lunes, 29 de marzo de 2010

EL ODIO, Juan Salmerón

El odio



El odio desgasta a quien lo siente y raras veces consigue objetivos que persigue; en lugar de aniquilar al contrario, llega incluso a reafirmar su importancia. La indiferencia, sin embargo, no desgasta a quien la practica, sino que le da más fuerza todavía; y devasta total y absolutamente a quien es víctima de ella.

Roger Wolfe


Yo siempre he sido un buen enfermo. He tragado sin rechistar todo lo que me han recetado: hasta supositorios. Por eso, ahora, parece que me he ido a vivir a la papelería. La pringada de la cajera, no cabe duda, piensa que lo mío con los cuadernos, es una excusa tonta que me traigo para ir a visitarla. A mí no me toca desilusionarla: ¡Si supiera que los cuadernos forman parte de mi tratamiento, a buenas horas se maquillaba el escote!

-Cambiamos el cóctel de ansiolíticos y antidepresivos por un cuaderno ̶dijo el Dr. Matesanz ya en su primera consulta.

¡Menudo apostol de la antisiquiatría, Matesanz! Cuando empieza a largar, hipnotiza.

Y en éstas estoy. Cada vez que me asalta un brote de ira, ¡al cuaderno!, a poner por escrito mis malos pensamientos, o en su defecto, a escribir diez, veinte o treinta copias de la frase esa del odio devasta, la indiferencia desgasta y otras plastas.

Un buen día, el Matesanz más solemne me dice:

-Su caso clínico es la prueba irrefutable de la conveniencia de la desmedicalización en pacientes crónicos.

Así mismo, de un tirón y sin dejar de respirar. Ante tal portento, ¿quién puede negarse a pasear por las revistas médicas su mejoría deslumbrante?. Yo sólo noto que me he ido olvidando de por qué siento odio.

Como lo mío es ciclotímico, días hay en que me muero por filosofar con el Mahatma Wolfe de la frasecita, tomándonos unos daikiris en el afteragüers de la ONU; en cambio, otros, ganas tengo de tener a ese panoli delante, y meterle en el jeto una somanta de indiferencias.

Por alfa o por beta, la mayoría de las tardes me las paso escribiendo en pauta, como un parvulito. Cualquier día que el Dr. Picodeoro vuelva a afearme la caligrafía, echo el autocontrol a dormir la siesta y lo estrangulo. Como que ya me estoy viendo.

RÉQUIEM, Juan Carlos Mestre




RÉQUIEM

Viste arañas
donde siempre hubo música.

CLAUDIO RODRÍGUEZ



Quién va a creerte ahora, aristocracia de las supersticiones. Quién
a ti, tabas de la hechicera. Qué dador en lo subterráneo colgará
su exclamación de los inservibles alambres del telégrafo. Quién
sino el mendicante que respira en las cánulas, el que ha cerrado
su negocio con las estrellas y ya sólo lo impacienta la muerte.

Quién en las substancias encanecidas por el olvido, qué soli-
tario orfebre entre los inventores de las fraguas del hielo. Cuál
de ellos será hoy un habitante anciano entre los desaparecidos,
qué comprador de bujías de aceite vendrá a velarte ante esta
urna de estaño.

Quién a tu cebo entre los escombros donde pules horquillas
de hueso. Acaso el que repite tu yerta palabra en la improbabi-
lidad, tal vez los tatuados por el destino sin sufrimiento en la
culpa sin materia del ángel.

Quién al tazón de agua le agradecerá su blancura. Quién sino
Aquel cuyo estigma conservó la videncia, trajo a la ciudad una
piedra imantada en la que existió el contemplante, hubo voces
y lluvia.

Quién va a reconocerte ahora bajo la armadura de los dur-
mientes. Quien con júbilo habría de entrar en los caparazones,
quiénes con mazas de sílex al taller del vidriero. Quién se atre-
verá a nombrar al que restituye, quién al que roba alivio de lo
indescifrable.

Quién dará aire de silbar al pájaro, meteoro a los astrónomos,
quién a la muchacha de tímido triángulo y al agonizante que
contempla la nieve ha de restituir su pulcritud ante el pútrido
esmalte de otros ojos azules.

Qué sonrisa inmaculada de los muertos a los andenes donde
hubo discordia, maletas con manuscritos, vagones a la infeli-
cidad. Quién caligrafía a los que establecieron su vínculo alre-
dedor de los pozos, agua de la quietud al pebetero volcado
sobre las tumbas anónimas.

Acaso el que tiende la mano a los acróbatas, el que tuvo grandes
sueños en las riberas de la simplicidad y escuchó el enjambre de
párpados en las necrópolis. El hijo de otro pueblo cansado, el
portador cuya ausencia ilumina la noche con la escritura de los
analfabetos.

Dirán los abismos, dirán las nodrizas a la íntima tierra: Requiem
in aeternam dona eis, domine, et lux perpetua luceat eis.




Juan Carlos Mestre, La casa roja, Calambur, Madrid, 2008, pp. 17-18.

sábado, 20 de marzo de 2010

[RONCABA...], Max Aub


Roncaba. Al que ronca, si es de familia, se le perdona. Pero el roncador aquel ni siquiera sabía yo la cara que tenía. Su ronquido atravesaba las paredes. Me quejé al casero. Se rió. Fui a ver al autor de tan descomunales ruidos. Casi me echó:

-Yo no tengo la culpa. Yo no ronco. Y si ronco, ¡qué le vamos a hacer!, tengo derecho. Cómprese algodón hidrófilo…

Ya no podía dormir: si roncaba, por el ruido; si no, esperándolo. Pegando golpes en la pared callaba un momento... pero en seguida volvía a empezar. No tienen ustedes idea de lo que es ser centinela de un ruido. Una catarata. Un volumen tremendo de aire, una fiera acorralada, el estertor de cien moribundos, me rasgaba las entrañas emponzoñándome el oído, y no podía dormir. Y no me daba la gana de cambiar de casa. ¿Dónde iba yo a pagar tan poco? El tiro se lo pegué con la escopeta de mi sobrino.


