lo tanto, conviene subrayar que esta perspectiva impone una reconstrucción de los hechos; reconstrucción que atañe también a la «agenda encuadernada en cuero negro», la por Humbert denominada «prueba número dos», cuyo hallazgo desencadenará la trágica revelación por la que Charlotte Haze abandona su casa y muere atropellada, dejando huérfana a su hija.
Ese texto, el manuscrito encontrado del que nos habla John Ray Jr. en el falso prólogo —con el que Nabokov puede hacer creer que lo que el lector está a punto de leer es una historia real—, está escrito por un narrador en primera persona: un narrador no fidedigno. La óptica de la novela, es por tanto, subjetiva.
Humbert Humbert elige qué decir y qué ocultar: son muy pocos los momentos en los que concede la palabra a Lolita. El lector habrá de esperar hasta la secuencia 32 (p. 172) para oír a Lolita decir:
«—¡Puerco! — exclamó sin dejar de sonreírme dulcemente—. ¡Criatura repugnante! Yo era una niña pura como una perla, y mira lo que has hecho de mí. Debería llamar a la policía y decirle que me has violado. ¡Oh, puerco, puerco, viejo puerco!»
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 172. [trad. Francesc Roca]
Su texto es muy pocas veces tímida confesión:
«Porque cada noche —todas y cada una de las noches— Lolita se echaba a llorar no bien me fingía dormido».
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 217.
Casi siempre es un alegato exculpatorio que pretende empequeñecer al voyeur, al fetichista, al secuestrador, al violador, al pederasta incestuoso, al asesino, detrás de la figura del amante puro que idolatra y venera.
Humbert Humbert, enfermo mental confeso, admite haber pasado grandes temporadas en distintas instituciones que hoy denominaríamos psiquiátricos. También reconoce haber intentado dominar a su «monstruo» visitando prostíbulos en los que se acostaba con menores, haberse casado para librase de lo que denomina «mis degradantes y peligrosos deseos» o participar en «una expedición al Canadá ártico» para «registrar reacciones psíquicas».
Conviene subrayar que Lolita es una novela compleja: permite al lector común transitar por su superficie, (ateniéndose principalmente a la trama de la historia), pero invita a un lector instruido a participar en la decodificación de todas las múltiples referencias intertextuales (parodias, autocitas, cultos juegos verbales…). Sirva para comprender esta estrategia, el ejemplo de Annabel Leigh, un nombre no elegido al azar, que a un lector avezado remitirá a Annabel Lee. En este último poema que escribirá Edgar Allan Poe, llora la muerte de una joven mujer hermosa a la que jura amor eterno y con la que querría fundirse en su tumba. Son muchos los estudiosos de la obra de Poe los que consideran que el referente real que motivó la escritura de esta desatada elegía, fue la precoz muerte por tuberculosis de su mujer, Virginia Eliza Clemm.
Que Allan Poe se casara con su prima cuando ella tenía 13 años y él 27, le permite a Humbert proyectar en el lector la idea de que el origen de su pulsión erótica irrefrenable por Lolita (y ese tipo de niña que denomina nínfula), es una manifestación de puro amor romántico.
El lector, atrapado por la empatía que destila el inteligente y sutil, pero también demagógico discurso de Humbert, se compadece de él y se conmueve al conocer lo que él presenta como el origen de su ninfulomanía: la traumática muerte (en su caso, el tifus) de su primer amor, su Annabel.
Lo más importante de Lolita no es su historia.
«¿Y si yo había hecho con Dolly lo mismo que Frank Lasalle, un mecánico de cincuenta años, hizo en 1948 con Sally Horner, de once?» se pregunta Humbert (p. 356), aludiendo al caso en el que Nabokov se inspiró: LaSalle raptó a Florence Sally Horner a los 11 años para convertirla en su esclava sexual durante un viaje de casi dos años por todo EE.UU.
¿Por qué Nabokov no se limitó a novelar esta historia truculenta? ¿Por qué no indagó en la psique de un simple taxista sátiro? ¿Por qué no eligió un narrador omnisciente como el que empleará Capote en 1959 para escribir A sangre fría, un relato de no-ficción que documenta, como podría haber hecho Nabokov con la historia de Sally Horner, el asesinato de cuatro miembros de una familia?
Es evidente que Lolita es una novela que encierra sus claves interpretativas en la voz, la del omnipresente Humbert Humbert, capaz de bucear en la historia, en las leyes, en las prácticas sociales… para encontrar antecedentes que justifiquen su depravada conducta.
«No soy un psicópata, un delincuente sexual que se toma indecentes libertades con un niño. […] Soy tu papaíto, Lo. Mira: este libro que tengo entre las manos es un manual científico acerca del comportamiento de las niñas. […] Cito: “La niña normal…” Normal, tenlo en cuenta. “La niña normal”, repito, “suele mostrarse ansiosamente deseosa de complacer a su progenitor».
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 183.
«Vuelvo a citar: Entre los sicilianos, las relaciones sexuales entre padre e hija se dan por sentadas, y la niña que participa de tales relaciones no es mirada con desaprobación por la sociedad de que forma parte.” Soy un gran admirador de los sicilianos, excelentes atletas, excelentes músicos, hombres excelentes y rectos, Lo, y grandes amantes.»
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 184.
