domingo, 20 de diciembre de 2015

METAFICCIÓN, John Sutterland

METAFICCIÓN

   La metaficción es una narrativa deliberadamente consciente de ser un proceso y que, además, se recrea en ello. Conforme aumenta su corpus, la literatura se va haciendo más consciente de ella misma. Se aspira a la originalidad, pero se comprueba que cada vez es más escurridiza. En la literatura no hay demoliciones. Las cosas van aumentando inexorablemente y cada vez a mayor velocidad. En la época de Dickens se producían unas mil novelas al año. En el siglo XX, se consideraría un año pobre si no se llegasen a los 10.000 títulos, más las 10.000 nuevas recreaciones que surgen de ellos en la «sala de recreaciones» literarias.
   ¿Toda la ficción es metaficción? El término metaficción tiene un origen reciente, no más de cuatro décadas. Pero visto re­trospectivamente, se pueden detectar elementos de metaficción en las primeras obras literarias. Por ejemplo, Don Quijote es una «antinovela». El melancólico caballero, con su armadura de car­tón y su cómica interpretación de la caballería, no es más que un travieso ajuste de cuentas metanarrativo de Cervantes hacia las obras de caballería, como El canto del Mio Cid y otras muchas no­velas medievales sobre caballeros errantes.
   La parodia literaria es una forma estandarizada de metaficción (por ejemplo, Shamela, de Henry Fielding, era una versión cómica de Pamela, de Samuel Richardson). Otra clase de metaficción es el homenaje narrativo (por ejemplo, Las horas, de Michael Cunningham, es un tributo a La señora Dalloway, de Virginia Woolf). Lo mismo ocurre con la épica burlesca (por ejemplo, El rizo robado, de Alexander Pope). Otra forma de metaficción es la conocida como «variación consciente de un tema popular», como Foe, de Coetzee (en la isla de Robinson Crusoe hay otro náufrago, una mujer, una conocida del novelista Daniel Defoe). Ninguna de estas obras funcionaría sin esa otra literatura, cuya existencia recuer­dan constantemente al lector.
   La metaficción es extremadamente consciente de la otra ficción y, además, una de sus características está en esa elaborada autocon­ciencia. Se regocija en el «narcisismo», en un guiño al lector de «mira lo que estoy haciendo». La autorreferencialidad alcanza el estatus de una extensa broma en un texto pionero del canon de la gran metaficción: Tristram Shandy, de Lawrence Sterne. Ya bien avanzado el libro, presenciamos un momento cómico sublime. El narrador, Tristram, que al igual que otros escritores de biografías, ha decidido hacer una crónica de toda su «Vida y Opiniones», des­cubre que la tarea que se ha impuesto es imposible. Se acumula tanto en su vida que no le daría tiempo a escribirlo. La necesidad del narrador de hacer digresiones (describir situaciones, aconteci­mientos, circunstancias) le impide avanzar. Nunca se alcanzará a sí mismo. Es un aprendiz de brujo, sin brujo que lo rescate. La meta­ficción se entremezcla en la metanarrativa a la manera de Shandy.
   Por supuesto, los novelistas, como otros narradores (los del cine, por ejemplo, que sólo disponen de dos horas para desarrollar la obra), han desarrollado estrategias para esquivar el dilema de Tristram, sin molestar al lector con el asunto. Es una broma básica: «Mi próximo truco es imposible», como dice el mago. A continua­ción, sigue adelante y lo hace.
   Podríamos ir mucho más allá y sugerir que toda la ficción es, en cierto grado, metaficción. Cuando escribimos una novela, sabe­mos que estamos trabajando a la sombra de otras novelas. La no­vela nunca puede ser totalmente nueva. En la época moderna, el corpus de literatura se ha multiplicado sin precedentes y muchos escritores han utilizado este hecho para hacer de la imposibilidad genérica un mérito o una perspectiva de trabajo.
