viernes, 22 de mayo de 2009

LA RULETA RUSA, Juan Bonilla


La ruleta rusa



Isabelo Galván es el héroe del país en estos momentos. Lleva doce semanas seguidas ganando en el concurso de televisión de más audiencia; La Ruleta Rusa. Doce sema­nas seguidas. Se dice pronto. Y en las doce ha vencido sin vacilaciones, mientras sus contrincantes o bien se retiraban acobardados o se descerrajaban la cabeza con un tiro.

Isabelo Galván es un hombre de exigua estatura. Habla poco. Desde luego es incapaz de negarse a conceder una entrevista, pero cuando las concede apenas se le oyen unas cuantas frases con esa voz mínima, tímida, infantil. Tiene 45 años.

Naturalmente es soltero. Casi todos los que participan en La Ruleta Rusa lo son. O solteros o viudos o divorciados. Casi todos son también pobres. Isabelo Galván no es po­bre. Trabaja en una librería de dependiente. Trabaja o tra­bajaba, porque después de los millones que ha ganado en el concurso no creo que vaya a regresar a su empleo.

La primera semana que participó en La Ruleta Rusa, al verlo tomar el arma que le pasaba el concursante que aca­baba de apretar el gatillo sin que estallase el disparo, me di­je: éste va a ser el primero en caer hoy. Se colocó la pistola sobre la oreja. Me sorprendió. Los demás la apoyaban en la sien. No cerró los ojos, y esto también me sorprendió por­que los demás solían cerrarlos. Antes de apretar el gatillo lo acarició unas cuantas veces, como si estuviera probándo­lo, como si fuese a distinguir de esa manera si la bala colo­cada en el tambor iba a salir o no. Cuando pareció seguro de haber descubierto dónde estaba la bala, apretó el gatillo. No suspiró aliviado como solían hacer los otros concursan­tes cuando después de apretar el gatillo sonaba indicando que la bala no había sido disparada.

Supongo que saben en qué consiste el concurso. Hay seis concursantes. La presentadora, Margot Mutis, introduce una bala en el tambor del revólver al que le da unas cuan­tas vueltas para desapercibir el proyectil. Entonces pasa la pistola al primer concursante que está en su derecho de sa­car el tambor y darle otra vuelta sin mirarlo antes de dis­parar. Todos los concursantes tienen ese derecho. Gracias a él pueden pasar varias rondas antes de que la bala se dis­pare, porque si no contaran con esa posibilidad, inevita­blemente al quinto chasquido indicando que no había ba­la, aquel al que le tocara dispararse sabría que la bala le tocaba sin defecto y que se iba a volar los sesos, así que mejor sería retirarse.

A cada concursante se le asignaba un millón sólo por con­cursar. No se le permite retirarse antes de las cinco prime­ras rondas. O sea, tiene que dispararse cinco veces si quie­re llevarse el dinero que le dan sólo por participar. Ha habido un par de cobardes que se fueron con su dinero después de las cinco primeras rondas.

Naturalmente les abuchearon, les arrojaron tomates y hue­vos podridos.

Cada vez que uno de los concursantes falla y queda eli­minado, o sea, cada vez que uno de los concursantes se in­crusta la bala y se atraviesa el cráneo, su millón queda a disposición del resto, y se lo llevará aquel que gane, de tal manera que, si no hay cobardes que se retiren con su dine­ro, al que se quede vivo después del programa, le quedarán nada menos que seis millones.

Isabelo Galván lleva cosechados ya sesenta y cinco mi­llones de los setenta y dos que podía haber ganado si no hubiera sido porque en los doce programas que lleva ha habido cobardes que se iban después de la sexta ronda. Exactamente siete cobardes. Por el contrario, en los doce programas en que ha obtenido la victoria Isabelo Galván ha dejado atrás un reguero de cincuenta y tres cadáveres.