MAX AUB, Crímenes ejemplares, Micromundos, Thule Ediciones, Madrid, 2006
(1957), páginas 23-24.


viernes, 19 de marzo de 2010

AUNQUE TÚ NO LO SEPAS, Luis García Montero



AUNQUE TÚ NO LO SEPAS

Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminando
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos...

Y aunque tú no lo sepas, yo te he visto
cruzar la puerta sin decir que no,
pedirme un cenicero, curiosear los libros,
responder al deseo de mis labios
con tus labios de whisky,
seguir mis pasos hasta el dormitorio.
También hemos hablado
en la cama, sin prisa, muchas tardes
esta cama de amor que no conoces,
la misma que se queda
fría cuanto te marchas.

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Espiada a la sombra de tu horario
o en la noche de un bar por mi sorpresa.

Así he vivido yo,
como la luz del sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.



Luis García Montero, Habitaciones separadas, Visor, Madrid, 1994, pp. 50-51.

jueves, 4 de marzo de 2010

DE SARGADELOS, Alex Fleites


DE SARGADELOS

Para Daniel Chavarría

Beber na noite os seus licores lenes
E brindar cos amigos nesa copa
Escura que nos ata á mesma causa.


Ramiro Fonte


Tiene que ver con la amistad, con el orgullo nacional y un poquito también con la cerveza. Pero sólo un poquito. Y no como ella está diciendo. Claro que yo tengo mi historial en el barrio. Y por eso la gente se confunde. Si te partes un pie porque pisaste en la escalera el orine de Alfredo, todo el mundo te saluda con risita en los ojos. ¿Qué, bárbaro, resbalaste con una cáscara de aguardiente? No, mi hermano, con meao, ¿sabes lo que es meao de perro? Luego te atacan con que eres grosero, antisocial y todas esas lavativas que los muy santos creen que le pueden echar a uno porque es un contento. Que eso lo dijo el poeta Cavafi, que si uno ponía cara de tranca, los negocios te salen mejor, porque los serios, los muy estúpidos, son los que se creen en posesión de la verdad e inspiradores de toda la confianza; y por eso él vivía cagao de risa por dentro, pero con fachada de coro griego. Que yo también tengo mis lecturas. Ahora, ¿que cómo se explica lo de la amistad y lo del orgullo nacional? Ahí viene. De esto hace como tres meses. Bueno, exactamente cuatro, porque la fecha hay que decirla con toda precisión: 31 de diciembre. Chabela me había enseñado la primera edición de Paradiso. La tenía desde la época de la universidad, de lo más conservadita. Bueno, la cosa es que se lo comenté a Manolo. Mi sangre, dijo, hay un yuma que me tiene loco con ese libro; dile a ella que lo suelte; ya tú verás que sacamos de unos dólares para despedir el año como Dios manda; que todo no puede ser trabajo y responsabilidad; la familia, varón, necesita su esparcimiento; tállele el book y se va a acordar de mí, esa mujer se está esparcimiento; tállele el book y se va a acordar de mí esa mujer se está matando con las clases y las guardias docentes; pero díselo como cosa tuya, tú sabes que ella no me puede ver desde el negocio del puré de tomate. Bueno, en eso tenía razón Chabela. Lo del puré de tomate fue un embarque. Buscarlo a Santiago de Cuba, traerlo en un tren que demoró 72 horas, y luego tenerlo que botar porque llegó fermentado, con su costra blanca y todo... En esa corrida perdimos como quinientos pesos. Chabe, le dije el día de los hechos, ¿no te parece que deberíamos tirar una canita al aire?; vaya, el 1994 se está acabando, este año durísimo, ¿qué tú crees si hacemos una fiestecita nosotros solos, con los muchachos? ¿Con qué? Bueno, yo puedo buscarme unos verdes, lo suficiente para comprar un pollo, algo de ensalada y un cartón de ese vino español y cagón que sacaron en el Focsa. Claro, tú tienes que colaborar tu poquito. ¿Te acuerdas del libro de Lezama? No te pongas así, mima. Ya sé lo de tu tesis. Después, con tiempo, podemos buscar una edición más reciente. Me comentó M... Martínez, el de la librería de Obispo, no, tú no lo conoces, que los turistas lo andan buscando como cosa buena. Decídete, china, piensa en los niños. ¿Tú te imaginas a Filiberto y a Bertica con el bigote embarrao de grasa? Coño, una fiesta como las de antes. ¿Sí? ¿Seguro? ¡Caballero, clase de mujer tengo! Así es que salí volao para casa de Manolo, éste llamó al Peyo, el Peyo le tiró por teléfono a su hermana, la que trabaja en el paladar de San Rafael, y el