   Donald Barthelme (1931-1989) es uno de estos virtuosos de la metaficción. Una de sus novelas (o anti-novelas) más conocidas es Snow White (1967), una fantasía literaria sobre los dibujos de Disney, a partir del cuento alemán original, Blancanieves. La Blan­canieves de Barthelme comienza con un inventario corporal de su belleza, incluyendo comentarios sobre sus magníficas nalgas, y acaba en una conducta deshonrosa con los enanos en la ducha.
   Metaficción y originalidad La metaficción se centra en el eterno problema literario (especialmente molesto para el escritor moderno) de cómo alcanzar la originalidad dentro de la enorme e ineludible no-originalidad. Todo el espacio literario está ocupado; se han contado todas las historias. ¿Qué otra cosa puede hacer el es­critor excepto masticar el chicle que han dejado los otros escritores?
   Otra solución es recuperar las historias antiguas, pero de forma di­ferente, por medio de inflexiones y giros modernos. Masticar el viejo chicle de otra manera. En los últimos años, la revisión litera­ria ha producido una abundante cosecha de las llamadas novelas posvictorianas. Representa una de las tendencias más populares de la metaficción contemporánea y parece que aún se pueden seguir exprimiendo.
    El punto de origen es una novela de Robert Graves, El auténtico David Copperfield (1933). La novela de Gra­ves adquiere maliciosamente una nueva perspectiva, al narrar la historia de Dickens desde otro ángulo. In­troduce elementos más para «adultos» en la relación del héroe con su Agnes, en vez de los «y fueron siem­pre felices»; por ejemplo, los deseos sexuales son mu­cho más complejos que los del David de Dickens (es él, y no Steerforth, quien codicia a L’il Emily).
   Siguiendo a Graves, ha habido una enorme profusión de historias contadas desde puntos de vista alternativos: Cumbres borrascosas, desde la perspectiva de Nelly Dean, o Jane Eyre, desde la perspecti­va de Berta Mason (por ejemplo, Ancho mar de los Sargazos, de Jean Rhys). Este género se ha impulsado muchísimo gracias a la enorme audiencia conseguida por las series de televisión sobre el periodo victoriano. La adaptación que Andrew Davies realizó de Middle­march, de George Eliot, convirtió a la novela en la número uno de las listas de best-sellers, en 1994. Trollope, Dickens y Mrs. Gaskell se han beneficiado de este éxito póstumo. Se crea una extraordina­ria reciprocidad. Si una novela se lleva a la televisión, como por ejemplo, La feria de las vanidades, o El mundo en que vivimos, de Tro­llope, después empieza a leerse de forma intensa (normalmente en grupos de lectura, un fenómeno moderno fascinante); y, por últi­mo, acaba incluyéndose entre las lecturas obligatorias de colegios y universidades. De esta manera, el autor vuelve a la vida.
   Un gran best-seller del género neo-victoriano es la serie de nove­las de «Flashman», de George MacDonald Fraser. A través de doce volúmenes, nos presenta la escandalosa carrera del villano sin ver­güenza de Tom Brown’s Schooldays (Los días escolares de Tom Brown). Un no va más de este tipo de literatura es la serie burlesca de Jasper Eforde, «Thursday Next». En uno de los libros, The Well of Lost Plots, los protagonistas de Cumbres borrascosas aparecen como demandantes ante un tribunal de jurisdicción para que se decida a quién pertenece legalmente su obra narrativa. En un pla­no más serio, encontramos novelas ganadores del premio Booker, como Posesión, de A. S. Byart, La mujer del teniente francés, de John Fowles, y Falsa identidad, de Sarah Waters, que crean narrativa victoriana un siglo después de que ese periodo haya muerto. Mien­tras crezca el corpus literario, la metaficción (novelas sobre nove­las) también crecerá. Quién sabe si algún día será la única forma posible de ficción.

JOHN SUTHERLAND, 50 cosas que hay que saber sobre literatura, Ariel, Barcelona, 2014, pp. 118-121.
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Guy Laramée