Cada vez que un concursante se revienta la cabeza —aun­que, según las reglas del programa, también puede dispa­rarse al corazón, nadie lo hace así— el público se divide en­tre los que abuchean sin piedad al perdedor y los que lo ovacionan como homenaje. Las cámaras suelen mostrar, en el momento en que el proyectil impacta en la cabeza de al­guno de los concursantes, los rostros de los demás. Algu­nos sonríen, otros hacen gestos de alivio. Isabelo Galván no mueve una ceja. Continúa absorto en sus pensamientos. Tal vez rece. No lo sé. No sabe declararlo en las entrevistas que ha concedido. Siempre dice que no sabe en lo que pien­sa. Que sólo espera que le toque el turno de dispararse.

Sorprendió a todos confesando que escucha lo que dice la pistola. Que podría determinar, si le dejaran, no sólo si la ba­la está en la salida, sino también, en caso de que no se en­contrase allí, en qué posición dentro del tambor se encontra­ba. Dice que lo escucha. Que la Pistola se lo dice. Que en su casa ensaya y siempre acierta. Que nunca ha fallado. Que se dispara cientos de veces al día y nunca ha fallado porque sa­be escuchar las palabras que le susurra la pistola indicándo­le la posición de la bala en el tambor.

Hoy emiten su decimotercer programa. La Ruleta Rusa bate récords de audiencia. Catorce millones de espectado­res la siguen. Isabelo Galván es el héroe del país en estos momentos. Está por encima de todos los políticos y todos los actores y todos los cantantes y todos los toreros en cuan­to a popularidad. En las entrevistas asegura que le gusta leer novelas de ciencia ficción, que detesta, curiosamente, la serie negra porque no propone más que adivinanzas, que lo cambiaría todo porque no le diera miedo tirarse en paracaí­das, y que si encontrase un genio frotando una lámpara má­gica le pediría sólo un deseo: que le indicara las calles que ha de dejar atrás para regresar a la infancia. También de­claró que sólo se casaría con una mujer que le permitiera poner la lista de boda en un burdel.

En La Ruleta Rusa de hoy Margot Mutis presenta como de costumbre en primer lugar a los nuevos concursantes. Qué pena me dan. No sé cómo se atreven con lsabelo Gal­ván. Isabelo Galván propuso hace poco que el programa no se detuviese cuando sólo quedase un concursante. Quería que se le diese a éste la oportunidad de continuar solo. Que se determinase un dinero adicional por cada vez que reta­ba al azar y se disparase de nuevo cuando ya había vencido. Margot Mutis lo anunció la semana pasada. Parece que ya se lo han pensado y le darán esa oportunidad al ganador de hoy.

Toca el turno de presentar a la gran estrella del programa: Isabelo Galván. Margot Mutis pronuncia su nombre con fuerza, como suelen gritar el nombre de los campeo­nes los encargados de presentarlos en las veladas de boxeo. Isabelo Galván, tan insignificante como de costumbre, cal­vo, bajito, con su traje modesto, mirando al suelo, baja los peldaños de las escaleras mientras el público, puesto en pie corea su nombre, se desgañita animándolo, le rinde una ca­lurosísima acogida.

Los otros cinco están muy impresionados. Supongo que para ir a La Ruleta Rusa hay que estar muy desesperado, ser un suicida en potencia, no tener nada mejor que hacer, o sencillamente ansiar la fama. Entre estos cinco puede que haya de todo. El muchacho barbilampiño que va a empe­zar habrá ido para cosechar admiradoras en el lnstituto en el que cursa, según información facilitada por la presenta­dora, con excelente nivel académico. Sonríe a la cámara y tal como le pasan la pistola, sin variar la posición del tam­bor, como si se fiara de Margot lo suficiente como para sa­ber que ella no podría condenarlo al infierno, aprieta el ga­tillo. Chasquido. El muchacho le pasa la pistola a un hombre de avanzada edad, desarrapado, impresentable. Es un men­digo. Vive en el metro cuando las juveniles bandas fascis­tas no deciden regresar al subterráneo y hacer limpieza de escoria. Nunca ha tenido un arma en las manos. No le im­porta morir. Aprieta el gatillo y muere. La primera explo­sión, la más temprana de la historia del programa, caldea los ánimos. Un trozo de la cabeza del mendigo ha ido a pa­rar a pies de Isabelo Galván que, ceremonioso, se agacha y lo retira del suelo para extenderlo en seguida a los asisten­tes que han salido a recoger el cadáver del mendigo.