trato quedó cerrado: yo quiero, como mínimo, 15. Lo que le saquen por arriba es de ustedes. No hay lío, aquí está la magua: buen provecho y feliz año. Ahí mismo desembolsó el Peyo, que se había quedado hablando bajito con la hermana. ¿No te lo dije, mi ambia? Manolo daba saltos de alegría. ¿No te lo dije?: asegurao el rumbón. Espérese ahí, colega. Tuve que pararlo. Esta pasta no se puede ir así como así. Ya le dije a la ninfa que era para despedir el año con los chamas. ¿Qué dices, cobarde? Abrió los brazos con las puntas de los dedos hacia abajo, como queriendo clavarlos en la tierra. ¿Usted piensa que lo voy a tumbar? Nananina. Esa astilla es para los suyos, ¿o no recuerda que Mangui fue el que le dio la idea y el que le puso el bisne? Pero ven acá, chico, ¿tú no has oído hablar de la comisión, del tanto por ciento y de la remuneración por gestión empresarial? Cinco de los quince me pertenecen. Es lo justo. Rápidamente saqué mis cálculos: cinco el pollo, tres el vino cagón, y todavía me quedaban dos para tomate y lechuga; arroz y fríjoles había en la casa. No hay tema, Manolo. Toma tus cinco. Tú me conoces como un tipo legal. No esperaba menos, camarada; que una mano lava a la otra y entre las dos, la cara, dijo el Manolete metiéndose el billete bien dobladito en el bolsillo. Y para que vea el número que calzo, agregó, con mis ganancias lo voy a invitar a echarse unos laguers en El Conejito, que, como cantó el Benny, la realidad es nacer y morir, y con cinco cañas no se hace una fortuna, pero se consolida una amistad. Y esto es de mi propia cosecha. Al principio pensé decirle que esperaba allí, que debía pasar primero por la casa para asegurarle a Chabela que todo estaba en orden, que fuera encargando el pollo, pero él me lo leyó en los ojos y con los suyos me dijo clarito: ¿qué pasa, compa, se me va a rajar ahora? Y en verdad que Manolo no se merecía que yo le hiciera eso, porque es un amigo de los buenos, de la época del servicio militar, y aún antes, de la previa. Un gesto es un gesto, y hay que saber recibir como quien da, que es lo elegante. Cinco faos, concluí, no alcanzan para mucho, si acaso para dos cervezas y media por cabeza. ¡Chévere, Mano!; ¡la peste el último! El bar de El Conejito abre a las diez de la mañana en días de fiesta. Es uno de los pocos lugares de La Habana que conserva la atmósfera fresca, la luz tenue y la música baja. Además, queda en el barrio. Así que todo iba a ser rápido y nice, entre socios. Como era de esperar, inauguramos la barra. El Tigre, un barman negro que en su juventud había jugado en la liga grande con el equipo más famoso de Detroit, cuando nos vio preguntó con ironía: ¿Se sacaron la lotería, muchachones? Se extrañaba porque desde que ese local lo pusieron en divisas, dejamos de frecuentarlo. Nada, Tigre, que también los perros tienen su día. Al parecer esa frase que soltó Manolo no significa mucho. Pero para nosotros sí. Los Bravos, Mike Kennedy, The People Is Talking About, los años 70, la zafra, un frío del carajo en la madrugada, la lata de leche condensada hecha fanguito para cuatro, And I Love Her, la esperanza del pase, la jevita guardada en la cartera, su rostro casi irreconocible en la foto tan manoseada, el programa Nocturno, Let's Spend The Night Together. ¡De pinga, hermano!, ¿tú te acuerdas? Ya las jarras, sudando, estaban al alcance de la mano. ¿Que si me acuerdo, Tribilín? ¿Quién va a olvidarse? Y entre los dos se hizo un silencio largo. Cada uno se lanzó por su camino a filosofar la Bucanero. Aquellos años habían sido iguales para todos, pero distintos para cada cual. Ya lo teníamos hablado. Para mí fue la época de la ilusión, de las tetas de Vivian, del diario del Che, de la camisa de nylon que trajo Boris de Polonia (cruelísima en el verano) y de los primeros tragos de ron. Manolo, que por esos años era también conocido como El Buti, asociaese tiempo a la muerte de su padre, a las fiestas de las que siempre nos botaban, al calabozo que se ganó por meterle al cocinero del campamento la bandeja por la cara, a las botas rusas y a las croquetas espaciales, aquellas que se pegaban al cielo de la boca. Sin darnos cuenta el bar se fue poblando de parroquianos. Además de los habitué—¿se dice así?—, había una pareja en medio del salón, acomodando los ojos a la oscuridad. El Tigre dijo por aquí, señores; hay espacio en la barra.


