viernes, 29 de mayo de 2009

TODOS LOS ÁRBOLES ESTÁN DESNUDOS, Sam Shepard

TODOS LOS ÁRBOLES ESTÁN DESNUDOS


Me la encuentro abajo, medio dormida en un sillón, mirando El tercer hombre. Está acurrucada entre sus mara­villosas caderas, unas caderas impresionantes que nunca han dejado de provocarme. Deslizo mi mano por su cin­tura. Ella dice:
—Hola cariño —con una voz nostálgica, de niña pequeña.
Me siento en el brazo del sillón y le acaricio el pelo decolorado.
— ¿Verdad que es una película fantástica? —dice, mien­tras miramos la última escena en blanco y negro en la que Joseph Cotten adelanta a Ingrid Bergman en la larga ca­rretera rural y decide apearse de su Jeep y esperarla.
—Mira cómo caen esas hojas falsas en primer plano —digo. Me sale así—. Todos los árboles están desnudos pero siguen cayendo hojas.
Ella hace un ruido de asentimiento y entonces me siento estúpido por haber roto el clima emocional de la película con un comentario intelectualmente pobre. In­grid Bergman sigue andando hacia la cámara con el mis­mo paso seguro. Tiene un andar genial, lleno de fuerza femenina: alta, erguida e independiente. Joseph Cotten enciende un cigarrillo y espera. Hay algo arrogante en su espera, algo muy masculino. Las hojas siguen cayendo en primer plano, justo delante del objetivo. Empiezo a pen­sar en los factores ocultos en el rodaje de una película. Los tíos del atrezzo subidos en largas escaleras junto a la cáma­ra, dejando caer hojas otoñales para que planeen de mane­ra adecuada. Las máquinas de viento. Alguien controlan­do la brisa. No sé cómo he empezado a pensar en esto. Ya no me siento involucrado en la historia de la película ni empatizo con los personajes. Ella la ha estado viendo desde el principio, durmiéndose y despertándose. Ingrid Bergman se acerca a Joseph Cotten y pasa de largo sin si­quiera mirarle. Ella pasa junto la cámara sin variar el paso y desaparece, dejándole solo con su cigarrillo. La arrogan­cia de él se esfuma. Mira el camino por el que ella se ha alejado. Hay una sensación reconocible de pérdida y ansia en sus ojos, los ojos de un perro de caza que parece que nunca duerme lo suficiente. De repente estoy otra vez dentro de la película sin saber muy bien cómo he sido seducido. Me encuentro justo donde el director quiere que esté. La música de una única cítara me ha cautivado. Creo que las hojas que caen son reales. Sufro un cambio de estado de ánimo y me dejo arrastrar hasta el abis­mo irreconciliable que separa hombres y mujeres. Me siento afortunado por estar aquí con la persona que quie­ro, acariciándole el. pelo rubio decolorado. Aparecen los créditos.
—¿Por qué Ingrid Bergman no se detiene cuando ve que él la está esperando? Es obvio que la está esperando —pregunto.
—No era Ingrid Bergman —dice ella.
—¿No lo era? Era igual que ella.
—Bueno, pues no lo era.
—¿Y quién era entonces?
—Alguien que se parece mucho a Ingrid Bergman.
—¿Pero no era ella?
—No.
—¿Estás segura?
—Segurísima.
—Bueno, ¿y por qué no se detiene?
—Le echa la culpa, supongo.
—¿La culpa de qué?
—¿No sabes la historia?
—Hace mucho tiempo que la vi. Creo que fue en los sesenta.
—Le culpa de la muerte de Orson Welles.
—Ah.
—¿Te acuerdas?
—Sí —miento. No me acuerdo de nada excepto de la secuencia de una persecución en las cloacas de París. ¿Era París?
—¿No te acuerdas? Le tienden una trampa. ¿La vacuna?
—Ah, sí —miento otra vez.
—¿Todos aquellos niños que mueren por culpa de la vacuna falsa?
—Sí.
—Bueno, estoy muy cansada. Me voy a la cama. ¿Ce­rrarás tú aquí abajo? —dice.
—Claro —digo yo.
Sale de la habitación, bostezando y estirándose. Aprie­to el mando y la televisión se apaga y se queda negra. Miro el camino por el que se ha alejado. El cielo se ilumi­na con relámpagos intermitentes a través de los grandes ventanales. Puedo ver el río tan claramente como si fuera de día. Se oyen truenos a lo lejos, en el valle. Huele a llu­via y a pescado. Los perros rascan la puerta delantera. Son cobardes cuando se trata de truenos. ¿Cuánto hace que la besé por primera vez y quién pretendía ser?





SAM SHEPARD, El gran sueño del paraíso, Anagrama, Barcelona, 2004, pp.167-170.