Cada vez que hay un muerto en La Ruleta Rusa, se da pa­so, después de esos segundos en los que las cámaras mues­tran al público y a los demás concursantes, a la publicidad. Una Compañía de Seguros promociona el espacio. El anun­cio es muy divertido. Unas monjas están departiendo en un parque. De pronto sale un perro vagabundo que se acerca a ellas sin que se den cuenta. Las monjas están de espalda. El perro levanta la pata y se pone a mearles. Entonces una de las monjas se da cuenta y en ese momento la voz en off del locutor dice: Porque hay veces en que no te salva ni la fe... Seguros Hulsoff.

Devuelven la emisión al plató donde ya han retirado los restos del mendigo. Turno para el tercer concursante. Una mujer gruesa. Es curioso, al principio casi no participa­ban mujeres en La Ruleta Rusa, pero poco a poco se han ido animando. Le dan otro color a la cosa, es cierto. Aún ninguna de ellas ha logrado llevarse nada, pero supongo que todo se andará. Esta es una puta vieja. Honoraria. Ella mis­ma lo ha confesado. Soy puta honoris causa por el Barrio Chino de Barcelona. Las carcajadas y los aplausos no se han hecho esperar. Margot le pregunta a la puta si alguna vez ha tenido en las manos una pistola como aquella que acaba de pasarle. La intención de la presentadora estaba demasiado clara como para que la puta dejase escapar una oportunidad así para arriesgar un chiste: las he tenido más largas y mu­cho más dentro de mí que ésta. Más carcajadas y aplausos.

La puta sí ha decidido variar la posición del tambor des­pués de que la presentadora introdujera la nueva bala. Ha cerrado los ojos y se ha apoyado el cañón del arma en la sien. Le temblaba la mano exageradamente. Antes de apre­tar el gatillo ha dicho: me encomiendo a Santa Lástima de Ypagro. Ovación. La puta pierde los nervios. Yo sólo com­pito por el millón, grita como pidiendo excusas. Lo juro, sólo necesito el millón y cuando lo consiga me iré. Lo ne­cesito para operarme. Sólo busco el millón, repite una y otra vez. Le faltan aún cuatro disparos para merecerlo.

El cuarto concursante es un tipo alto, bien parecido, has­ta elegante. Está en el paro. Tiene dos hijos drogadictos. Va a por todas. Piensa derrotar a Isabelo. Pobre hombre. Sin contemplaciones se ha disparado en el cielo de la boca. Ha mantenido los ojos muy abiertos mirando fijamente a la cá­mara como si en ella buscase el secreto del universo. Chas­quido. Monumental ovación para el concursante. Gritos de torero, torero.

Esto se anima. Margot recupera el arma y sonriendo a la cámara dice: antes del turno de nuestros próximos concur­santes, unos consejos publicitarios.

Me levanto a mear y a coger más combustible. Sesenta y cinco millones lleva el bueno de Isabelo y a mí se me aca­ba el subsidio dentro de dos meses. Entre subsidio y suici­dio no hay demasiadas letras. Todavía no sé qué voy a ha­cer, pero supongo que en ningún caso me atrevería a escribir una postal a La Ruleta Rusa cursando mi deseo de partici­par. No estoy loco, sólo un poco harto, y para intervenir en ese programa no creo que baste estar harto. Hay que aña­dirle unas gotas, o unos litros, de locura. Se puede enten­der que en una situación tan drástica y desesperada como la del padre con dos hijos drogadictos, uno tenga que arras­trar su destino y decidirse.

A Isabelo Galván, por el contrario, no creo que le empu­je la desesperación, ni el deseo de ser famoso, aunque esas cosas nunca se saben, son de diván de psicoanalista. Pare­ce ser que nunca fue nadie, que no logró destacar en nada, y que su existencia no hubiera deparado a los anales del país anécdota ninguna si no hubiera sido por el programa de televisión. Ahora, gracias a La Ruleta Rusa no tendrá que hacer cola en las panaderías, le cederán el asiento en el metro y le atosigarán pidiéndole autógrafos esas muñecas adolescentes a las que antes tenía que imaginar saliendo del baño para conseguir una erección. De todos modos él ha confesado en varias ocasiones que hace esto sólo y exclu­sivamente por dinero. Para exiliarse a Río, supongo.

