Carlitos Jinglebells adoraba la Navidad de una forma compulsiva. El resto del año, aquellos 351 largos días de abstinencia navideña, suponía para él un periodo de angustia casi insoportable, que trataba de paliar con todos los métodos posibles: escuchaba villancicos a todas horas, saludaba con un sempiterno «Feliz Navidad» a todo aquel con el que se cruzaba (los vecinos habían aprendido poco a poco a ignorarle), su casa era un museo del adorno navideño... En los momentos de máxima desesperación, llegaba incluso a esnifar virutas de corcho porque, según él, le recordaban el olor de los belenes. Pero conforme pasaron los años su estado fue empeorando. Cada vez le era más difícil encontrar el bálsamo adecuado para su ansiedad prenavideña. De tanto repetirlos, los villancicos se le habían vuelto insoportables; las guirnaldas aparecían ante sus ojos como objetos ridículos; pensar en el turrón le daba arcadas... Cuando descubrió que el anuncio de la llegada de la Navidad al Corte Inglés ya no le provocaba emoción alguna, supo que debía acabar con su vida. Para ello, escogió la madrugada del 25 de diciembre. Lo señalado de la fecha serviría, además, para amargar las fiestas a sus familiares y vecinos. Así, subió a lo alto del viaducto y se arrojó al vacío. Carlitos no contaba con que caería sobre el trineo de Papá Noël, que justo en ese instante pasaba bajo su trayectoria. Ninguno de los dos sobrevivió al tremendo impacto. Ni la propia Navidad, que se extinguió con el último aliento de Papá Noel. Lástima que Carlitos no fuera consciente de tan tremenda hazaña.
DAVID ROAS, Horrores cotidianos, Menoscuarto, Palencia, 2007.
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