Gracias, le respondió con acento español una voz de hombre en la penumbra. Con permiso, dijo ahora una mujer al parecer igualmente española. Usted lo tiene, éste fue Manolo regresando del laberinto de sus cavilaciones. La barra tiene eso, es el lugar del trago rápido, sin muchos intermediarios, pero es, además, el más socialista del bar. Ahí uno se expone a que lo interpelen, a que alguien le cuente sus penas y hasta a que le metan a gritos una canción en el oído. Aunque en realidad no había sido para tanto. Corrección en la frase, una simple cortesía, y cada cual podía volver alegre o tristemente a sus asuntos. Miré a los recién llegados. Espigado él, llenita ella. Rondando ambos los 30 años. ¿Qué les sirvo?, solícito, El Tigre. ¿Qué ofrece?, seguro, mundano, el peninsular. Ron Collin Ton Collin Cuba Libre Carta Oro Carta Blanca Cubanito Hailball Mojito cerveza Cristal Bucanero Hatuey Mayabe, entre las bebidas nacionales, dijo El Tigre conteniendo la respiración. De las cervezas, ¿cuál es la mejor?, ahora era, tímida, la mujer. Todas son buenas, respondió, patriótico, Manolo. Y siguió con aquello de que para gustos..., y que lo importante en la fabricación de la cerveza era la calidad del agua, y que los manantiales de la Isla son reconocidos internacionalmente, y toda esa etcétera que me sé de memoria pues es uno de sus temas favoritos desde que intentó estudiar química de los alimentos. Entonces, dijo el español a El Tigre, de la que toman ellos, y nos señaló a nosotros. Ponlas frías que se partan, se adelantó Manolo, y agregó millonario: cárgalas a mi cuenta; que con la guerra del 95 se terminaron los rencores. Manolo Martínez, muchas gracias. A mí me pareció bonito el acto; este cabrón comparte lo poco que tiene. Tremenda lección para el par de turistas: pobres, pero honrados. Recordé que sólo nos quedaba dinero para un laguer más, y sentí esa desazón que a lo mejor tú conoces: la garganta apretada, cierto nerviosismo, una añoranza que no se puede explicar. Para qué seguir con los detalles. Me sacó de esta angustia la conversación, más animada que original. ¿Primera vez? Lo teníamos planificado desde hace tiempo, pero sólo ahora pudimos venir; vamos a estar una semana. ¿Catalanes? ¿Por qué?, ¿tenemos acento? No, es que a los catalanes no les gusta que los confundan con los otros españoles, por eso el tanteo siempre se comienza por ahí. Risas. Somos gallegos. ¡No joda! ¡Ay, perdonen la expresión! Es que mis abuelos eran de Galicia. Y los de éste también. ¿De dónde eran los viejos, Ale? De Pontedeume, creo. Los míos nacieron en la provincia de Lugo; el pueblo se llama Mondoredo o algo así. Mondoñedo; lo conozco, tiene una catedral muy interesante, con entusiasmo, Maruja. ¡Qué chiquito es el mundo!, eufórico, apurando un trago, Ricardo. El mundo es grande, lo que pasa es que hay gallegos en todos los puntos cardinales, profesoral, Manolo. Y canarios también, metí la cuchareta más por cortesía que por interés; hay aldeas en Tenerife donde todo el mundo emigró hacia Cuba. Aquí a los gallegos se les quiere, seguí, aunque se hacen algunas bromas... Allá también; no tenga pena, comprensivo, Ricardo. A esta altura las jarras habían sido vaciadas. Mirada significativa de Manolo. Mirada imperturbable mía. ¿Nos tomamos la última?, generosa, Maruja. ¿Querrá decir la penúltima?, para la última todavía faltan muchos años, risueño, Manolo. Mozo, cuatro de lo mismo, y ahora ábranos un cheque, ordenó Ricardo, simpático y enérgico. No es que sea adivino, pero tengo la facultad de presentir cuando las cosas pueden complicarse. Para mí no; me quedan algunos asuntos. ¿Cómo? Si apenas son las once de la mañana. ¿No va a dejarse invitar? Oiga, que eso en mi tierra es de muy mal ver, alegre pero firme, Ricardo. Cedí sin contestar. En realidad era temprano. Y ya se habían metido en la cancha en que Manolo es champion. Intercambiaban chistes. Después de uno sin mucha gracia contado por Maruja, se tiró mi compañero al ruedo. ¿Se saben el del tipo que tenía que hacerse una implantación de pene? Coño, Mano, que hay una señora presente. Que lo haga, que lo haga, todos somos adultos, ¿no?, dijo Maruja. Ricardo asintió con la cabeza. Este tipo perdió el pene en un accidente y fue a un urólogo que hacía implantes para que le mostrara los que tenía en existencia. El médico le presentó uno. No, dijo el paciente, ése no es exactamente como yo lo quiero; está un poco fino. El doctor tomó otra caja y le enseñó el contenido. Ése está bien de grosor, pero es muy corto. El médico bajó otra caja de lo más alto del estante y le dijo: esto es todo lo que tengo, mire a ver si le conviene. El tipo apreció lo que le ponían delante. Así mismo, así mismo, gritó; ¿pero no lo tienen en blanco? Risas estruendosas, palmadas en las espaldas, este tío es la leche, divertidos Maruja y Richard, que así había pasado a llamarse Ricardo para Manolo a la tercera ronda. Claro, a cuenta de ellos. Y después, la cuarta y la quinta. Caballero, yo me voy, dije en un arranque de lucidez. Ha sido de verdad un placer. ¡Joder, hombre!, que hoy es día de fiesta, los asuntos pueden aguardar hasta el año que viene, medio turbio, Ricardo. De la fiesta se trata, intenté explicar, pero fui interrumpido por Manolo, que, como siempre, bromeaba en serio. A enemigo que huye, cerveza helada. Please, Tiger, more beer, que hay billete para responder. Y ahí, como diría Tin Tan, estaba el detalle. El dinero que quedaba era el mío; sagradísimos billetes que por nada en el mundo podía echar para adelante. Pero Manolo no estaba contando en ese instante con mi capital. Eso ella no lo cree, como le tiene manía... El peo le da a él por el lado fantasioso. Y en realidad se sentía forrao, todo un capitalista. Antes de que pudiera ponerme en pie, El Tigre, más Tribilín? ¿Quién va a eficiente que nunca, distribuyó las latas y cambió las jarras por otras Tribilín? ¿Quién va a eficiente que nunca, distribuyó las latas y cambió las jarras por otras acabadas de sacar del frío. El cubano que se haya visto en semejante situación, sabe que una cerveza no se deja servida e intacta, es una afrenta a los dioses tutelares y el peor agravio que se le puede hacer a la suerte; en dos palabras: se arriesga a que no se empate más nunca en su vida con un laguer. De los chistes de mayor elaboración, habían pasado a los colmos y los tan tan. Recuerdo que los de más éxito fueron el de la modelo que era tan flaca, pero tan flaca que los niños etíopes hicieron una colecta para mandarle comida; ¿y el colmo del optimismo?: dos homosexuales haciendo cola para comprar un cochecito. Y ahora que hablan de maricones, y con perdón, Lady, éste era Manolo, están dos locas hablando por teléfono y le dice una a la otra: ¿Te enteraste de lo que le pasó a tu hermano Roberto? ¿No?: se está muriendo; tiene fiebre amarilla. Y le responde la otra: ¡Ay, que color tan feo!. Ricardo salió expulsado de su banqueta por una carcajada. Se aguantaba las tripas y doblaba el cuerpo. Maruja limpiaba los lentes con el mismo pañuelo que luego se pasaba por los ojos para enjugar las lágrimas. ¡La hostia! ¡Éste es la hostia!, abrazando a Manolo, cambiando su asiento, diciéndomelo a mí, Ricardo. El Tigre estaba pendiente del diálogo. Es un caso raro de negro discreto. Hasta el momento se había limitado a reírse a distancia, pero tanta cordialidad, tan buena onda, lo decidió a participar con una adivinanza. A ver, a que no saben cuál es el único animal que come con los pies en la cabeza. Nadie respondió. La voz cavernosa que venía de detrás del mostrador nos cogió movidos. Entonces por la cara que puso El Tigre me di cuenta que éste empezaba a dudar de la gracia de su propio chiste; seguro pensó que era de mal gusto; pero ya estaba lanzado y no tuvo más remedio que dar él mismo la respuesta, que salió como masticada de sus gruesos labios: el piolo. Corteses sonrisas, una tos nerviosa.

