viernes, 17 de diciembre de 2010

MADRE ATRÁS, Andrés Neuman

Madre atrás


Se entra en un hospital con un incendio de rencores y con ganas de dar gracias. Pero, para dar gracias, hace falta que alguien nos apague el incendio. Qué frágil es la furia. En cualquier momento podríamos gritar, golpear, escupirle a un extraño. Al mismo al que, dependiendo de su veredicto, dependiendo de si nos dice lo que necesitamos escuchar, de pronto admiraríamos, abrazaríamos, juraríamos lealtad. Y sería, hay que decirlo, un amor sincero.
Entré en el hospital sin pensar nada. O procurando pensar en no pensar. Sabía que el presente de mi madre, mi futuro, se jugaba en un lanzamiento de moneda. Y que esa moneda no estaba en mis manos y quizá tampoco en las de nadie, ni siquiera en las del médico. Siempre he pensado que la ausencia de Dios era una suerte que nos liberaba de un peso inconcebible y numerosas pleitesías. Pero, más de una vez, he echado en falta a Dios al entrar o salir de un hospital. Los hospitales multitudinarios, llenos de escalafones, pasillos, maquinarias y ceremonias de espera, son lo más parecido a una catedral que podemos pisar los descreídos.
Entré intentando no pensar porque temía que, si empezaba a acabaría rezando como un cínico. Le di un brazo a mi madre que tantas veces me había ofrecido el suyo cuando el mundo era enorme y mis piernas cortas, le di un brazo y sentí el temblor del suyo. ¿Es posible encogerse de la noche a la mañana?, ¿puede el alma de alguien comportarse como una esponja que, demasiado impregnada de temores, adquiere densidad y pierde volumen? Mi madre parecía mucho más baja, demasiado delgada y sin embargo más grávida que antes, más propensa al suelo. Su mano porosa se cerró sobre la mía: imaginé de pronto a un niño parecido a mí en una bañera, desnudo, expectante, apretando una esponja. Y quise decirle algo a mi madre, y no supe hablar.
La sencilla posibilidad de la muerte nos exprime de tal forma que seríamos capaces de perder cualquiera de nuestros principios. ¿Es eso necesariamente una debilidad? Quizá sea la última, remota fortaleza de la que disponemos: llegar adonde nunca sospechamos que llegaríamos. La cercanía de la muerte nos vuelve atentos, afines al mundo. Entonces despertamos y caemos en la cuenta de que todos militamos en el mismo precario bando. La primera noche que pasé con mi madre después de que la internaran, o después de que ella se internase en no sé qué zona de sí misma, noté que en la habitación reinaba una igualdad instintiva que jamás había visto fuera del hospital. Los familiares de los enfermos colaborábamos entre nosotros sin discutir, nos repartíamos las tareas, alternábamos las vigilias, nos prestábamos los abrigos, compartíamos el agua como un don trabajoso. ¿Era eso necesariamente un espejismo? ¿O se trataba de lo opuesto, de la máxima dosis de verdad que necesitan nuestras venas, nuestros ojos, nuestras manos para dar lo que pueden, para hacer lo que saben?
La noche en que ingresaron a mi madre confirmé una sospecha: que ciertos amores no pueden devolverse. Que por mucho que un hijo recompense a sus padres, si es que los recompensa, siempre habrá una deuda ahí, temblando de frío. Muchas veces he oído decir, yo mismo lo he dicho alguna vez, que nadie pide nacer. Esta seca obviedad suele esgrimirse para excusarnos de alguna responsabilidad que, llegados al mundo, nos correspondería. ¿Cómo somos tan cortos de coraje? Nacer por voluntad ajena nos compromete todavía más: alguien nos ha hecho un regalo. Un regalo que, como casi todos, no habíamos pedido. La única manera congruente de rechazar semejante dádiva sería suicidarse en el acto, sin emitir queja alguna. Pero nadie que acompañe a su madre renqueante, a su madre encogida a un hospital, pensará seriamente en quitarse la vida. Que es justo lo que ella me había regalado.
¿Qué mal tenía mi madre exactamente? No importa. Eso es lo de menos. Queda fuera de foco. Era un mal que la hacía caminar como una niña, aproximarse paso a paso a la criatura torpe y trastabillante que había sido al principio del tiempo. Confundía el den de sus dedos como en un juego indescifrable. Mezclaba palabras. No podía avanzar recto. Se doblaba como un árbol que duda de sus ramas.
Entramos en el hospital, no terminábamos de entrar nunca, aquel umbral era un país, una frontera dentro de una frontera, y entrábamos en el hospital, y alguien lanzó una moneda y la moneda cayó. Eso fue. Es tan elemental que la razón se extravía analizándolo. Un mal puede tener sus fases, sus antecedentes, sus causas. La caída de una moneda, en cambio, no tiene historia ni matices. Es un acontecimiento que se agota en sí mismo, que se resuelve solo. Por supuesto la memoria puede suspender la moneda, dilatar su ascenso, recrear sus diminutas vacilaciones durante la parábola. Pero esos ardides sólo serán posibles después de que haya caído. El movimiento original, el vuelo de la moneda, es un presente absoluto. Y nadie, esto ahora lo sé, nadie es capaz de especular mientras mira una moneda.
La esponja, dijo, pásame la esponja un poco más arriba, me dijo mi madre, sentada en la bañera de su habitación. Arriba, ahí, la esponja, me pidió, y me impresionó el esfuerzo que había tenido que hacer para pronunciar una frase en apariencia tan sencilla. Y yo le pasé la esponja por la espalda, hice círculos en los hombros, recorrí omoplatos, descendí por la columna, y antes de terminar escribí en su piel mojada la frase que no había sabido decirle antes, cuando cruzamos juntos la frontera.


ANDRÉS NEUMAN

Los mejores narradores jóvenes en español, Granta II, Octubre 2010, Duomo ediciones, pp. 117-119.