En los bloques de publicidad, para no desalentar a la au­diencia, intercalan siempre alguna repetición de las inci­dencias del programa. Cuando llego ante la pantalla carga­do con cinco botes de cerveza y una lata de espárragos, repiten el instante en que el mendigo se vuela la cabeza. Es curioso. Me fijo ahora que al fondo aparecen tres chicas rubias las tres, bellas y refrescantes las tres, que visten ca­misetas en las que se lee: ¡Pena de Muerte para las abortis­tas, ya! En el instante en que los sesos del mendigo aban­donan la cabeza de éste, las chicas dan un salto como si su equipo hubiera marcado un gol.

Un mendigo menos, habrán pensado. Son muy guapas.

De entre mis amigos que yo sepa ninguno tiene pensado escribir a La Ruleta Rusa. Y eso que en casi todos ellos la desesperación hace mella a diario y les da motivos más que suficientes como para impelirlos a buscar una salida a sus situaciones. Hombre, los cartones de tabaco contrabandea­do y el hachís les da unas monedas que ganar a la mayoría y así van tirando, pero eso ¿hasta cuándo lo soportarán? Tal y como se están poniendo las cosas no puede durar mucho. Arturo es el que mejor lo lleva, con sus braguetazos. Se le da bien la cosa de las mujeres maduras. El otro día lo vi ca­balgando una moto nueva. Buena yegua te agenciaste, maricón, le grité. Mejor es la que me espera en cueros, me con­testó. Y sin embargo es a Arturo al único al que puedo ima­ginar concurriendo a La Ruleta Rusa.

El quinto concursante es otro arquetipo: un clon de Isa­belo Galván para resumir. Insignificante. Algo más alto, más tímido, más oscuro que Isabelo. Está en el paro hace años. Como anécdota personal refiere que en una ocasión en la que una encuestadora le detuvo por la calle para soli­citarle una lista con los nombres de los personajes esencia­les de la Historia, él colocó tres veces sin darse cuenta al boxeador Mohammed Alí. Es significativo. Yo creo que es maricón, que sueña con negros y no se atreve a reconocer­lo. Que viva solo con una hermana mayor no hace sino rea­firmarme en mi convicción. Estoy convencido de que es re­primido, que si se atreviera marcaría uno de esos números de teléfono con los que los boys se anuncian en los perió­dicos. En la manera de tomar la pistola se cerciora uno en seguida de que si no es la primera vez que éste coge un ar­ma de fuego, debe ser la segunda. Pero de momento no se­rá la última. Chasquido al apretar el gatillo.

Llega el gran momento. Ése es Isabelo Galván. El que ni siquiera se inclina saludando la salva de aplausos que le de­dica el enfervorizado público. Margot Mutis se le acerca. Le saca tres cuartas. La verdad es que Margot, más que una hembra, es un harén. La recuerdo en un par de películas en­cendidas, dejándose taladrar por un indio en un western por­no y suave titulado: El feo, el malo y la buenísima. Ya se sabe que para los títulos no están muy dotados los produc­tores de ese tipo de cine.

Margot le pregunta a Isabelo qué tal transcurrió la sema­na. Galván contesta que como siempre y aprovecha para agradecer las muestras de adhesión de tantos desconocidos a los que alienta a participar en el concurso. Margot le pasa el ar­ma a Isabelo que no varía la posición del tambor. Escucha lo que le dice la pistola. La bala le informa de su posición y él localiza el lugar de la bala. Parece ser que ya lo ha captado. No hay peligro. Aprieta el gatillo por fin. Chasquido, natu­ralmente. Es impresionante el dominio de Isabelo Galván, cuyo nombre es coreado ahora por todo el público y servirá un día cercano para bautizar colegios, calles, guarderías. En la repetición ofrecen un primer plano de su dedo en el gati­llo: lo acaricia, lo examina con la yema del dedo, lo aprieta levemente, como si según su dureza, la resistencia que le opu­siese, pudiera determinar la posición de la bala en el interior del tambor. Luego lo acciona y sigue vivo.