¿Saben como se dice piojo en gallego?, salvando el bache, solidaria con el negro, ahora sentada junto a mí, Maruja: piollo, se dice piollo. ¡Cojones, el pollo! Ése fui yo. Pollo no, piollo, castrista de la tendencia Rosalía, Manolo. E1 pollo que tengo que comprar para la cena de esta noche. ¡Chabela Espinosa me mata! Hice por levantarme, pero una pesadez general me lo impedía. La suave mano de Maruia en mi hombro me devolvió al bar. ¿Estás mareado? ¿Mareado, yo? Ricardo y Manolo intercambiaban información sobre sus vidas. El primero era maestro de obra en Vigo, aunque nació en Villa Franca del Bierzo. Manolo, dijo, era de El Vedado; había estudiado técnico medio en organización del trabajo, pero ahora estaba interrupto, cobrando en la casa el 60% ¿Y tú? Me susurró al oído Marula. ¿Yo qué?, respondí- separándome. ¿De dónde eres?, ¿a qué te dedicas? Soy de Pinar del Río, pero vivo desde niño en La Habana; trabajo como fundidor en Cubana de Acero. Ricardo y Manolo habían hecho un aparte y hablaban de historia. ¿Y tú? ¿Yo qué?, me devolvió la pelota, coqueta, Maruja. ¿Qué haces? ¿Ahora?, siguió bromeando. En el antes de ahora. ¡Uy, qué filósofo! Soy enfermera obstetra en Santiago de Compostela; además estudio acupuntura y medicina homeopática. ¡Qué interesante!, dije sin mucho entusiasmo, y pensé que para curar con agua, bebía demasiado alcohol. Di un salto cuando sentí la cálida mano de la española que del hombro, sin transición, bajaba al muslo. ¿Está mareada? Un poco, respondió ella y recostó su cabeza a mi brazo. Aquí hay una baja, dije en voz alta para salir de alguna manera de situación tan embarazosa. Ricardo o Richard suspendió por un momento el discurso y observó el cuadro. Déjala que se refresque, al rato a ella se le pasa, dijo con naturalidad y volvió a su disertación sobre los celtas, los curiosos nombres de los pueblos gallegos, la galopada de Almazor y los suevos. ¿Los huevos de Almazor?, se rió Manolo, pero a Ricardo no le hizo gracia el juego de palabras. ¡Leche, Manolo, que estoy hablando en serio! Oye, Alejo, continuó imperturbable mi socio, dice éste que fue en Viana del Bollo donde perdió los huevos Almazor. ¡Me cago en Ceuta!, nada divertido, dando un manotazo en la barra, Ricardo, que al parecer no estaba dispuesto a que se tomara a guaza la historia de su verde, húmedo y melancólico país. Está jodiendo, Richard; cuando él se pone en eso no tiene para cuándo acabar, conciliador, sujetando a Maruja para que no se desplomara, yo. ¡Qué la corte, qué la corte, el muy cabrón!, insistente, gritando, el intelectual del ladrillo, como lo había llamado Manolo tres cervezas atrás. ¿Qué pasa, caballero?, intervino El Tigre desde sus seis pies de estatura, ¿se acabó la diversión? Todo el bar estaba puesto para nosotros. Manolo se levantó con torpeza y yo me preocupé. Aunque es un hombre generoso, suele ser violento si se le provoca. Ricardo se puso de pie también. Tú eres un mierda, Richard, dijo Manolo mirando al español a los ojos; eres un mierda... si no me acompañas a orinar. Ricardo sonrió. Yo respiré aliviado. Y al baño se fueron abrazados como dos alegres compadres. Aproveché para acomodar a Maruja suavemente sobre la barra de madera. Al rato se despertó. ¿Dónde están los otros? Se fueron, mentí. Qué bueno, ya me estaba hartando de tanta habladera, sincera, haciendo una leve presión sobre el muslo que nunca había soltado, Maruja. Ricardo y Manolo venían de vuelta. Se les veía amistados y muy contentos el uno del otro. Tigre, rugió el visitante, cierra las dos cuentas, que nos vamos con la música a otra parte. Con gran esfuerzo Manolo le dijo al barman que separara los cheques, que él había invitado y pagaría nuestra parte. Ricardo se opuso con firmeza, pero ya El Tigre estaba presentando las notas. Nuestro compromiso eran ocho cervezas. Manolo sacó su billete de a cinco y lo miró extrañado. Luego buscó concienzudamente en los otros bolsillos. Lógicamente, no encontró nada. La mano temblorosa de El Tigre había escrito con grandes trazos en el papel $ 8.00. Sentí la rodilla de mi amigo presionando significativamente la mía. Suelta el gallo, dijo por lo bajo, luego nos arreglamos. ¿Qué hacer en esa situación? ¿Dejarlo como un cubanito alardoso y aprovechado? Ya Ricardo había pagado lo suyo y esperaba por nosotros. Maruja regresaba del tocador visiblemente refrescada, con un segundo aire. Puse mis diez dólares discretamente en manos de Manolo, y suspiré resignado. Éste pagó, revisó el vuelto, dejó 1.00 de propina y guardó el resto ante mi expresión atónita. ¡A xantar!, que siento cóchegas no ventre, éste es Manolo, haciendo gala de un gallego vacilante y recién aprendido. ¿Qué tú dices?, agarré a mi socio por la manga cuando los españoles se dirigían a la puerta de salida. A comer, chico, que tengo cosquillas en las tripas. Eso lo entendí, pero ni lo sueñes, dame acá la pasta, que yo me largo. Compadre, no sea ridículo. Ahora no nos podemos dejar caer. Lo suyo está asegurao. El gaito nos invita a La Torre, aquí enfrente, cosa de una hora más y ya estás libre. ¡Qué clase de embarque me estás dando, Manolón...! Y no pude continuar, pues Maruja entró de nuevo al bar a buscarnos y se me prendió del brazo. Debo reconocer que a la luz de la tarde me cagué. Yo vivo en 17 y H y todo el mundo por aquí me conoce. No iba a faltar alguna chismosa que corriera a contarle a mi muXer que me había visto en tremenda farra con una extranjera. Y aquí, en favor demi persona, debo decir que ésa no es mi onda. La curda, sí, pero los tarros no. La luz intensa de La Habana nos abofeteó a los cuatro. Amablemente me safé de Maruja y salí disparado para La Torre mientras les decía: voy delante a separar la mesa. Con el mismo impulso tomé el ascensor y no paré hasta el piso 27 del edificio Focsa, que es donde está el restaurante. Inmediatamente llegaron ellos. El capitán nos señaló un puesto iunto al ventanal de la derecha, según se entra. Tres o cuatro mesas estaban ocupadas en esa ala al parecer por extranjeros. Ricardo se quedó hablando con el camarero mientras nosotros tomábamos asiento. La ciudad se veía espléndida desde lo alto, con sus calles bien trazadas, sus edificios que fueron modernos en los años cincuenta y los árboles frondosos, laureles casi siempre, que custodian las aceras. Maruia se levantó y me difo ven, Alejo, muéstrame La Habana. Fui con ella hacia la amplia vidriera. Se me pegó como por casualidad. Sus senos en mi espalda se sentían duros. Puse distancia y observé a los dos que ya estaban riendo nuevamente, ahora ante la amenazadora presencia de una botella de Varadero seven years old, y la más amable de cuatro platos de entremeses. Desde la barra un