miércoles, 27 de agosto de 2014

EL HOMBRE EN LA ARAUCARIA, Sara Gallardo

EL HOMBRE EN LA ARAUCARIA

   Un hombre pasó veinte años haciéndose un par de alas. En 1924 las estrenó, de madrugada. Su temor principal era la policía. Anduvieron, con un vaivén bastante lento. No lo subían más de doce metros, la altura de una araucaria de la plaza San Martín.
   El hombre abandonó a su mujer y sus hijos para pasar más horas sobre el árbol. Era empleado en una compañía de seguros. Se instaló en una pensión. Cada medianoche ponía aceite para máquinas de coser en las alas, y marchaba a la plaza. Las llevaba en un estuche de violoncello.
   Bastante cómodo, tenía un nido sobre el árbol. Has­ta con almohadones.
   De noche la vida de la plaza es extraordinariamen­te compleja, pero él nunca se molestó en enterarse. Le bastaban los follajes, las casas oscuras, y sobre todo las estrellas. Las noches de luna eran las mejores.
   Nuestro mal es no aceptar el límite. Se le puso pa­sar un día entero en el nido. Fue en un feriado de la compañía.
   Salió el sol. Nada como el amanecer entre las co­pas de los árboles. Muy alta, una banda de pájaros pasó dejando la ciudad a sus pies. Los contempló con una especie de mareo, con lágrimas.
   Eso había soñado los veinte años que puso en fa­bricar sus alas. No en una araucaria.
   Los bendijo. Se le fue el corazón tras ellos.
   Una sirvienta abrió los postigos en casa de una vie­ja insomne. Vio al hombre en su nido. La vieja llamó a la policía y a los bomberos.
   Con altavoces, con escaleras, lo rodearon.
   Tardó en notarlo. Se calzó las alas. Se puso de pie.
   Los autos frenaron. La gente se juntó. Se abrieron las ventanas. Vio a sus hijos, con delantales de colegio. A su mujer, con la bolsa del mercado. A la sir­vienta y a la vieja abrazadas.
   Las alas funcionaron, despacio. Rozó ramas. Pero perdió altura. Bajó hasta el  monumento. Sal­tó. Se enhorquetó en ancas del caballo. Tomó de la cintura al general San Martín. Sonreía.
   Un policía disparó un tiro.
   Quedó sobre el caballo un zapato enganchado.
   Pero pudo volar. Lento, avanzó, apenas más alto que las cabezas de los que estaban en la plaza, y na­die respiro observándolo.
   Llegó a la torre de los ingleses, el viento lo ayudó hacia el sur.
   Vive entre las chimeneas de una fábrica. Es viejo y come chocolate.

SARA GALLARDO, El país del humo, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1977, pp. 56-57.