miércoles, 29 de diciembre de 2010

SANGRE DE NUESTRA SANGRE, Sergi Pàmies

SANGRE DE NUESTRA SANGRE

Después de muchos años sin fumar, el padre enciende un cigarrillo. Lo dejó cuando nació su hija y, desde entonces, ha estado demasiado ocupado para echarlo de menos. El humo le abrasa los pulmones con una niebla áspera que, en lugar de combatir, él reactiva con caladas compulsivas. Hace un rato, su hija le ha explicado las razones de tanto tiempo de silencio, mal humor, problemas, insomnio y discusiones: no soporta ser la única chica del instituto con padres no separados y les ha pedido, por favor, que se separen. “Quiero ser normal”, les ha dicho poco antes de salir de la habitación con lágrimas en los ojos.

El padre y la madre no dan crédito a lo que acaba de ocurrir. Sentados en el sofá, y pese a que ya ha transcurrido un cuarto de hora desde que su hija se ha marchado, siguen sin reaccionar. Sus pensamientos respectivos se han unido a través de un silencio que contiene los recuerdos que la memoria común les permite compartir. Ninguno de los dos quiso delegar en el otro la misión de educarla y le hicieron frente con una firmeza y entusiasmo del que todavía se sienten orgullosos. De la infancia de la niña sólo recuerdan cosas buenas. Una hija única y con salud en una familia emocionalmente estable y económicamente situada era la combinación perfecta para no fracasar.

Tanto el padre como la madre pertenecen a la generación que aprendió a proyectar este tipo de cosas, con una previsión que tuvo en cuenta los días fértiles y una fecha de nacimiento adecuada para, una vez agotado el permiso por maternidad, empalmar con las vacaciones. Nada interrumpió un crecimiento convencional, con las incidencias previstas por los pediatras y ningún episodio de alarma o accidente. Previsores como eran, no se dejaron sorprender por el
anunciado distanciamiento posparto de la pareja. Fueron capaces de reservar el tiempo necesario para no aburrirse y no renunciaron al sexo ni a las aficiones, ni a las salidas con amigos.

La niña lo vivía con una colección de sonrisas inmortalizadas en veintitrés cintas de vídeo y diecisiete álbumes de fotografías. Ni la guardería ni los primeros años de escuela fueron conflictivos. Aunque no lo decían en voz alta, compadecían a los padres con hijos psicológicamente problemáticos o con retrasos académicos. Precisamente por eso, estuvieron muy atentos a la hora de evitar los excesos de protección y lo resolvieron con frecuentes visitas a casa de los primos y un trato continuado con los vecinos y compañeros de escuela. Con semejantes precedentes, nada hacía presagiar los dos últimos años que les ha tocado vivir.

La pilosidad de las axilas y en el pubis, cuando la niña tenía diez años, les hizo temer una precocidad aguda. De entrada, incluso llegaron a considerarlo una virtud. Ahora, en cambio, si pudieran articular palabra, tendrían que admitir que, ante la evidencia de una adolescencia prematura, reaccionaron como debían. Consultaron con el médico, que, como siempre, les dijo: “Tranquilos.” Igual que otras veces, observaron el fenómeno sin obsesionarse, como el síntoma de otras transformaciones inminentes. Las hubo, y muchas: la niña empezó a oler de otra forma, le salieron granos en la cara y, en poco tiempo, cambió de amigas y de vestuario.

Ninguno de los dos sabría decir en qué momento dejó de ser la niña y les provocó el dilema de si debían continuar llamándola así o por la versión abreviada de su nombre. Delante de ella, resultaba imposible llamarla niña, porque eso agravaba sus cambios de humor, cada vez más frecuentes. El padre no se conformó con lo que la madre repetía como una oración: paciencia, atención y amor. Él era paciente, le dedicaba toda la atención del mundo y la quería como nunca había querido a nadie, pero no soportaba no entender nada de la actitud de su hija. Habló con tutores, con profesores, con el director del instituto, que lo remitió a un especialista. La conversación, que tuvo lugar en un consultorio tétrico, resultó enriquecedora. La mutación de la niña, afirmó el especialista, era perfectamente lógica y estaba documentada por una experiencia ancestral y toda clase de diagnósticos y estudios científicos. Así pues, ningún motivo para preocuparse.

El padre no se quedó tranquilo. En casa, la niña era cada vez más insolente, de una rebeldía arbitraria, a menudo estúpida, y cualquier intento de castigo o de diálogo resultaba simétricamente estéril. A través de un socio de su empresa, contactó con un reputado neurólogo que le dio una conferencia sobre los últimos avances en materia de evolución mental de los adolescentes. Mientras el especialista hablaba, el padre tenía la impresión de que cada palabra, cada precisión avalada por la investigación, le alejaba más de su hija. El neurólogo le habló de saturación hormonal, de vulnerabilidad, de efervescencia, de evolución de los lóbulos y de un combate entre dopamina y melatonina, estrógenos y testosterona.

“Es la pubertad”, decían otros padres, y se encogían de hombros, como si, con un grado de inmadurez que lo sacaba de quicio, dieran la batalla por perdida. Ellos, en cambio, perseveraron. Cuando convenía dar un paso atrás, lo daban. Cuando convenía marcarla más de cerca, la marcaban. Al padre le dolía tener que admitir que había fracasado en una primera fase. Mejor dicho: estaba dispuesto a admitir la posibilidad del fracaso siempre y cuando tuviera una explicación. Ni la tensión de los peores momentos les desunió. Juntos como en el momento de concebirla y traerla al mundo, abortaron todas las tentaciones propias de esta fase de la existencia: el gusto por el riesgo, las malas compañías, la espiral de la droga, la anorexia, la bulimia, la huida sectaria.

En este largo proceso también tuvieron que ceder en algunas cosas, pero se trataba de cesiones irrelevantes: la decoración de su cuarto, un curso de inglés en Irlanda o un piercing, largamente negociado hasta lograr que no fuera ni en la boca ni en el ombligo. No podían prever que, después de tantos esfuerzos, el problema fuera que nunca habían pensado en separarse. Ahora tienen la mirada fija en la nube de humo que, procedente de los pulmones y de los cigarrillos del padre, ocupa la habitación. Sin decírselo, son conscientes de que ya no les quedan fuerzas. Se quieren. Tanto que ya no les hace falta decírselo. Por eso, cuando el padre termina el último cigarrillo del paquete, se levanta y se abrazan, todavía sin decir nada. “Hoy empezaré a buscar un piso para mí y hablaré con el abogado para que inicie los trámites”, dice él finalmente. Y ella, conmovida, le dice: “Voy a llamar a la niña para darle la noticia. Se va a poner muy contenta.”


SERGI PÀMIES, Si te comes un limón sin hacer muecas, Anagrama, Barcelona, 2007, pp. 43-48.