joven mulato, que jugaba con su copa vacía, se dirigió a nosotros. ¿Quiere echar un ojo, colega? ¿Qué?, pregunté a mi vez, sin entender cuál era su proposición. Que si quiere unos... (aquí se llevó los dos puños a la cara e intentó mirar a través de ellos); a dollar el rato. Venga, exclamó Maruja entusiasmada, dijo, ante la posibilidad de observar en detalle y como un pájaro, la vida de la mítica urbe que acogió a su tío apenas era un nino. Con precaución, el mulato extrajo de su mochila unos prismáticos de gran potencia; se cercioró de que nadie lo estaba observando, y los puso en mis manos. Yo los pasé a la española, que ya estaba c entre el cristal y este servidor, ocasión que tuve para comprobar que también sus nalgas eran firmes y agresivas. Voy por algo de beber, salí del paso, ve mirando tú. Ricardo estaba metiéndole un poema en gallego a Manolo. Éste asentía como todo un conocedor, escanciaba en las dos copas y se empinaba la suyaa ¿Interrum po?, pregunté. Pero no obtuve respuesta. El cubano estaba prácticamente fuera de combate, aunque se mantenía derecho. El español se había puesto triste. Me senté a su lado. ¿Qué pasa, compadre?, le alboroté más la rizada cabellera. Alejo, la vida es una mierda, me respondió sin levantar la vista de su copa. La vida es bonita, viejo, traté de ser optimista. La vida es una mierda y las mujeres, putas. Se me helaron los huevos, se me pasmó la curda. Entré a explicarle que el alcohol altera la conducta de la gente, que no se puede tomar en serio a una persona en nota, que ella le era fiel, que lo quería. Putas; te lo digo yo, son putas. Desde la ventana Maruja me hacía señas; algo así como que no le hiciera caso, que fuera donde élla. Decidí no tocar el ron. Puse en los vasos Tropicola y hielo. El mulato caía ya sobre la presa; intentaba mostrar algo que Maruja no atendía, puesta como estaba para lo que ocurría entre nosotros. Me acerqué y el joven se hizo a un lado. Fiera, le dije, parquéate por ahí, ahorita te devuelvo el hierro. Maruja me tiró el brazo libre por los hombros y me atrajo hacia ella. Con el otro sostenía los prismáticos. Ale, ¿qué edificio es ése?, mi omóplato derecho nuevamente encañonado por seno. Miré en la dirección que me indicaba. La Plaza de la Revolución. Es el monumen o a José Martí. ¿Y esa iglesia?, ahora recorría mi muslo izquierdo con la mano que había dejado caer al costado. San Juan de Letrán. ¿Y aquello que parece una nave espacial? Coppelia, la heladería. Y mira qué bonito, aquí también tienden en las azoteas, como en mi pueblo; llí, onde está tendiendo esa morena, ¿es la Unión de Escritores? Me puso los binoculares delante de los ojos. La morena en cuestión era mi mujer. La energía con que iba colocando en el alambre las piezas, el mechón de pelo que le caía sobre los ojos, y que ella no hacía nada por acomodar, eran pésimos indicios. Mafufa, la interrumpt y le di su vaso, creo que ha llegado el momento de que nos despidamos. ¿A dónde piensas llevarme?, preguntó con voz de Caperucita. Maru, dije, aquí hay una confusión; y yo no quiero problemas. Tu marido se dará cuenta de todo. ¿Mi marido? Ese gilipollas está a miles de kilómetros de distancia. Sólo está borracho, dije bajando la voz y miré para la mesa, donde el noble constructor seguía con la cabeza entre las manos, mientras el Manolete buscaba en cada plato sus bocados preferidos; es decir, nos iba dejando sin jamón, sin queso y sin aceitunas. Pensé explicarle lo difícil que eran las cosas aquí, lo de mis ochos anos de matrimonio, lo de la fiestecita del 31 con los chamas, pero me dio fatiga. Necesité dos o tres minutos para tomar una decisión. Volvamos a la mesa, propuse. Se dejó llevar. El dueño de los rismáticos vino a nosotros. Los devolví. Luego revisé los bolsillos de la camisa de Manolo, que comía con la dedicación y la parsimonia de una vaca pastando baio un aguacero. Saqué un dollar y se lo di al mulato. Aquí falta, replicó; es un dollar por persona. Le iba a entregar el otro, pero yo no sé si fue la rabia de sentirme estafado o que pensé que el muy cabrón de alguna manera se estaba comiendo el pollo de los chamas, pero me pasó por la mente una idea asesina. Él lo supo y no insistió. omó ue le daba y se largó en dirección de cuatro italianos diesel, esos petroleros que vienen a buscar negras. Necesito ir al baño, dije. Yo también, se levantó Maruja. Pero no la esperé. Oriné, me lavé la cara, me peiné. A la salida de los lavamanos estaba ella. Es un pasillo estrecho y pobremente iluminado. Me echó los brazos al cuello y buscó mis labios. Puse resistencia. ¿No te gusto? Eres muy bella. Enton ces, ¿qué sucede? Es largo de explicar. Alejo, ¿tú no serás...? Sólo eso me faltaba. Tranquila, no soy... Y no pude seguir hablando porque su lengua encontró la mía. Entonces metí mano. Uno es varón y tiene su responsa bilidad con la especie. Nos dimos un tranque del carajo. Si alguien pasó por nuestro lado, no lo sé. Sólo nos interrumpimos cuando la mujer de la limpieza pidió permiso, consecuentemente armada con cubo y balleta. Rompimos el abrazo antes de llegar a la mesa. El cuadro había cambiado ligeramente. Los platos de entremeses fueron reemplazados por enchila do de camarones, vegetales al vapor, tostones, ensalada de estación y, de beber, vino Ribeiro. Restaurado por la epredación anterior, Manolo nos recibió con una amplia sonrisa. Así que yo haciendo relaciones interna cionales y el acoy practicando lucha libre, decía y observaba cómo Maruja se componía sin mucho recato la blusa. Ricardo también se veía mejor. De la tristeza incontenible había pasado a una afectividad exage rada. Venga, primo, me pegó una galleta que a él le pareció amistosa, y me estampó un beso en la mefilla adolorida. Menos mal que tengo relevo, pensó Manolo en voz alta; si éste no llega a tiempo, me lo hubiera tenido que templar: el abrón es una babosa. Maruga rió con ganas. No sé si conocía la acepción cubana del verbo. Algo le dijo a Ricardo en gallego que no pudimos entender. Éste respondió que a la ternura entre hombres es a la que hay que echarle más cojones, y que nosotros éramos como sus primos, y que nos daba todos los besos que se le diera la gana. Estiró la trompa en dirección a Manolo, pero el socio dijo, paso, ahorre saliva y métale el xantar, que la grasa se duerme. Por un rato comimos en silencio. El cuerpo agradecía los subidos sabores del marisco, los láta nos crujientes, la frescura de los vegetales. A insistencia de Ricardo, probe el vino. No me pareció mal. Maruja dijo que hubiera sido mejor un Balbariño de Cambados. Pero por los gestos y la cara de Ricardo supimos que no lo había. Dos copas más y ya yo estaba conectado nuevamente.