La segunda ronda va a empezar. Lidia llega del trabajo, harta de limpiar aulas, escaleras, retretes. Sirve en una es­cuela de las afueras a la que la han enviado como castigo por no admitir entre sus tareas la de chuparle la verga al di­rector del otro colegio donde servía. Gajes del oficio. Se sienta a mi lado en el sofá. Pica un espárrago y abre una la­ta. Me pregunta cómo va la cosa y le miento diciéndole que Isabelo ha sido eliminado. No logro engañarla, como era previsible. Si Isabelo se hubiera atravesado el cráneo se hu­biera enterado antes de llegar aquí: los gritos de pesadum­bre y duelo en toda la ciudad se lo hubieran anunciado, y yo mismo tendría apagada la televisión.

Isabelo es el héroe del país en estos momentos. No pue­de perder. Es un símbolo. De ninguna de las maneras puede perder.

El muchacho toma el revólver. Está visiblemente afecta­do por la eliminación del mendigo. Seguro que no pensaba que la cosa era así. Ya se sabe: tras el cristal la muerte si­gue siendo muerte pero no huele. Si no se elimina antes, és­te es de los que se irá en cuanto cumpla con el requisito pa­ra embolsarse el millón (si es que resiste).

Vuelve a fiarse de Margot y no gira el tambor. Aprieta el gatillo y sigue adelante. Da un salto de alegría y se dirige al público donde unas animosas estudiantes celebran que haya pasado la segunda ronda.

Le toca a la puta. Sólo vengo por el millón, se repite. Vuel­ve a encomendarse a una santa, que la sigue protegiendo. Pasa. Ya le queda menos. Otra pausa para la publicidad.

Lidia se levanta y va a la alcoba. Se cambia de ropa, se pone cómoda. Está destrozada. Como cada noche. Yo he hecho lo que he podido hoy. Recogí la cocina y fregué el suelo del salón. No he lavado la ropa como ella me su­girió pero es que no me ha dado tiempo. Tuve que salir sin tenerlo previsto. Grito su nombre: corre, que ya vuelven. Ella viene. Se ha puesto el chándal azul. Evidentemente no está de humor. Se tiende en el sofá y me ordena que le va­ya por un poco de carne de membrillo al frigorífico. Se la traigo. Después me sugiere que me traslade a una silla para disponer del sofá íntegro. La obedezco, porque qué va a ha­cer uno.

Lidia está muy desmejorada. Apática y a veces hasta in­tratable. Hay que comprenderla, claro, no digo que no, pe­ro ya no es como antes. Yo tampoco soy el mismo, lo re­conozco, pero a veces anhelo aquellas sesiones que nos marcábamos cuando los dos regresábamos de nuestros res­pectivos trabajos. A Lidia le gustaba cabalgarme en Sema­na Santa, cuando yo me colocaba un capirote de penitente ocultándome el rostro. Era como follar con los cientos de nazarenos que salían por Sevilla. Luego nos íbamos a la ca­lle y tenía la impresión de que todos los penitentes habían sido cabalgados por ella y eso la ponía tan caliente que te­níamos que volver a casa y hacerlo de nuevo. Dónde coño estará ahora ese capirote.

El tipo con dos hijos drogadictos también ha pasado la segunda ronda. Menos suerte ha tenido el clon de Isabelo Galván. Se veía venir. Isabelo no hay más que uno. Se ha abierto la cabeza. Eliminado. La repetición muestra el mo­mento en que el proyectil abre un surco en su cara porque el tipo se ha disparado entre ceja y ceja. También se puede observar cómo la bala sale de su cabeza y va a incrustarse en la mampara que protege al público. Otra pausa para la publicidad.

Lidia abre otra lata de cerveza y dice:

Voy a escribir a La Ruleta Rusa.

