lunes, 9 de abril de 2012

DEJAR A MATILDE, Alberto Moravia



DEJAR A MATILDE

   Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: «Mujeres y motores, alegrías y dolores.» No digo yo que no tenga sus buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la pri­mera oportunidad.
   La oportunidad llegó pronto, una noche que le había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa. Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y com­prendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta: «Esta vez se acabó, vaya si se acabó.» Este jura­mento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme de que pregun­taban por mí al teléfono.
   Fui al teléfono, al apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde:
   —¿Cómo estás?
   —Estoy bien—‑contesté, duro.
   —Perdóname por ayer noche..., pero no pude, de verdad.
   —No importa—le dije—, así que adiós... Nos veremos mañana... Te diré una cosa...
   —¿Qué cosa?
   —Una cosa importante.
   —¿Una cosa buena?
   —Según... Para mí, sí.
   —¿Y para mí?
   Dije tras un momento de reflexión:
   —Claro, también para ti.
   —¿Y qué cosa es?
   —Te la diré mañana.
   —No, dímela hoy.
   —No me mates...
   —Está bien... ¿Sabes por qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece?
   Me quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una voz tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije:
   —Está bien, dentro de media hora paso a buscarte.
   Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se precipitó en seguida abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla, los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero pensé: «Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo», y advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz tierna:
   —¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer?
   Contesté huraño:
   —Vamos, monta.
   Y ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos.
   Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día festivo, con el sol que ya quemaba, empecé a pensar sañuda­mente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla inmediatamente después a Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo mejor, me dije que, a fin de cuentas, tam­bién me estropearía la excursión a mí mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y—¿por qué no?—de Matilde hasta cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O bien, incluso, esperar al final de la excursión y decír­selo mientras regresábamos, por esta misma vía Cristoforo Colombo, sin vol­verme, así, como por azar. O incluso también esperar a llegar a Roma y decír­selo en la puerta de su casa: «Adiós, Matilde. Te digo adiós porque hoy ha sido la última vez que hemos estado juntos.» Entre tantas ideas no sabía cuál esco­ger; al final me dije que no debía hacer planes; en el momento oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como si hubiera adivinado mis reflexiones se apretaba fuerte a mí, e incluso me había cogido con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese pellizco que se llama mordisco de asno, y que en ella era una demostración de afecto. La oí, después, decirme al oído, con una voz alegre y tierna:
   —¡Eh! ¿Sabes que tienes que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un beso.
   Digo la verdad, esas palabras y el pellizco me hicieron cierto efecto. Pero de todas formas pensé: «Sigue, sigue... Ya es demasiado tarde.»
   Una vez en Castelfusano cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no había balnearios, que sólo agradan a quienes van al mar a ponerse morenos, sino nada más que matorrales y la playa desierta. Al llegar a un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba, verde e intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la moto en el borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder por los senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos por el viento, hasta el mar. La llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo había impuesto ella; y yo la dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido, como en los buenos tiempos en que la quería. Pero me di cuenta de que seguía decidido a dejarla, y esto me devolvió la confianza.
   —Voy a desnudarme detrás de aquella mata—dijo ella—. No mires.
   Y yo me pregunté si no sería cosa de decírselo ahora; recibiría la ducha fría justo en el momento en que estaba desnuda, llena de la felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y la excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata sus hombros delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su voz cariñosa:
   —Giulio, no te creas que no me doy cuenta; me estás mirando.
   Así fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca abajo y ella hacia arriba, con la cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol quemaba mi espalda, la arena me quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un largo silencio:
   —¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas?
   Y yo contesté espontáneamente:
   —Pienso en lo que tengo que decirte.
   —Pues dilo.
   Estaba a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto:
   —Mira, mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme.
   Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el fresquito del aceite, le unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final, ella anunció:
   —Me duermo. ¡No me molestes!
   Y me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle.
   Matilde durmió quizás una hora; después se despertó y propuso:
   —Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua.
   Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreri­tas hacia adelante y hacia atrás, según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para superar con la voz el estruendo del mar: «Ahora te digo esa cosa.» Pero ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza dicién­dome: «Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer.» De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de olas que se cruza­ban, montaban unas sobre otras y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo:
   —Y ahora comamos.
   Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me había preparado. Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa o hacía un gesto impre­visto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi declaración, me propuso de golpe y porrazo:
—Bueno, dime ahora esa cosa.
   Estaba a punto de abrir la boca cuando ella gritó:
   —No, no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho?
   —No—respondí.
   —¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y te gusto?
   —No.
   —Entonces, ¿que nos casaremos pronto?
   —No.
   —Éstas son las tres únicas cosas que me interesan—dijo ella sacudiendo la cabeza—. Basta, no quiero saber nada.
   —No, tengo que decirte que...
   Pero ella, tapándome la boca con la mano:
   —Chitón, si quieres que te dé un beso.
   ¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero.
   Al final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado; pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ése era el momento ade­cuado. Me levanté y dije con voz natural:
   —Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte.
   Pronunciadas estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije: «Matilde». pero no obtuve respuesta. Grité entonces: «¡Matilde!», y tam­poco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe, estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería estar. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima con violencia, hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía:
   —Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo.
   La arena me soplaba en la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté, flojo:
   —Bueno, no lo repito, pero déjame en paz.
   Pero ella no se levantó en seguida y dijo:
   —¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante.     
   Después me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que estaba contento de habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden decir entre enamora­dos. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó, ya un poco reservada, porque no se temía que la dejara: «También yo.» Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo.
   Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano:
   —Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días.
   Me sentí casi desfallecer y, consternado, exclamé:
   —Pero ¿por qué?
   Y ella, con una buena carcajada:
   —He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana.
Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.


ALBERTO MORAVIA

Relatos italianos del siglo XX, Alianza Editorial, Libro de bolsillo, núm. 498, 1974, pp. 179-186.