Maruia me servía con gran dedicación, separaba los camarones más tiernos de su plato y los ponía en mi boca. Yo estaba turbado. Manolo la miraba hacer con picardía, seguramente pensando: ¿éste es el que no quería venir? Ricardo también comió fuerte, ebañaba la salsa con un pan, y atacaba una y otra vez la ensalada, concentrado en su plato. A todas éstas no se me había ocurrido mirar la hora: 8:30 en mi reloj. ¡Qué desastre! Reinaba el buen humor entre mis amigos, y me pareció grosero romper el encanto. Ahora Manolo hablaba con el corazón en la mano; decia que para él era muy significativo estar con unos paisanos de sus abuelos un día como ése; que nunca lo iba a olvidar; que había muchas formas de hermanarse, y ésa, compartir los panes, los camarones y los vinos, era una de la mejores. Yo me sentí obligado también a decir algo. Hablé de nuestra situación actual, de que nos hubiera gustado invitar a nosotros, que, en definitiva, éramos los anfitriones; pero que ya habría ocasión, todavía nos queda mucha vida por delante, etc. Maruja dijo que los cubanos éramos gente muy simpática, que en su momento habíamos acogido a los emigrantes gallegos y que ahora era a ellos a los que les correspondía ayudar en lo que fuera. Ricardo aprobaba sus palabras. Él opinó que lo que parecía un encuentro casual, podía ser obra de la Providencia, y se largó un discurso sobre la reencarnación, la trasmigración de las almas y otras hierbas aromáticas, según el cual este encuentro estaba pactado en La Habana quién sabe cuántas generaciones atrás. Manolo fue a la barra y regresó con los seis dólares que os quedaban convertidos en un precioso tabaco que obsequió a Ricardo. Éste se comnovió mucho con el gesto. Yo también me emocioné, pero por otras razones. Mi sentencia de muerte se acababa de firmar. Otras y otras copas. Tomamos el café, liquidamos la cuenta y salimos a la calle. Me sentía más confundido que un lirón que ha perdido el sueño. Dimos una vuelta por el malecón. Los transeúntes, vestidos para la ocasión, se dingían a sus fiestas. El aire del mar nos hizo bien a todos. Maruja caminó por el muro. Ricardo cantó un aire de su tierra. Manolo bailó como él creta que era la usanza en el ~finisterre". Yo los seguia a distancia. Los gallegos se hospedaban en el Hotel Presidente. Bordeando el mar, en media hora estábamos allí. Insistieron en que subiéramos a sus habitaciones, pero nos negamos. Hubiera sido un lío, dijimos, con las carpetas y la policía, que nos habrían confundido con dos traficantes o con dos profesionales del sexo. Maruja puso cara de desencanto. Richard difo muy bien, espérenme en la terraza, que tengo algo para ustedes. Salimos nuevamente. La noche estaba fresca. Manolo se arrellanó en una poltrona; Maruja y yo fuimos a dar a algo así como un sofá, pero más chico Ella me besaba en el cuello. Yo trataba de quitármela de encima. Vamos a otro lugar, dijo, quiero acostarme contigo. Hoy todo está lleno, argumenté, mañana te recojo y vamos a caso de un amigo. Yo quiero hoy melosa, auscultadora, la gallega. La miré como diciéndole que era peligroso insistir. Mi socio se había quedado dormido. Un custodio nos observaba con cara de poco amigo. Como a la media hora reapareció Ricardo. Traía unas cajas muy bien enweltas, una botella de licor y cuatro vasos. Nos hizo señas para que nos acercáramos. El se sentó al lado de Manolo, al que despertó de una amistosa cachetada. El nuestro reaccionó mal. ¿Qué cojones tú quieres, galleguito maricón? Joder, Mano lo, que no te ha hecho nada, le respondió Maruja. ¿No serás tú el maricón, cubano de mierda?, le ripostó Ricardo, pero sin perder el buen humor. El custodio se acercaba y yo intervine. Venga, no pasa nada, todos somos amigos. Los españoles le dijeron lo mismo y éste volvió a su lugar. Pero que no me vuelva a pegar, porque se va a formar la de San Quintín, ¿me oíste?, dirigiéndose a mí, Manolo. Lo tomé por un brazo e hice un aparte. Tú me metiste en esto, y tú me vas a sacar sin que intervenga la policía; así es que te aguantas como todo un hombre, le dije casi comiéndome su oreja. Ricardo había juntado los asientos en torno a una mesa y nos invitaba a acercarnos; Maruja medió y volvió una frágil normalidad. Dos cosas muy especiales, dijo Ricardo, y señaló los paque tes y la botella de Cardenal Mendoza. Toma, Manoliño, esto es para ti, le extendió una de las cajas; y esto es tuyo, Alejiño, me dio a mí la otra. Pueden