La miro como si me hubiera dicho: te estoy engañando con un profesor del colegio, o peor aún, con tres alumnos de parvulario. Algo así. Lo dice en serio. La conozco y sé bien que habla absolutamente en serio. Necesitamos plata y yo necesito dejar esta mierda de trabajo, añade. Lidia aca­bó Filología Clásica pero no consiguió aprobar las oposi­ciones que le permitieran acceder a un puesto docente. La acosan los remordimientos por ello. De nada vale que yo intente convencerla de que resultaba muy difícil aprobar. Salieron muy pocas plazas y ya no es probable que salgan más a no ser que se mueran los titulares. Ya nadie estudia esas cosas. La sensación de fracaso la expolia y quiere par­ticipar en La Ruleta Rusa, no sé si para ganar algo de pla­ta fácil o para acabar con esta comedia cuanto antes. A mí me entran ganas de ir por el capirote de penitentes —dónde coño estará—, ponérselo y follármela, y follarme en ella a todas las nazarenas de Sevilla. Lo ha dicho muy en serio y acabará escribiendo. Un millón por participar. Cinco dis­paros al menos para merecer esa plata. Lo hará. Lidia lo ha­rá. Tengo treinta años y voy a ser viudo. Fantástico.

Isabelo Galván vuelve a renovar la confianza de la ma­yoría en su victoria. Es imposible que falle, el tipo sabe qué lugar ocupa la bala en el tambor y si se decide a variar la posición de éste es porque ha intuido el pálpito de la bala en el disparador. Acciona el gatillo y nada. Camino de un nuevo triunfo.

Tercera ronda. El estudiante pasa. La puta que sólo va por el millón también pasa. Pasa el padre de los drogadictos. E Isabelo Galván no hace falta decirlo.

¿De verdad estabas hablando en serio? —le pregunto a Lidia.

Por supuesto, sabes que sí —contesta.

Siempre habla en serio. Suele pasarle a los que han estu­diado lenguas muertas, no sé por qué.

No durarías ni dos rondas —insisto.

Es cuestión de suerte —replica—. Fíjate en Isabelo.

Isabelo, sí, en bueno quiere que me fije. Un tipo que, no sé cómo se las apaña, se ha disparado miles de veces y no se ha dado nunca. Tiene un ángel de la guarda que debe de cotizar altísimo en las esferas celestiales. Tal vez haya hecho un pac­to con el demonio para el que está recaudando fondos. Es im­posible comparar a Lidia con Isabelo. Para bajarla de las nu­bes le pregunto:

¿Y si en vez de con Isabelo te comparas con el mendi­go que se pegó un tiro a las primeras de cambio?

¿,Qué mendigo?— pregunta.

Tú no habías llegado todavía —le explico—. Un mendigo concursaba hoy. En su primer disparo, eliminado.

Ella vuelve a argumentar que es cuestión de suerte.

Devuelven la emisión al plató. Cuarta ronda. El estudiante pasa. La puta pasa y se acerca a su objetivo. Le queda un solo disparo. El padre de los drogadictos pasa. E Isabelo. Publicidad.

Lidia cierra los ojos. Treinta años. Voy a por unas pata­tas. Me demoro contemplándome en el espejo del pasillo. Simulo una pistola con mi mano y me la coloco en la sien. Lidia iría a por todas, la conozco. No se conformaría con el millón. Querría ganarle a Isabelo. Si yo encontrara algún trabajo ella podría dejar de fregar baldosas, pero dónde.

De repente oigo un clamor: uno de esos clamores en que se combinan gritos y maldiciones. Como si la selección de fútbol hubiera fallado un penalti. Ese tipo de clamor, el que se produce en todos los hogares por un hecho que les llega desde la televisión. Una reacción unánime, una sola voz múltiple que se levanta en la ciudad. Qué ha pasado. Lidia también gritó. Ahora me llama. Corro hacia el salón y allí está, la cabeza de Isabelo Galván en la pantalla, abierta co­mo un melón.

Pregunto exasperado qué coño ha sucedido, qué ha podi­do pasar, y Lidia no sabe explicármelo, y yo insisto, desde luego no puede ser que se haya pegado un tiro a sabiendas cuando estaban emitiendo publicidad, no puedo creerme que se haya suicidado, pero es lo que se me ocurre.

Margot está consternada. Hipa. No puede hablar. Balbu­cea que ha sido algo terrible. Lo cierto es que junto a ella sólo se ve al estudiante aterrado, y a la puta que sólo bus­ca el millón. No está el padre de los drogadictos. Margot se sosiega. Cuenta que el padre de los drogadictos le pidió el arma para comprobarla, ella ingenuamente se la alcan­zó, y al tenerla en sus manos el padre de los drogadictos apuntó a Isabelo retándole: di, enano, crees que podría ma­tarte, crees que la bala está en el disparador. Isabelo no contestó. El otro disparó y la bala se le alojó a Isabelo en un ojo. Redujeron al padre de los drogadictos y devolvie­ron la emisión en ese instante.