Humbert Humbert es un esquizofrénico confeso: «el moralista que hay en mí eludía el problema ateniéndose a las nociones convencionales de lo que debe ser una niña de doce años. El psicoterapeuta infantil que hay en mí (un farsante, como lo son casi todos… pero esto no importa ahora) regurgitaba un picadillo neofreudiano y conjuraba a una Dolly soñadora y desaforada, en el periodo de “latencia” de su niñez. Por fin, el sensualista que hay en mí (un gran monstruo demente) no tenía nada que objetar a cierta depravación en su presa.»
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 153.
Por eso uno de sus yoes puede reconocer, al final de su relato, su aberrante e indigno proceder en la violación sistemática y el secuestro: «a lo largo de nuestra singular y bestial cohabitación se había hecho cada vez más claro, para mi convencional Lolita, que aun la más miserable de las vidas familiares era preferible a aquella parodia de incesto que, en definitiva, fue lo único que pude ofrecer a la pobre huérfana.»
VLADIMIR NOBOKOV, Lolita, Anagrama, Barcelona, 2018, p. 353.
Una de las riquezas de Lolita está, pues, en la prospección psicológica del enfermo o el perverso Humbert y sus otros yoes, entre los que podríamos incluir a Clare Quilty.
Nina Berberova escribe en Nabokov y su Lolita: «Lolita […] es también una novela sobre el doble, el doble-rival, el doble-enemigo, al que no se mata en un combate leal, ni en un duelo honesto, sino después de una escena cómica, grotesca, en un estado semiinsconceinte, casi bestial, y en presencia de otros animales igual de alelados; todo eso para librase de sí mismo, para salir del infierno, para matarse a sí mismo en el doble.»
NINA BERBEROVA, Nabokov y su Lolita, La Compañía, Buenos Aires, 2008, p. 41.
Clare Quilty es el monstruo que aflora con el monstruo de Humbert: no es casualidad que aparezca en escena en la primera noche de su planificada violación. Humbert Humbert y Clare Quilty comparten una misma inclinación: gozar sexualmente a través de la posesión y el poder: el poder del que contempla a niñas desvalidas (o narcotizadas), trasuntos de muñecas manipulables que han de dejarse hacer. Ambos escapan del espejo, porque el espejo muestra el estrago del tiempo y revela su miedo común a envejecer. Es ese miedo al espejo, el que sitúa a Humbert frente a su vergonzante doble, Quilty, al que decide eliminar porque, tal vez carezca de arrojo para matarse a sí mismo.
No es posible ignorar todas las polémicas que rodean a Lolita. Muy pronto el propio Nabokov pidió que se anexara a la novela Acerca de un libro llamado Lolita, el epílogo en el que defiende su obra como un artefacto verbal que opta al estatuto de obra de arte (y a buena fe que lo consigue) para despertar en el lector simplemente placer estético.
Lolita no fomenta la cosificación de la mujer ni exalta la depravación ni elogia al loco. No es una novela misógina ni una fábrica de clonar Lolitas.
La mejicana Ana V. Clavel demuestra en Territorio Lolita (Alfaguara, México, 2017) que Nabokov no inventa nada. Su mérito (o su fortuna) acaso sea haber puesto nombre (o haberlo actualizado: antes de Lolita, existía el nombre Josefina1) a un estereotipo, el de la enfant fatal, del que, lamentablemente, ya dan cuenta los cuentos populares de todo el planeta como, por ejemplo, principalmente en Europa, Caperucita roja.
Clavel, en su interesante capítulo “La antigua era Victoria’s Secret” señala que el ambiente represor de la moral victoriana, junto con «un capitalismo industrial feroz que obligaba a muchas niñas y adolescentes a ejercer la prostitución» y “la creencia mágico-popular de que las vírgenes no sólo no contagiaban las enfermedades venéreas, sino que incluso las curaban», aumentó exponencialmente la prostitución infantil. Carmen o Salomé, mujeres fatales sobre las que escribieron Prosper Mérimée o Oscar Wilde, abren la puerta a Alicia.
Ese es el ambiente en el que no extrañaba que el pintor Aubrey Beardsley adorara a las niñas, o el escritor John Ruskin rechazara a su esposa Effie Gray (de la que se había enamorado cuando ella tenía doce años y con la que se casó al cumplir esta diecinueve) la noche de bodas, «horrorizado al contemplar el vello púbico de su joven esposa». Dado que todo el mundo conoce la enfermiza obsesión del diácono anglicano Lewis Carroll, bastará recordar esta inequívoca cita del propio Nabokov:
Yo siempre lo llamo Lewis Carroll Carroll porque él fue el primer Humbert Humbert.
La iraní Azar Nafisi publicó en 2003 Leer Lolita en Teherán. No entiendo por qué nosotros tendríamos que dejar de leer Lolita. Es más, considero necesario que los jóvenes (tanto ellos como ellas) lean críticamente esta obra que anticipó un mundo adultescente que consagra la niñez como la edad admirable; un mundo que ha normalizado la precoz sexualización de los jóvenes y que promueve pautas de conducta, también sexuales, que degradan al otro (recuérdese que todas las sombras de Grey de la autora británica E.L James, han convertido el sadomasoquismo en una postal kitsch), un mundo en el que el turismo sexual infantil, está sufragado por inocentes ONG’s o ejércitos de intermediación. Un mundo en el que las cámaras web o las pantallas facilitan el voyerismo.
Conviene seguir leyendo (críticamente) Lolita para permitirle a las jóvenes elegir qué tipo de mujer querrán ser y sobre todo, para prevenir a los jóvenes de que uno de los nombres del mal es doble: Humbert Humbert.
Francisco Rodríguez Coloma
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