abrirlas. Eran dos bellas piezas de cerámica. La mía representaba una paloma azul y blanca, muy estilizada; la de Manolo era más vistosa: una botella con forma humana y vivos colores. Las etiquetas decían que habían sido fabricadas en Sargadelos, Lugo, y que de cada una sólo existían cinco ejemplares. Maruia explicó el valor de la marca, y la antigua tradición de la cerámica celta; dijo, además, que las habían comprado porque querían obsequiar con ellas a los primeros cubanos que conocieran. Era un acto simbólico. Manolo agradeció con corrección Yo la besé en la mejilla y di un abrazo a Ricardo, que empezó a llenar los vasos para un brindis. Y ahora, exclamó, ¡a esperar el nuevo año! Fue Maruja la que me sacó del apuro. Le dijo que seguramente nosotros teníamos familia y que deberíamos estar a esa hora con ellos; ya había mos sido demasiado generosos con nuestro tiempo; que a la amistad, como al amor—y aquí me echó una mirada significativa—hay que dosificarla, para que no llegue a hartar. Manolo probó su vaso y se ralamió de gusto. Esto está de puta madre; yo me quedo, dijo risueño e imitando el acento de Ricardo. Yo no; a mt me esperan mis hijos. Ricardo dijo bueno, qué se le va hacer, mejor quedamos para vernos mañana. Yo me quedo, ¡coño!, repitió Manolo. ¿Qué les parece si desayunamos juntos, a eso de las once?, propuso Maruja. ¿Se saben el cuento del chorrito de leche?, intervino Manolo. A las once está bien, dije yo. Entonces quedamos, me extendió la mano Ricardo. Maruia me dio un beso y me recordó por lo bajo la promesa que le había hecho. Manolo no se movió de su sitio: miraba fíjamente la botella. Llévatela, escuché a Ricardo. No, dije yo, por hoy es suficiente. Levanté a mi amigo casi a la fuerza y lo obligué a despedirse con urbanidad. Maruja lo besó en la mejilla y Ricardo le dio un abrazo y le palmeó el culo. Buenas carnes Manolo, le dijo. Lo atajé a tiempo, pues ya la galleta venía en el aire. Salimos a G. Eran las once. A la primera cuadra en dirección a Línea, nos sentamos en el parque. ¿Y ahora qué coño hago?, me pregunté a mí mismo, porque seguro—y ahora iba con Manolo—tú no tienes un medio. Toma, me dio su cerámica, ésta también te pertenece. Tengo un amigo que compra y vende objetos de artes decorativas; treinta o cuarenta dólares te puede dar por las dos. Le acepté el ofrecimiento y allí nos despedimos. Él se quedó sentado en el banco. Cuando había caminado unos veinticinco metros, oí su voz un tanto ronca quizás por el sereno y el alcohol: no es puta, gritó, es hermana de Ricardo; él me lo dijo. En mi casa las luces estaban prendidas. Chabela, los niños y mis suegros cenaban. La mesa se veía muy bien servida: había congrí, pollo asado, ensalada y vino. Mi espacio estaba puesto. Di las buenas noches, pero nadie respondió. Tome, Teresa, le alcancé a mi suegra una de las cajas. Esto es para ti, Chabe; puse la otra en manos de mi mujer. Ninguna de las dos miró el contenido. Mi suegro me hizo señas de que no siguiera hablando, pero yo me creí con la obligación de explicar. Me demoré porque tuve que echarle una mano a un amigo que trabaja en el ICAP, el fin de año le soltaron una delegación extranjera y... Mi mujer se levantó de la mesa llorando. Bertica y Filiberto fueron a consolarla. Mi suegra tiró la servilleta en su plato y salió también del comedor. Mi suegro dijo la cagaste, compadre, y me dejó solo. Durante semanas intenté conversar, buscar un arreglo, pero ella se mantiene en sus trece. Quiere divorciarse. Por eso te llamé. Tú eres su compañero de escuela. Tú publicaste una novela. Ella te admira mucho. Dile que no pasó nada. Explícale lo del orgullo nacional y la amistad. Cuéntale que le conseguí otra edición de Paradiso; que las cerámicas son muy valiosas, de Sargadelos. Ya cuelgo, sí. ¿A qué hora tú sueltas en el trabajo? Te espero a las cinco en el Bar Heredia; ahí, al doblar. Te lo cuento todo con más calma. Tírame un cabo, mi hermano, a ver si se suaviza. Oye, espérate un segundo, ¿tú sabes en cuánto se puede tirar la edición príncipe de Espejo de paciencia? Manolo tiene un punto. Es que quiero comprarle una lavadora y una bicicleta a los fiñes. Total, se está deshaciendo de viejo en el librero. Bueno, bueno, luego hablamos. Tú me vas a ayudar también con lo del libro, ¿verdad?
DESVÍO POR OBRAS:http://www.sargadelos.com/

ALEX FLEITES, “De Sargadelos”, Barcarola, Albacete, diciembre de 1997, nº 54-55, páginas 97-107.