Margot pregunta al realizador si se han grabado las imá­genes del atentado. Le informan de que no está preparada la cinta. Le traen un vaso de agua. La puta le comenta algo al estudiante. Seguramente ahora se pensará lo de abando­nar cuando se dispare por quinta vez ganándose el derecho a embolsarse el millón. Ahora está muy cerca de ganar seis millones en vez de uno. Basta con que el estudiante se eli­mine. Se enerva ante esa expectativa.

Por fin ponen las imágenes del momento en que la bala derrumba a Isabelo Galván. Lidia no pestañea. Dice: qué hijodeputa. Supongo que ahora no habrá quien la apee de la idea de ir a La Ruleta Rusa. Me da igual lo que haga con su vida. Han matado a Isabelo Galván.

Apago el televisor y me voy a la cama con la sensación de que me tendré que levantar a vomitar las cervezas y los espárragos. Una presión en el pecho me lo avisa. Pongo la radio y ya están los periodistas difundiendo la noticia, ilus­trándola con urgentes hagiografías del difunto. Han inte­rrumpido todos los programas. Una de las opinadoras ofi­ciales propone que se declare luto nacional durante un par de días. Intentan encontrar un responsable. Dicen que a par­tir de ahora el programa deberá proteger a unos concur­santes de los otros. Participar en él no debería conllevar más riesgos que los propios a los que expone la mecánica del concurso, apunta alguien. Tu puta madre, escupo.

Lidia ha vuelto a encender la televisión. Le ha bajado el volumen para no molestarme. No pienso levantarme a ver quién gana, quién hereda el cetro de Isabelo Galván. Segu­ro que gana la puta. Iba sólo por el millón, decía, la muy cobarde. Querrá hincharse los pechos o rebajarse las nal­gas para poder cobrar unos duros más por cada polvo. Ma­ñana me enteraré de quién ganó. Vendrá la esquela de Isa­belo en las primeras páginas. Yo guardo todo lo que sale sobre él. Tengo una carpeta llena de recortes.




JUAN BONILLA, “La ruleta rusa”, El arte del yo-yo, Pre-Textos, Valencia, 1996, pp. 33-48.




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9 comments:

Anónimo dijo...

Muchas gracias por haber colgado el relato; ya apenas lo recordaba.
Saludos.

crisisocial dijo...

Está genial, y me recuerda a las clases de lengua.

snif

saludos

Anónimo dijo...

Creo que este fue el primer texto que leimos en clase de Juan Bonilla, en aquella clase de 4.º... es decir, donde nos nació el Bonillismo jeje

Ángela

Anónimo dijo...

Jo, qué nostalgia...
Sí que fue el primero de Bonilla.
Aunque antes me acuerdo de que habíamos leído Partes de Guerra en una de las primeras clases.
Me había conmovido tanto!
Por cierto, qué tal todo, chicos?

Cristóbal dijo...

Yo no estaba en 4º, pero me gustó el relato, como muchos mas de juan bonilla, como el poemario de partes de guerra que también me gusto bastante. Esta bien eso de subir textos de clase, yo apoyo esa idea, que hay algunos que me gustaría volver a leer pero no recuerdo el titulo

Un saludo

Víctor Abreu dijo...

Bueno..., yo ya no recuerdo cuándo estuve en 4°, y no es lo primero que leo del autor, pero ¡qué bueno es este relato! Gracias por colgarlo.

Francisco dijo...

Víctor:

Imagínate descubrir a Bonilla con quince años. Esa es la raíz del Bonillismo de la que hablaba Ángela.

Cuando te sobre alguna creación, piensa en nosotros.

De nuevo agradecemos tu visita y nos sentimos honrados por emparentarnos con tan buenos blogs.


FRC

Víctor Abreu dijo...

Muchísimas gracias, Francisco. ¿Adónde se te puede escribir?

Francisco dijo...

A esta dirección:

frccoloma@gmail.com